Me apuro y miro el espacio entre la puerta y el picaporte haciendo una seña reconocible a la persona que abre el hogar al cual deseo entrar. Espero unos segundos de nuevo y tiendo a mover las manos como si fuera a golpear nuevamente y me arrepiento. Como el gato que duda del brinco y su peso, haciendo los cálculos matemáticos correspondientes a su dimensión, parado a la orilla de una mesa, preso de la duda, pero ileso. Abren y doy el paso al frente. Me presento, bajo la maleta y me disculpo por los minutos tardes de diferencia que hacen que el silencio se torne desternillante. Me saco la gorra, la chaqueta y los anteojos para remojarlos con mi aliento y limpiarlos del polvo y el sudor recogido en la carrera hacia aquel encuentro. Lo borroso se torna claro cuando vuelven a su lugar de pertenencia. Ahí donde solamente esos lentes sirven, sobre el puente de la nariz y sobrepuestos como un aditamento o accesorio del rostro que poseo. Carraspeo y me indican dónde debo ubicarme. Dudo de dónde me encuentro, pero parece aún así seguro, pero intrigante. Murallas enormes y un techo que se proyecta sobre las cabezas de los presentes generando una entrada de luz especial a través de los largos ventanales. Miro el reloj clavado y noto que está varado en la orilla de lo mecánico y lo análogo, y desde mi sillón puedo ver mesas y vasos dispuestos para una celebración a la cuál no he sido invitado. Me dan el turno de entrar a la sala y tras de mí suena el golpe vibrante en aquella puerta, parece ser la venida de un nuevo integrante a esta reunión tan particular. Giro mi cuello de vuelta al andar y sin darme cuenta estoy mirando de nuevo la puerta del mismo hogar. El espacio se abre nuevamente y no recuerdo si esto es un sueño o una realidad.