Madrid se abría como una lata de sardinas a sus ojos. Ojalá fuera jurel, decía el muchacho medio en broma. Pero era cierto, allí había que llevar vida plegada. Era la contraprestación de la libertad. Piso pequeño, cama pequeña, habitación pequeña y armario diminuto. Debajo de la cama de la pensión del muchacho yacían como suicida sangrante, sus libros. Pasaban las tardes con el único divertimento de meter la mano a ver qué novela les salía y leer un párrafo.
De vez en cuando, también, se daban un beso. Cuando salía cien años de soledad, se arreglaban, invariablemente, y se daban una vuelta por Preciados. Les gustaba pasar por otros consumistas más, por allí, en la gran calle del consumo. Luego, también invariablemente, se acercaban a un MC. Donald´s de la Gran Vía a mojarse una magdalena en un café descafeinado. Otro de sus entretenimientos era el de ver pasar un coche blanco. Y así, con aquellos métodos azarísticos pasaban el tiempo. El chico tenía la teoría de que todo lo que uno deseaba acababa por lograrse con el tiempo. Siempre- puntualizaba- que se deseara dentro de un
margen que venía de marchamo en la frente de cada cual con el nacimiento. Así, aseveraba, nadie se podía llevar a engaño; y que lo difícil era ser consciente de ello.
Cuando la muchacha le preguntaba por el suyo, él respondía que en la suya venía jurel, motovespa y buhardilla por Campamento. Se metían en el metro y se iban a mirar pisos por Campamento. Cuando la chica indagaba sobre las razones de Campamento, el muchacho respondía que era sólo una escusa para pasar la tarde con siete euros. |