LA VENGANZA DEL “PIRQUINERO”.
Juan Mamani no sabía qué otra cosa hacer para ganarse la vida sino aventurarse, escarbar y rebuscar en las entrañas de la "pachamama" e intentar sustraer, a punta de dinamita, la riqueza que allí, en sus oscuras simas ella suele guardar.
El hombre era lo que en esas tierras del norte chileno se conoce con el nombre de “pirquinero”; es decir, un minero autónomo. Este es el oficio que había tenido su padre y Juan lo había heredado. Cada día era una nueva esperanza de encontrar una buena beta de oro y así, por fin, descansar y disfrutar de la vida junto a los suyos; puesto que ya contaba con 40 años de edad y su silicosis lo tenía condenado a una muerte prematura.
La justicia suele tardar pero, finalmente, llega: Y fue así que una tarde el humilde pirquinero halló la ansiada beta de oro que, aunque no muy grande, satisfaría los sueños consumistas por los que había dado prácticamente casi toda su vida.
Pensaba: “Por fin voy a poder colgar las herramientas y olvidarme de esta esclavitud que ya me tenía demasiado cansado” y voy a comprar... “
Y tal como lo había prometido a su gente, se dio los gustos de adquirir cuanta cosa se le ocurría: una hermosa casa, un carro 4x4 para sí mismo y uno para su esposa. A sus dos hijos les complacía en cuanto capricho tecnológico se les ocurría.
Todo iba espléndidamente bien, cuando en uno de los tantos regresos de viajar por Perú, Bolivia y otros países aledaños a los que había estado visitando esporádicamente con toda la opulencia que le permitía su condición de “nuevo rico”, comenzó a vivir una secuencia de calamidades:
Su regia casa, emplazada en medio de una hectárea de terreno en el hermoso Norte Chico había sido saqueada. Se habían llevado hasta los finísimos sanitarios con que había estado equipada: al contemplar atónitos y llorando a mares, los cuatro, tan trágico espectáculo, su esposa sufrió tan grande impresión, que terminó con un ataque cerebrovascular postrada en una clínica de esa región. En vista de esta desgracia, Juan decidió radicarse en la capital con su familia en busca de mejores posibilidades medicinales para su esposa y también educativas para su hija y su hijo, ambos adolescentes a la sazón.
A pesar de haber vendido su propiedad nortina y gastar ahora con más prudencia su pequeña fortuna, Mamani fue percibiendo que los gastos obligados de salud para su mujer y los propios de sus hijos, además de los desaciertos cometidos en sus malas inversiones, estaban mermando aceleradamente su estado financiero.
Para colmo de males, un día su hijo de diecisiete años le solicitó el carro de su madre para salir de “paseo” con un grupo mixto de juveniles amistades: les asaltaron y se llevaron el 4x4. Nunca más supieron de ese automóvil.
Ante tanta desventura el pirquinero fue acunando en su mente un afán psicótico de venganza contra aquella gente que le había robado el fruto de tantos años de trabajo brutal y, consecuentemente, su felicidad…
Un día avisó a su gente que iría a visitar a sus familiares para un determinado asunto y dejó a su hijo mayor a cargo de la casa, de su madre en silla de ruedas y de su hermana menor.
- Será un viaje corto que no durará más allá de una semana.- les advirtió al partir.
Cuando retornó a casa a la semana siguiente en su potente 4x4, le notaron muy resuelto y con su rostro desacostumbradamente impertérrito. Desde ese día Juan Mamani dormía a pausas esperando:
- Papá, páseme las llaves del auto para entrarlo al garaje.
- No hijo. Ese carro no entrará más a esta casa.
- ¿Cómo? ¡No le entiendo papá!
- Ya hablé. – le cortó el padre con una terquedad que enmudeció al muchacho.
Pasaron siete días de paciencia y no sucedía lo que ahora el silente y misterioso Juan anhelaba.
Era sábado, eran las 10:00 hrs. cuando…
- ¡Papá, acaban de robarnos el auto! ¡Eran cuatro!
El pirquinero sonreía extrañamente contento con esa tan mala noticia; Juan Mamani tranquilizó a su hijo diciendo:
- No te preocupes hijo… sabía que tenía que suceder. Estamos en Santiago de Chile.
Seguidamente el pirquinero Mamani, con inusitada serenidad, tomó su celular revisó cierta aplicación de localización vía GPS y estuvo observándola con paciencia unos treinta minutos.
Mientras tanto su hijo con una curiosidad que le abismaba, veía cómo el rostro de su padre se iba desfigurando pasando de sonriente a perturbado.
Súbitamente, Juan digitó un número que activó un dispositivo que había adosado para un oscuro propósito al chasis de su 4x4. Casi en el mismo instante, allá en el kilómetro 25 de la carretera panamericana, un dinamitazo hacía justicia: los cuerpos descuartizados de cuatro bandidos volaban por el aire junto con la chatarra del carro que habían robado.
|