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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / Brisingamen, Vida Tras la Muerte: Capítulo 4

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Capítulo 4: “Y Cuando Creas Que Tienes Miedo, Verás Que No Ha Sido Suficiente”.

Nota de Autora:
Primero que todo, quiero desearos un muy feliz año a todos, me olvidé de incluir esto en la anterior Nota de Autora, en parte porque pensaba que el capítulo saldría en diciembre –finales de diciembre, pero diciembre al fin y al cabo-. Me quiero disculpar por la tardanza de poco más de cinco meses en escribir un nuevo capítulo, si es que realmente hay alguien perdido en algún sitio del mundo que siga la historia; espero que lo haya, sino no tendría sentido subirla. También quiero aclarar que no será fácil que suba un nuevo capítulo, el último me tardé casi tres semanas en escribirlo por dos motivos: su extensión, es el segundo capítulo más largo que he escrito, con 14 mil palabras y fracción, sólo superado por el capítulo 17 de La Leyenda del Holandés Errante que tenía 16 mil, traduciéndose el último episodio de Brisingamen en 24 páginas tamaño carta, tipeadas en Arial 11. La segunda razón es porque estoy dedicando sólo dos horas al día, máximo dos horas y media –y esto dependiendo de qué tan compenetrada esté con la escena y qué tanto me falte para terminar de redactarla- a escribir. ¿Cómo he logrado esto si antes escribía, al menos, siete horas diarias en verano? Pues, harta de dedicarme sólo a escribir –no, no es que me moleste escribir, al contrario, es lo que más disfruto, por eso es lo que más hacía- y no dedicarle tiempo a otras actividades que también me interesaban, como aprender idiomas, tocar el teclado, tocar la flauta y estudiar astronomía de forma autodidacta, decidí dejarlo al final del día, cuando sólo me quedan dos horas para poder hacerlo. Ese es el motivo por el que avanzaré tan lento, aunque intentaré apurar un poco la marcha. Como siempre, dejaré un mes para ponerme al día con mis materias nuevamente antes de comenzar el año académico, lo que significa que tendré para escribir sólo hasta finales de febrero. Espero haber sacado muchos capítulos para aquel entonces.

Debo admitir, ahora pasando a otro plano, que el título de este episodio no me ha dejado muy conforme. Se me había ocurrido uno mejor hace unos días, pero olvidé anotarlo y ya no recuerdo cual era. La canción de este capítulo será Parson’s Farewell, tema musical compuesto en 1651 por John Playford, en específico, la versión adaptada por Bear McCreary en 2014 para la banda sonora de Black Sails. Sin duda una gran banda sonora para una gran serie –en serio, si no habéis visto, tenéis que hacerlo, la necesitáis en vuestras vidas, es la mejor serie que he visto, una verdadera obra de arte-.

He escogido este tema y, en específico esta versión, porque siento que transmite la sutileza, la nostalgia, y a la vez, el abierto caos y fuerza, rudeza, tal vez, que quiero plasmar en este capítulo. En este capítulo conoceremos más del pasado de Hopkins, de Siggurd y, de una buena vez por todas, de Arturo, así que el mundo se caerá un poquito a pedazos, era necesario que una canción represente todo eso. Tal vez en un capítulo o dos nos moveremos de Asgard y Vanaheim hacia otras locaciones. Teniendo sobre la mesa las cartas de las que ya disponéis, ¿quién es Kaira? ¿Cuál es su problema con todo este embrollo y por qué necesita enredarlo más? ¿Cuál es la relación entre Siggurd y Thóra? ¿Quién es Thóra? ¿Por qué su viaje a Hellheim es tan importante? ¿Cuál es realmente la maldición de Arturo y por qué le importa tanto eso a Hopkins? ¿O será eso una mera excusa suya para ver si alguien se va de la lengua y lo lleva a Jotunheim? Vea todo esto y mucho más –o al menos eso intentaré mostrarles- en “Y Cuando Creas Que Tienes Miedo, Verás Que No Ha Sido Suficiente”.


El único ojo de Siggurd dolía, no como cuando le habían arrancado el otro, ni siquiera como si hubiera recibido un golpe de puño. Era un dolor duro que comenzaba en el centro de la pupila gris, como cada vez que se acostumbraba a la penumbra de un cuarto oscuro y debía obligarse a ver a través del rajo reducido del casco, entre las placas que le cubrían la mejilla y la que le protegía la nariz, forzando los párpados y todo lo que pudiera para lograr distinguir algo. La puerta se deslizó suavemente a sus espaldas, como siempre, sin hacer ruido, hasta calzar perfectamente en su marco. Cerró por dentro con una pesada llave de fierro que medía la mitad de su mano, de la que no estaba agarrotada, por más señas, y la guardó entre sus ropas, en algún pliegue de la capa, mientras sus botas pisaban sigilosamente el suelo de tablas. Años de experiencia hicieron que la madera, algo podrida y maltratada por el clima y el descuido, no crujiera ni un poco a medida que se acercaba a la forma dormida a la que sólo se le veía la mollera entre la frazada azul, que aunque no era de mal ver, se notaba que había tenido días mejores. Era una habitación estrecha y cuadrada, en la que enfrentando la puerta estaba el camastro con una frazada y dos almohadas que, a diferencia de la mayoría de las camas en Fólkvangr, no despedía ningún hedor. A mano izquierda había una ventana pequeña, clausurada con un par de tablas mal claveteadas; en una esquina uno de los clavos había cedido y entraba una luz grisácea desde el exterior que iba a morir a apenas unos centímetros de distancia, entre la cubierta de una mesa sobre la cual había una jarra de porcelana, una jofaina y un candelabro con sus dos velas apagadas. A la derecha de la cama había un pequeño espacio vacío, que se extendía hasta el muro de piedra tanto como la distancia que separaba la ventana y la cama; antes había posiblemente un escritorio ahí, ahora sólo un tacho de lata que desprendía una peste no difícil de reconocer y que, a juzgar por lo fuerte que era, llevaba días ahí.

Los lobos aullaron a lo lejos, y los cabellos pelirrojos de quien dormía no se movieron, la forma no dio señales de despertar, ni por los aullidos ni por la presencia de un extraño. Una sonrisa perversa envileció el rostro de Siggurd a medida que desenvainaba la espada. La forma siguió sin despertar y ya no dudó, si acaso había dudado, en golpearle con todas sus fuerzas en la espalda, usando la parte roma de la hoja. Percibió un movimiento bajo la frazada y siseó:

-Tú… vil criatura… maldita criatura-la voz estaba cargada de odio, pero no era un odio nacido de la maldad, sino de la ira y el dolor. Arturo había oído voces así antes, así que apretó más los ojos, evitando dar señales de que estaba despierto. Había oído antes esas mismas palabras en voces más crueles, o quizá era el recuerdo lo que las envilecía hasta que parecían sacadas de la más oscura y amarga pesadilla, porque su vida bien podía ser corta, pero había sido la peor de las pesadillas.
Recordaba claramente cuando había oído, por primera vez, aquella frase. No había pensado que se referían a él, que ese siseo que evocaba cada vez que le relataban, con el correr de los años, la historia de Eva, la Manzana y la Serpiente, estaba dirigido a ese pequeño niño que corría por el Seminario. Había sido una tarde soleada, en la que el aire de septiembre se llevaba los últimos fríos para comenzar la primavera, aunque él pensaba que siempre hacía frío ahí sin importar qué mes fuese: enero, febrero, el hielo de la madrugada y de la noche, cuando arrastraba los pies por el piso entablado de los corredores en busca de una jarra de leche, calaba los huesos; de abril a octubre la nieve haría lo suyo para mantener aquel sitio congelado, como si intentara aislarlos entre los muros construidos a su alrededor. Esos muros y la nieve, desde el piso más alto, cuando la vista sobrevolaba el ladrillo que coronaba las murallas que cerraban el patio y la huerta del claustro y se perdía entre las araucarias, enredándose en la maraña de ramas teñidas de blanco, eso era todo lo que conocía.

No importaba cuánto intentara escarbar en su memoria de niño de cinco años, eso era todo lo que conocía; no recordaba haber estado fuera de los muros ni haber caminado nunca hasta ahí, no sabía lo que había más allá de ese bosque ni de las montañas en las que había oído decir a algún Hermano de la congregación que estaba todo lo que era capaz de ver. No sabía qué ciudades había cerca ni lo sabría cuando fuera capaz de memorizar sus nombres, tampoco sabía cómo lucía ninguna ciudad, lo que se sentía caminar entre las ciudades y correr esquivando los autos, ni cómo era la lluvia sobre el mar. No sabía quién lo había dejado ahí, aunque ya asumía que lo habían abandonado en ese lugar, quizá con la esperanza de que lo pudieran cuidar realmente. Porque ninguno de los hombres que ahí vivían era alguien a quien pudiera llamar padre, ni hermano, ni tío, ni siquiera amigo, aunque con su inocencia de niño sentía que los quería a todos e intentaba demostrárselos, regalando una flor a aquel, la mitad de sus galletas a otro, siguiendo sin cesar a alguno que notara excepcionalmente deprimido y cotilleando como loro para intentar hacerle reír. En ese lugar no había mujeres, no había ninguna criatura a la que pudiera llamar madre e ir a su cuarto por las noches cuando sus miedos infantiles llegaran en su busca. Desde siempre viviendo únicamente con hombres había llegado a creer que eran la única clase de seres humanos hasta que tenía tres años. Un estudiante de Aspirantado que se había encariñado particularmente con él le había hablado de su madre; él no había entendido qué era una mujer y ese muchacho le había leído el Génesis. Entonces alguien había llegado, no sabía quién, y había dicho que eso era incitarlo al pecado; no había entendido qué estaba mal, tampoco lo había entendido a los cinco años, aquella tarde, sólo sabía que nunca había vuelto a ver a ese joven.

Había deseado tener una madre, una familia. Tal había sido su deseo que había inventado una para no caer en la dura realidad. La había llamado Inés y siempre iba con él, o eso afirmaba para el pavor de los monjes que lo habían recibido. No la veía, nunca, pero cuando cerraba los ojos, no importaba dónde estuviese, la veía ante sí con una sonrisa dulce y afable. Era bonita y amable, de ojos castaños y pelirroja como él, de complexión media y pequeña de estatura. Su voz era tierna y, cuando la modorra lo invadía, podía sentir sus palabras de aliento, su delicioso aroma a cadena, el calor de su mano en su rostro, cómo lo acunaba en un abrazo.

Esa tarde se encontraba con ella en los muros del Seminario. Ese lugar parecía ser un mundo por descubrir: desde la muralla se extendía el terreno mojado por las lluvias cubierto de tierra con surcos y musgo en la superficie, hasta que a lo lejos se alzaba la casona. Correteaban siguiendo las paredes de ladrillo y, en medio del juego, de propusieron escalar. No había conseguido subir mucho cuando escuchó a uno de los monjes decir a sus espaldas:

-Vil criatura… viciosa criatura-dijo la voz, aunque más se asemejaba al siseo de una serpiente y, de mayor, le sería imposible imaginar la voz del Diablo al convencer a Eva de tomar una manzana de otra manera que no fuera esa. Se había asustado, por la maldad y el odio que le inspiraba la voz, así como por la sorpresa de ya no estar a solas, sus manitos se habían resbalado por la cubierta húmeda y había caído al barro. El hombre se había acercado para alzarlo por la muñeca inmisericordemente, pasando por alto su grito de dolor-. Retorcida, maldita criatura. Inhumana, en efecto-Arturo no sabía qué significaba la mayor parte de lo que el acólito estaba diciendo, sentía el odio y eso lo aterraba. Quiso buscar a Inés, pero bien sabía que ella no estaría ahí. Estaba solo. No había nadie que lo pudiera ayudar ni nadie que lo amara lo suficiente como para querer hacerlo. El golpe de puño en su mejilla no se hizo esperar y un hilillo de sangre se deslizó hasta su boca, degustó por primera vez el sabor del miedo. Y ahora, después de tantos años, la escena volvía a repetirse. De inmediato se corrigió, era como una obra de teatro: cada cierto tiempo tenía nuevos actores, pero el libreto era el mismo, lo había sido siempre y así seguiría siendo.

-La primera vez que te vi-susurró Siggurd mientras descorría la frazada; le atenazó la barbilla, abrió los ojos sin querer y volvió a cerrarlos-, noté algo extraño en ti, algo retorcido. Te tomé por un cobarde. Y no podrías haber tomado un mejor disfraz.

Arturo sintió cómo la mejilla y la espalda le ardían. Un disfraz. Ya había escuchado ese asunto de los disfraces antes, cuando era un niño de cinco años que ingenuamente quiso trepar un muro con su amiga imaginaria a la que prefería tomar por una madre. El monje lo había llevado a rastras hasta la casa. Habían entrado por la cocina y siguieron camino hasta las celdas. Lo arrojó dentro de la que le pertenecía.

-Eres astuto-habían sido las primeras palabras de aquel hombre-. ¿Sabes por qué estás aquí?-Arturo estaba confundido. ¿Aquí dónde? ¿En su cuarto? Era un castigo, ¿no? Siempre que alguien cumplía penitencia era enviado a sus aposentos, y no los volvía a ver hasta que se habían expiado. No sabía qué significaba eso tampoco, pero sonaba a algo muy santo y él quería aspirar a eso-. Tu padre era uno de nosotros-abrió los ojos tan grandes como pudo: nunca había oído hablar de su padre. Hubiera querido decir algo, pero no le salía la voz-. ¿Sabes lo que es el hijo de un monje?-preguntó esa voz cargada de malicia. No sabía qué contestar, incluso si fuera capaz de pronunciar palabra alguna. Ahora que lo pensaba, no sabía de ningún monje que hubiera tenido hijos, así que se limitó con menear la cabeza en negativa. Lentamente su mente iba aletargándose, mientras intentaba imaginar cómo sería su padre. ¿Sería pelirrojo como él? En ese caso sería fácil reconocerlo, aunque no recordaba a ningún monje colorín. Si no se le parecía, sería una odisea encontrarlo, pero debía hacerlo. Una cachetada le cruzó la mejilla, el hombre estaba furioso-. ¡Claro que no lo sabes!-exclamó en un tono que fue incapaz de reconocer-. Los hijos de los monjes son hijos del pecado. Seres que albergan el mal en su interior-nuevamente no entendía ni la mitad de las palabras del monje, que al parecer no caía en la cuenta de que hablaba con un niño que no sabía ni leer-. Y el mal que albergas tú es mayor que ninguno que haya oído.

-¿Cómo sabe eso?-Arturo reunió todo su valor, aun así su voz sonó pequeña: era sólo un niño asustado que se estaba abrazando las piernas sentado sobre su cama. Una patada certera en el costado le hizo caer al suelo.

-Los hombres de Dios sabemos muchas cosas-fue la respuesta-. Tú estás maldito, eres la criatura más vil en un bonito disfraz, y fuiste traído aquí; aquí debes quedarte para expiarte… y para que el mundo no vea tu maldad-y dicho esto cerró la puerta, dejándolo sumido en la oscuridad. Un escupitajo deslizándose por su frente lo hizo regresar al presente. El filo de la espada cortó hábilmente su camisa y sintió cómo se le helaba la sangre, eso estaba tomando un cariz perturbador.

-¡No, por favor!-el grito ahogado abandonó su garganta para su suerte.

-Y ruegas…-Siggurd no podía sentirse decepcionado, aunque su voz lo traicionó y sonó como si acabara de sufrir el golpe más fuerte de su vida- ¡Maldito seas, Loki!-Arturo no alcanzó a sentir confusión al ser llamado Loki. El golpe inmisericorde se ensartó en sus costillas.

-Yo no soy Loki-gimió. Sabía que sus actos más recientes de una forma u otra lo habían condenado y, quizá esto era parte de su castigo antes de comenzar a podrirse en el infierno, pero no era Loki, sino incluso su propia maldad le sería indiferente. La espada volvió a lacerarle la espalda, como si de un látigo se tratara.

-A mí no me engañarás. Desde que has regresado todo anda al revés. Supongo que debo felicitarte por eso. Ahora Asgard y Vanaheim están en una noche que no terminará hasta que alguien pueda hacer que el Brisingamen vuelva a sus cabales, ¿me equivoco? Freya no está dando señales de hacerlo. ¡Buen trabajo!-se deshizo de la espada y lo sujetó del cuello. El muchacho no daba señales de defenderse y, aunque Siggurd sabía que, usando ese disfraz, no sería capaz de hacerle frente, no podía odiarlo otro poco más: él seguía actuando como si no fuera el Dios de los Ladrones, como si pudiera persuadirlo de que no era un disfraz. Era más insoportable esa mentira innecesaria y estúpida que una burla. Un golpe de puño sucedió al que le diera cuando aún lo cubría la manta, luego vinieron otro y uno más, hasta que un rodillazo en la boca del estómago hizo gritar de dolor a su víctima, por unos instantes lo invadió el delicioso frenesí de ver cómo el enemigo se doblaba en dos. El mentón de Arturo alcanzó su rodilla antes de que intentara bajarla, y el cuello pronto se torció hacia atrás. El muchacho se encogió sobre sí mismo en el jergón amarillento.

-¿Por qué no me matas?-Arturo no supo por qué hizo la pregunta y aquel hilo de voz que conseguía salir de su garganta era humillante. Cuando Siggurd posó una de sus rodillas justo al lado de su pierna y la otra pasó por sobre sus caderas, supo que había hecho la pregunta porque ante un odio tan fuerte y una nula posibilidad de solución ante eso, la única opción que le quedaba al guerrero era matarlo, al menos así se desharía de la ira. Él aún no sabía por qué matar para dejar ir la rabia. Recordaba haber matado, haber asesinado a gente que había hecho peligrar la vida de Esperanza y tal vez la suya, pero no había sido a sangre fría, porque aún le pesaban esas muertes, esos ojos desorbitados.

-Porque tú vas a pagar primero. Aquí puedes sentirte muy poderoso, pero estás encerrado, estás en un cuerpo que es débil: estás bajo nuestros términos-el filo de la espada estaba sobre su cuello, Arturo sentía ese hielo antinatural y podía jurar que el filo comenzaba a cercenar lentamente su piel y eso ardía.

-Yo no soy Loki. Lo vi cuando viajaba por Midgard-lloró, la fe lo había abandonado completamente y, en el fondo, comprendía que iba a morir. La mirada de Siggurd se envileció y su sonrisa desapareció; tenía miedo. Elevó la espada y la dejó caer con una fuerza brutal. Un relámpago de consciencia atravesó la mente de Arturo y rodó de costado; la hoja fue a clavarse en su brazo. Se había salvado fugazmente, pero bien sabía que estaba encerrado con un maníaco, no tenía salvación-. ¿Qué te he hecho?-su voz se quebró; un sonido metálico tintineó en sus oídos.

-Ese no es tu asunto, lo único que necesitas saber es que arderás en el mismo infierno al que tú me tiraste-siseó.

-¡Siggurd! ¡Abre la puerta!-una voz de varón gritó desde afuera, se escuchó un ruido de armaduras y golpes en la madera-. ¡Siggurd, sé que estás ahí!-la voz tenía prisa y Siggurd la entendió como un aviso que no le convenía desatender, así que aflojó el peso sobre Arturo, envainó su espada y bajó de la cama; cuando iba a caminar hacia la salida, un destello de cabellera pelirroja captó su atención y no pudo ni quiso contener el impulso de asestarle una buena patada. El quejido fue inmediato y le llenó el espíritu: se sentía poderoso otra vez. Fue lo último que alcanzó a oír antes del crujido de la cerradura al abrirse y cerrarse. Reconoció al hombre que lo esperaba como el que había sostenido a Thóra en sus últimos momentos de su vida; los gritos desgarradores de la joven, antes de morir y siendo incapaz de liberarse para evitar su destino, cayeron sobre él como un balde de agua fría. El sujeto vio la llave que su camarada tuerto escondió en los pliegues de la capa como si quisiera atreverse a preguntar cómo la había conseguido, por toda respuesta, recibió una expresión que le hizo pensar que si las miradas mataran, él ya estaría muerto y enterrado.
-¿Qué cuernos quieres?-le espetó Siggurd sin esforzarse en disimular el odio en su voz. Haber visto a su querida Thóra morir a manos de Freya hace unas horas lo había destruido, ver cómo esa especie de hombre la sujetaba aun cuando ella estaba indefensa era algo que no podía soportar. Y, de todos modos, había tenido que soportarlo cuando lo llevó hasta el Valhalla, e incluso después de que lo corrió de su lado, aún sentía sus ojos, vigilantes, a la espalda. Eran órdenes de una diosa y ya sabían cómo les iba a quienes hacían oídos sordos de ellas. No merecía llamarse un hombre, ni un vikingo; si eso hubiera pasado en Midgard hace mil años, ahora estaría disfrutando de la agreste victoria de la venganza y lo vería morir… morir, ¿y luego qué pasaría? Iría a Hellheim, tal vez, por las malas acciones que le habían costado la vida; en el mejor de los casos, Freya y Odín se hubieran peleado por él y todas las noches una valkiria le serviría una copa en el Valhalla.

-Una mujer te busca-contestó el otro, de inmediato se rehízo, intentando mostrar el menor miedo posible-. No es seguro que estés aquí, Freya podría enterarse.

-Eso no es tu asunto-espetó Siggurd por toda respuesta, sentía cómo su cuerpo se tensaba hasta límites insoportables intentando no romperle la quijada a su interlocutor y no sabía por cuánto iba a seguir resistiendo.

-¡Claro que lo es! Lograste entrar al cuarto de su invitado cuando ha pedido explícitamente que seis hombres monten guardia en los alrededores y todos sabemos de lo que se te acusa-respondió el soldado, haciendo su mejor esfuerzo en no dejarse amedrentar por la actitud sombría de aquel al que le habían ordenado vigilar. ¡Ni siquiera sabía en qué minuto se había escabullido de su lado! Y ebrio como estaba la última vez que lo había tenido a la vista no podía haber llegado muy lejos, ¿cómo había llegado ahí? Esa pregunta era tan curiosa como la de cómo había conseguido burlar a seis guardias armados y perfectamente al tanto de la situación. ¡Eso era demente! Desde luego, se arrepintió de sus palabras y de haber hablado tan alto, porque una mano agarrotada bruscamente lo tomó de la garganta sin que pudiera chistar y lo acorraló contra la puerta. ¿Cómo nunca había notado que Siggurd era tan intimidante?

-Cierra la puta boca-siseó Siggurd, era como un grito pero dicho en voz baja y eso sólo lo volvía más aterrador-. Baja la maldita voz. ¿Entendiste? Lo que yo haga no es tu asunto, tu único trabajo es que esa escoria que Freya tiene adentro –con una mano señaló la puerta hasta que la uña de su dedo índice la golpeó- no se escape; los dioses te salven si no lo logras, porque soy capaz de seguirte hasta el pozo de las Nornas y ahogarte ahí. Sus palabras tuvieron el efecto esperado y el otro mantuvo lo lengua tras los dientes y permaneció pálido como un muerto hasta que estuvo libre-. Ella está del otro lado del corredor-dijo, dando gracias de tener un motivo para que aquel maníaco se mantuviera lejos.

Siggurd le dirigió una mirada torva, palpó sus ropas buscando la llave, la cual felizmente seguía firme a la cadenita que llevaba atada y desapareció del otro lado del muro. Una mujer encapuchada le esperaba. Llevaba una capucha azul y sólo un mechón de cabello negro como ala de un cuervo se asomaba en la parte baja; no alcanzaba a ver su rostro, pero sabía perfectamente bien quién era. A la altura de las caderas, la larga capa que le llegaba hasta los tobillos, dejaba adivinar la silueta de una vaina y el pomo de una espada, no era como los pomos comunes, sino que llevaba una placa para cuidar los nudillos de alguna fractura en el combate.

-¿Cómo supiste que estaba aquí?-preguntó mientras la tomaba del codo y la alejaba deprisa de ese lugar. Tanto ella como él estaban implicados y estaban en la mirilla de Freya y, aunque la culpaba por la muerte de Thóra, no le convenía que los encontraran ahí-. Sabía que no eras de fiar-masculló a medida que caminaba.

-Gracias-Kaira lo interrumpió; su tono no era sarcástico ni burlón, sino que era como el de alguien a quien acababan de hacerle un gran cumplido y daba las gracias tímidamente. Como él no respondiera nada, prosiguió-; se dice “gracias”-él seguía sin comprender y ya estaba por tildarla por una completa lunática y a sí mismo por un completo estúpido por haberse asociado, si a eso podía llamársele asociar, con semejante ser, cuando ella continuó, aunque sólo fue para dejarlo más perplejo-. Cuando alguien te hace un favor, se dice “gracias”-.

Atinó sólo a mofarse de ella, con un mal intento de sonrisa. Esos artes de ser juguetona, burlona e irónica se le daban, desde luego, mejor a ella y tuvo que admitirlo, aunque no era como que él necesitara esos artes.

-Hablas como si te debiera algo-iba a añadir “Cuando es todo lo contrario”, pero ella se le adelantó, como siempre, muy ufana.

-Desde luego-dijo con una gran sonrisa; la capucha se había corrido un poco hacia atrás y pudo ver su expresión de fingida inocencia para su completa sorpresa.

-Estás loca-fue lo único que pudo articular antes de que sintiera el genuino deseo de estrangularla.

-Si no hubiera sido por mí, anoche-ella se explicó, aparentemente sin notar el rostro desencajado de su compañero-, nunca te hubieras liberado de ese inútil. Puede que tú no lo recuerdes-dijo con voz suave, como si no estuviera frente a ningún guerrero entrenado con deseos de arrancarle la cabeza del modo menos amable-, estabas demasiado ebrio, pero a la hora de la salida de Sol, o al menos en la que debería de salir, aún estaba detrás de ti, ya tenía la llave. Así que me acerqué y bebí con él, hasta que estuvo lo suficientemente fuera de sus sentidos y pude quitársela. No se dio cuenta; lo único que quería era estar conmigo, de inmediato. Le dije que ahí no y, cuando nos íbamos, la dejé junto a ti.

Siggurd sabía lo que seguía en el relato y estaba profundamente agradecido por lo que Kaira había hecho por él, incluso si sabía que no había sido ningún sacrificio para ella. Era libidinosa y era altamente posible que incluso hubiera encontrado cierto placer en eso, incluso era posible que el peligro latente del castigo si era descubierta robando la llave le hubiera resultado excitante, pero de todos modos valoraba lo que había hecho y, aunque ni siquiera quería admitirlo para sí mismo, la estaba mirando de otra perspectiva, desde una de la que se le hacía más difícil odiarla y más fácil considerarla una cómplice.

Ahora comprendía muchas cosas: ahora sabía por qué había despertado en medio del desenfreno sin fin del Valhalla, con una mano sobre las piernas y otra sujetando firmemente aquella llave que se suponía no debía salir de entre sus ropas.

-A cambio quiero sólo una cosa-dijo ella, con esa voz era imposible decirle que no, tan suave, casi un susurro que parecía tener manos que lo acariciaban gentilmente hasta que perdía los sentidos y accedía. Accedía. Era un imbécil y no podía evitarlo, ni siquiera era capaz de querer evitarlo. Arqueó una ceja en un vano intento de aparentar que le sería difícil convencerlo, una parte de él llegaba a creerse esa treta, porque ella era una maldita trepadora y hacía todo con un motivo ulterior-. Quiero que cuides bien esa puerta. Sé lo que pasó anoche, sé por qué él te seguía, y lo único que podemos hacer para mantener la cabeza sobre el cuello es vigilar esa puerta, cada cosa que hace, no dejar que nadie lo vea ni menos aún que escape. Si vuelve a ver a Esperanza será un peligro.

-Por tu culpa pasó eso-Siggurd estaba haciendo sus mejores esfuerzos para que la sangre volviera a hervirle, era más fácil eso que estar en paz con Kaira ahora que entendía que no podía confiar en ella, y culparla era el primer paso.

-¡Oh, por favor! Fue sólo un accidente, pensé que ella ya sabía que estaba comprometida. Todo este asunto es muy raro, por qué Freya no quería que supiera es algo que no logro comprender-y aunque él sabía que no había sido exactamente un accidente que se hubiera ido de la lengua, debía darle crédito porque él tampoco entendía por qué Freya no quería que Esperanza se casara con aquel enclenque. Porque ella nunca sabría que ese enclenque al que había amado alguna vez y al que creía conocer era, en realidad, Loki. Una idea surgió en su cabeza y sonrió maliciosamente.

-Dime: ¿Con quién le dijiste a Esperanza que se casaría?-preguntó en un tono que no permitía evasivas. Kaira comprendió inmediatamente hacia dónde iba el asunto y palideció dos tonos.

-¡Oh, por favor! ¡Decirle quién realmente es él sería firmar nuestra sentencia de muerte! Freya nos mataría y, de todos modos encontraría una forma de forzarla en esto. Este asunto es muy turbio, no soy estúpida si es lo que piensas-masculló en susurros y él por fin entendió sus motivaciones: solidaridad femenina ante una chica que sería forzada en matrimonio. Hubiera dicho que era patético si él mismo no hubiera sabido algo de eso. ¡Vaya qué mal que había terminado!
-¿Cómo se supone que vigile esa puerta si toda la guardia sabe lo que pasó?-por una vez en la vida, Siggurd hizo su orgullo a un lado y privilegió su instinto de supervivencia. Podía ser posible que lograra hacer frente, con éxito, a seis hombres adultos y entrenados, pero no sería capaz de huir de lo que Freya iba a hacerle al enterarse de que había atacado a su guardia y de que estaba tan cerca de Loki desafiando su posición. Kaira pensó que él no era tan estúpido como aparentaba y eso la complacía.

-Digamos que te he ayudado con eso-no alcanzó a ver la sonrisa irónica por debajo de la capucha, pero eso no le impidió saber que estaba ahí cuando ella hizo a un lado los pliegues de la capa y dejó ver su espada, alzó un poco la hoja y la sangre seca con su olor metálico y color oscuro fue la única explicación que necesitó para saber qué había pasado-. Ahora te queda sólo uno-dijo al señalar con la barbilla la boca del pasillo tan ligera como si no eso no significara nada, y ocultó la hoja dentro de la vaina y cubrió la espada con la capa antes de caminar para alejarse rápido de ahí-. Recuerda: no te muevas de aquí-susurró antes de que la distancia entre ambos le hubiera obligado a alzar la voz.

Siggurd la vio alejarse sin prisas, meneando suavemente las caderas en un vaivén que le recordaba el mecerse de la cubierta de un barco, un movimiento arrullador que parecía sumirlo en un mundo donde lo racional no tenía cabida, llamarlo hasta lo más salvaje y primitivo. Y eso le gustaba. Cuando Kaira quebró en un corredor y no estuvo más a la vista, tomó aire, tanto como pudo y dejó que cerró los párpados. El salvajismo lo invadía, era como si sus venas ahora estuvieran hechas de pólvora y por ellas corriera fuego. Era la calma previa a cada ataque. Había hecho eso antes. Había tomado vidas de personas que no sabían que dentro de minutos caminarían hacia Hellheim, habían estado tan tranquilos, tan inadvertidos, tan indefensos y él había caído sobre ellos sin dudar, porque no había nada que dudar, era una decisión que ya estaba hecha y en la que él no tenía nada que perder: era la vida de unos desconocidos versus todo lo que amaba y poniendo las cosas en ese orden sería necio si se sintiera confundido. Había hecho eso antes, su espada había sido traicionera. Él había sido tan maldito como aquel triste intento de hombre al que iba a matar, tan indigno de las Nueve Nobles Virtudes, también tenía un pasado. Puestos en la balanza quizá pesarían lo mismo.

Cuando estuvo tranquilo, cuando en su mente no hubo ningún color ni juicio sobre sí mismo ni lo que haría, cuando un agradable calor le invadía los brazos y piernas, su respiración cosquilleaba en su nariz y su vientre estaba tenso, desenvainó la espada con la que hace un rato había atacado a Arturo. Su pupila parecía dilatarse y captar mejor la escasa luz del pasillo, podía ver brillar las antorchas a su izquierda y a su derecha, cómo al centro había oscuridad y hacia los rincones el rojo lamía las paredes. El aire era asfixiante y pesado cuando se movió hacia la boca del corredor, despacio, sin prisas, sin hacer ruido. Quizá fue su sombra o tan sólo el instinto, pero su compañero de armas estaba vuelto hacia él cuando emergió por la esquina y vio la luz chocar en la espada que emitió un brillo plateado, entendió desde luego la intención, porque aferró con fuerza la lanza que sostenía en la diestra, al punto de que los nudillos perdieron color.
Para Siggurd fue toda una decepción: si lo hubiera sorprendido de espaldas, le hubiera sujetado de la boca con una mano y con la otra le hubiera cercenado el cuello con un rápido movimiento horizontal de espada. Lo había hecho en sus tiempos de mercenario y había funcionado en todas las ocasiones sin contar un par de excepciones que se habían tornado en peleas de poca monta y menor diversión. Por un par de monedas había vendido su espada; si en los Reinos Cristianos no lo ahorcaban ni quemaban en una pira, podía ser un buen indicio de que, aunque no se haría rico, iba a sobrevivir con algo de dignidad: un mercenario vikingo era algo a lo que a menudo los enemigos de quienes le pagaban no querían enfrentarse.

Rodeó a su oponente antes de decidirse a lanzar la primera estocada con más fuerza que sentido común, el otro Einherjer no tuvo que hacer más que sostener la lanza con ambas manos y usarla como escudo para aguantar el golpe, su mano derecha falló y la presión de la espada hizo ceder el mango de la lanza brevemente, lo suficiente como para que el filo más cercano a la punta rasgara su camisa y su piel, haciéndolo reaccionar e impulsar la vara, con espada y todo por delante. Siggurd retrocedió cuando sus muñecas no pudieron soportar más el pomo y la presión que su contrincante estaba ejerciendo sobre el filo al empujarlo con el mango de la lanza; un par de ágiles pasos hacia atrás lo pusieron a buen recaudo. Ambos se estudiaron de la lejanía, ambos queriendo dar el siguiente golpe y esperando, a la vez, que el otro lo hiciera.

Siggurd casi no tuvo tiempo de deslizarse hacia su derecha cuando vio la punta de la lanza dirigirse mortalmente hacia su tórax. Esgrimió el pomo de su espada con ambas manos y alzó la hoja en vertical para hacer fuerza contra el mango del arma de su oponente, quien se defendió lo justo y necesario –algo que desde luego le sorprendió, porque sabía que era mucho más fuerte que lo que estaba mostrando en ese momento- sólo para rodearlo y darle una certera patada en la espalda que lo hizo tambalear y, por poco, soltar la espada. Una pierna tomó la posición precisa para impedirle caminar, un brazo lo rodeó firmemente del pecho, con brazos y todo, inmovilizándolo y la punta de la lanza se acercó amenazadoramente a su garganta. No pensó hasta que el filo estuvo demasiado pronto a atravesarle el cuello; aún llevaba la espada en la mano. Un fuerte golpe de pomo bastó para ser libre de nuevo, incluso si su otra mano sangraba profusamente a razón de haber sujetado la hoja para que el impacto fuera mayor: si no lograba que fuera suficiente para que lo soltara, sabía bien que no tendría salvación. Rodeó a su enemigo sin darle tiempo de recuperarse y lo apuñaló por la espalda.

No supo lo que había hecho hasta que vio la hoja emerger del otro lado, manchada de sangre fresca con ese delicioso aroma metálico. Las gotas se agolparon en la punta y comenzaron a caer al suelo como si de tinta muy espesa se tratase. Su oponente cayó de rodillas. La herida era grave, mortal, pero había visto peores. Había visto sujetos así con una suerte lo suficientemente endiablada como para salvarse. Nunca habían vuelto a ser los mismos, pero seguían remando. Con un rápido movimiento le desencajó la espada, el otro profirió un gemido agudo desde la base de la garganta; y antes de poder pensar en cómo iba a salvar el pellejo de todo eso, posó la mano buena en la mollera de su rival, con la otra sujetó la espada y el filo de la hoja, con un limpio movimiento, hizo el resto. El cadáver se desplomó de boca. Cuando limpiaba la espada en su pantalón, sintió ruidos y voces desde el corredor y se puso a buen recaudo en su posición como Guardia, pensando en lo mucho que iba a disfrutar todo eso.


Freya había salido temprano esa mañana, cuando el cielo negro tras unas nubes igualmente negras no parecía tan oscuro. Todos los días era exactamente igual y todos los días tenía esa estúpida esperanza de que amanecería, de que vería líneas púrpuras y rojas en el horizonte y que la hija de Sól se alzaría en su carro, y todo eso quedaría atrás. Desde luego era algo estúpido, el Brisingamen no volvería a sus cabales, no si Loki estaba cerca, y aunque a veces creía tener una noción de por qué su poder sobre el collar era tan fuerte, no lo sabía de cierto. Eso era asfixiante.

-¿Preparo el carro para usted, Vanadís?-preguntó uno de los guerreros que cuidaba la puerta, mientras otros se alistaban a escoltarla. No le respondió. Se anudó la capa de plumas al cuello. Si él no había entendido sus intenciones, no importaba, porque no volvió a hablar. Las alas se desplegaron como midiendo el viento y sólo un salto bastó para estar en el aire. La brisa nocturna, con el aroma dulce del rocío y la tierra mojada le acarició el rostro y por unos momentos, mientras se convertía en un punto movedizo en las alturas, creyó que estaba en paz. Desde ahí podría ir a cualquier sitio, Midgard, Jotunheim, incluso Hellheim, o si quería librarse de una buena vez por todas de esa horda de inútiles, podría buscar un lugar tranquilo en la corteza del Yggdrassil y nadie nunca la encontraría.

Pronto entró en razón. No se había propuesto ir a Midgard ni Jotunheim ni a ninguna parte. Y si se lo proponía, no ganaría nada. Antes tenía que recuperar todo lo que Odín, Loki, y esa tanda de estúpidos mortales le había quitado. Aterrizó ante la puerta de la mansión de su hermano. Era el único que podía ayudarla, era el único que jamás la cuestionaría ni traicionaría, y no era un idiota, como esos mortales, para mandar al garete todos sus planes sin querer, si acaso lo hacían realmente sin querer. Plegó las alas y caminó hasta encontrarse del otro lado del dintel.

-¡Reverenciad a Freya, Señora de los Vanir!-gritó el chambelán y de inmediato, con un ruido de cacerolas y armaduras, sirvientes y soldados de puntiagudas orejas y grácil apariencia y movimientos, hicieron una reverencia. ¿Cuántas veces había oído esa frase? ¿Cuántas veces había recibido tales honores? ¿Y de qué había servido? Llegada la hora, esas gentes, al igual que los humanos, renegarían de las órdenes de sus dioses sin un batir de pestañas por cualquier cosa que les trajera más placer a sus miserables vidas. Eran todos unos cínicos.

A medida que pasaba por delante de ellos, los elfos levantaban la cabeza y se quedaban de pie con las manos entrelazadas sobre el regazo. Cuando finalmente cruzó el largo pasillo que ellos habían formado para saludarla, apareció un criado e hizo una aparatosa reverencia.

-Vanadís, su presencia nos honra esta mañana. Es de mi enojoso deber, de todos modos, avisarle que su Señor Hermano se encuentra dormido a estas horas-dijo con una voz suave y melodiosa, lo suficiente como para que la propia Freya pensara que era imposible estar enojada con quien tuviera una voz así. Era un Elfo de Luz, de pómulos altos, mentón alargado y bonitas facciones. Llevaba la larga cabellera negra sujeta en un intrincado patrón de trenzas, sus ropas eran elegantes, pero sencillas. La miraba con un cierto temor en los ojos, como si sinceramente no quisiera importunarla. Aun así, a ella no le importaban las intenciones, buenas o malas, de un simple criado, por lo que pasó de él como si fuera un simple mueble más del recibidor, junto a las altas columnatas y paredes de madera de la morada de Freyr. Se recogió las faldas y corrió escaleras arriba antes de que alguien pudiera detenerla, en caso de que alguno de ellos fuera a detenerla. No eran tontos, podía ser que, en la mejor de sus suertes, un río, una fuente o incluso un bosque en Midgard llevara sus nombres, donde fueran dioses y pudieran hacer su voluntad, pero frente a los verdaderos dioses no podían hacer nada y lo sabían, eran simples espíritus que ella podía enviar donde se le diera la gana, como también podía Freyr.

Nunca se había sentido tan feliz y ansiosa en su vida como cuando dio con la puerta correcta y golpeó.

-Mi Señora, vuestro hermano está…-uno de los dos soldados que guardaban la puerta intentó darle las excusas correspondientes, a lo que ella hizo oídos sordos.

-¡Freyr, tienes que abrirme ahora! ¡Freyr, no te hagas el dormido, sé que oyes! ¡Soy Freya!-gritó mientras golpeaba la puerta tan fuerte como sus puños le permitían. La puerta se abrió de golpe, tan repentinamente que casi se fue de bruces. Del otro lado del marco emergió su desnudo hermano-. ¡Oh, eres despreciable!-la interjección fue involuntaria, al tiempo que ponía los ojos en blanco e intentaba no mirar-. ¡Vístete rápido! Tengo que hablar contigo-dijo cuando sintió que no estaba tan enojada como para, entre hablar y golpearlo en la cara, prefiriera golpearlo en la cara.

-Ven, pasa-de espaldas como estaba, no lo vio venir y sólo sintió el jalón desde su muñeca y cómo él la llevaba hasta dentro de sus aposentos. Cuando quiso salir, él ya había cerrado la puerta y ella estaba intentando distraerse con los adornos de la pared.

-Vístete, ¿quieres?-masculló. A juzgar por el crujido del armario, su hermano al menos no era tan necio como para desobedecerla-. ¿Cuánto le costó a madre quitarte esta costumbre?

-El doble de lo que me costó a mí retomarla-respondió él sin darse por aludido, o quizá con la fija intención de hacerla enojar como cuando eran más jóvenes y la molestaba con cosas que no tenían el más mínimo sentido.
-¿El doble?-se burló ella con una voz irritantemente aguda-. Tienes un serio problema con las proporciones.

Él se encogió de hombros antes de extender los brazos, muy ufano, como si estuviera en una exposición de arte y su cuerpo fuera el mejor lienzo de un talentoso pintor.

-Si tienes algo bueno, debes lucirlo-ella giró sobre su hombro sólo para dar con la desagradable sorpresa de que aún había piel visible que no le interesaba ver. Algo de moral aún le quedaba. Bufó mientras lo oía continuar-: como tu hermosa cabellera, hermanita.

-Hay una gran diferencia entre mi cabellera y tu…tu… ¡Vístete, por favor!-dijo en un tono que casi rozaba la súplica, dándose por vencida. ¡Maldito era su hermano! ¿Cómo se atrevía a atacar así su orgullo?

-¿Viniste a darme personalmente las indicaciones matutinas de madre? ¡Qué amable de tu parte!-se burló él, ya con pocas ganas de seguir esa conversación que no llevaba a ninguna parte.

-Eres un irresponsable, eso es lo que pasa-dijo ella. Un par de segundos después logró serenarse y preguntó, tímidamente-: ¿No has notado lo que traía puesto?

Ahora fue el turno de Freyr de bufar fastidiado antes de contestar, de muy mal humor:
-¡Por Odín! ¿Vienes a despertarme sólo para que vea lo que traes puesto? ¡Estás obsesionada!

-¡No jures por Odín en mi presencia!-la voz fue clara y Freyr se sorprendió de ver así a su hermana, incluso cuando estaba enojada, conservaba la compostura y no se permitía a sí misma dejar de ser una Dama. Entendió de inmediato que se refería a lo que había ocurrido hace tanto tiempo con el Brisingamen, a lo que seguía sucediendo, por más señas.

-Entiendo, lo siento-asintió seriamente y entonces se fijó en el collar que reposaba en el pecho de su hermana-. ¡No puede ser! ¿Cómo lo recuperaste?-su reacción fue involuntaria, así como las lágrimas de Freya, quien no se contuvo y fue a abrazarlo, lo cual, desde luego, no hizo sino confundirlo aún más.

-Ese es el punto, el cómo lo conseguí. Estoy arruinada-dijo ella entre lágrimas, mientras la pesada mano de su hermano acariciaba en círculos su cabeza. Freyr no podía entender cómo era posible que su hermana estuviera arruinada: ella era brillante, y si había esperado tanto tiempo la tortura de recuperar su preciado collar, era porque tenía un excelente plan para hacerlo. Eso le sorprendía tanto como verla llorar, incluso si sabía que no siempre sus lágrimas eran sinceras. Esta vez no cabía duda de que su llanto fuera genuino. Porque no iba a estar manipulándolo, ¿o sí? ¡Oh, por Odín! Su hermana estaba tan vulnerable y él sólo era capaz de responderle con desconfianza, quiso darse una patada a sí mismo-. ¿Qué voy a decirle a Odín?-gimió. Freyr sólo pudo maldecir por lo bajo. Sabía que con sólo dos personas su hermana se sentía como una niña: Odín y él. Mientras que a él recurría en los pocos momentos en que el peligro era superior a su orgullo y necesitaba sentirse protegida, Odín la hacía sentir vulnerable y le daba a entender que jamás podría hacerle frente.

-Mírame-dijo al tiempo que la apartaba para poder verla a la cara. ¡Estaba destrozada! ¿Por qué su hermana lloraría al recuperar el Brisingamen si era lo que más deseaba?-. Ahora dime qué hiciste.

-No vas hace mucho a Asgard. ¡Te has perdido de tanto!-exclamó ella. Freyr se desesperaba más a cada segundo que pasaba y ella no le explicaba qué había ocurrido-. Ha vuelto Arturo, ¿lo recuerdas?

Él la miró perplejo antes de soltar una alegre carcajada:
-¿Cómo olvidarlo? ¡Imbécil mortal! Era un enclenque, pero tenía espíritu. Nos tuvo toda la travesía conteniendo el aliento con cada estupidez que se le ocurría hacer. ¿Recuerdas esa vez en el Cabo de Hornos? Madre y padre conjurando las olas del mar para que les fueran propicias, y así todo el viaje. Y todo porque sabíamos que nos traería el Brisingamen de regreso, junto con Esperanza-añadió el nombre de la muchacha deseando que no se oyera su voz, sabía que Freya le guardaba rencor y algo de envidia. Por eso, tal vez, había preferido entrenar al chico, por eso y porque él de seguro sería un desastre en la batalla y entrenarlo para pelear sería una pérdida de tiempo, no así Esperanza, ella sabía defenderse o eso aparentaba.

-Arturo es sólo un disfraz… de Loki-dijo ella mientras bajaba la mirada sintiéndose patética. Su hermano la soltó como si sus brazos estuvieran al rojo vivo y si los sostenía fuera a quemarse.

-¡¿De Loki?!-exclamó con el rostro desencajado-. ¡Y nunca te diste cuenta!

-¡No me culpes a mí!-chilló ella al borde de la histeria-. ¡Tú tampoco te diste cuenta! ¡Tampoco madre ni padre!

-¿Cómo no nos dimos cuenta?-Freyr tenía las manos en la cabeza y caminaba en círculos por la habitación, a largas zancadas, pensando en cuán estúpido era.

-Vino a casarse con Esperanza-al notar la expresión asqueada de su hermano, quien tenía una brújula moral mucho más recta que la suya, prosiguió antes de que pudiera interrumpirla y decirle cuán demente estaba, porque realmente, ahora que lo veía, estaba demente-. Dijo que a cambio yo podría conservar el Brisingamen, era su paga. Le puse una única condición: que no saliera de sus aposentos antes de que ella supiera de la boda y que nunca le mostrara su verdadero rostro.
-Eso es… salvaje-dijo él, completamente incapaz de expresar la profunda decepción que sentía. Ella estuvo tentada de decirle que sólo ella tenía derecho a decepcionarse, por todo lo que había hecho para recuperar la vida de ambos y al final sólo oír esas palabras tras tanto sacrificio.

-Esperanza nunca supo de mi boca que iba a casarse, sino tú sabes lo que pasaría, se iría la muy maldita, con el collar y todo. Pero lo escuchó de una criada, Thóra dejó pasar a esa criada, la muy ingenua, y Esperanza se escapó antes de decir agua va a verlo… entonces yo le quité el Brisingamen y…y mandé a Thóra a Hellheim-su voz se quebró de nueva cuenta, Freyr descubrió esas lágrimas como las que su hermana usaba para manipular.

-¡¿A Thóra?!-si la historia podía tornarse aún más loca, ya lo estaba haciendo-. El mismo truco nunca funciona dos veces, hermanita; lo sabes mejor que nadie-dijo sin querer hacerla sentir peor aún y cayendo muy en la cuenta de que se estaba dejando manipular.

-¡Lo sé! Estoy arruinada-exclamó-. Pensará que manipulé todo a mi antojo. Ya suficiente hice para convencerlo de que Esperanza había arruinado el Brisingamen y de que no debía salir de sus aposentos. Creerá que manipulé todo para recuperarlo.

-Déjalo creer-fue la sorprendente y aterradora respuesta-. Tú ya tienes el collar, no hay nada que pueda hacer para atacarte-lo que pretendían ser unas palabras para darle confianza y ánimos acabaron siendo todo lo contrario.

-¡Ya ves cómo está! ¡No sirve de nada!-replicó neurótica.

-Tranquila-Freyr se acercó cautelosamente, como si estuviera tanteando el terreno y quisiera asegurarse de que no lo iba a golpear; cuando estuvo a buen recaudo apoyó ambas manos sobre sus hombros-. De eso yo me encargo. Loki es como un perro: jamás olvida un viejo truco, sabemos a dónde irá y sabemos qué hacer.

Una sonrisa apareció en los labios de Freya y se volvió cada vez más suave, como si realmente creyera que todo iba a estar bien. Pero la paz pronto se vio interrumpida con unos rápidos golpes en la puerta, una cabeza de varón se adelantó desde el otro lado del dintel.

-Mi Señor, una mujer desea ver a Vanadís-dijo con la cabeza agacha y los ojos cerrados en señal de profundo respeto. Freya iba a recogerse las faldas para salir al pasillo a hablar con la recién llegada cuando su hermano la retuvo del brazo y habló.

-Hazla pasar-dijo con una seña afable. Del otro lado de la puerta se acercó una mujer vestida con una capa azul, llevaba la cabeza descubierta y tenía el cabello negro y liso, y unos astutos ojos verdes. La silueta de una espada se perfilaba bajo la tela y a cada movimiento se dejaba oír el tintineo de una cota de malla, junto con el pausado sonar de la suela de sus botas.

-Kaira-se presentó con voz bien modulada y sensual, algo raspada.

-¡Maldita perra!-Freyr estaba sorprendido por la reacción de su hermana, tan violenta e inesperada.

-¿Quién es ella?-fue lo mínimo que pudo preguntar. Sin embargo, no fue la elegante voz de Freya lo que le contestó, sino la risa suave y breve de la mujer. Era valiente, tuvo que admitir para sus adentros: sabía que una diosa la aborrecía y de todos modos iba ante ella sin dejarse intimidar. Los mortales lo interesaban más y más a cada día que pasaba.

-Vanadís, lamento las molestias que le he causado-aunque su gesto era complaciente y servicial, en su voz estaba presente la doble lectura de la ironía-. Estoy aquí para compensar cada una de ellas. Anoche has prohibido a uno ser miembro de la Guardia a tu invitado de honor y, sin embargo, es aquel el mismo que acaba de matar a uno de sus hermanos por romper tu mandato-dijo mientras hacía una reverencia. Freyr hubiera dado todo lo que tenía por saber qué estaba pensando, por saber lo que pasaba por la cabeza de ambas en ese momento. Freya salió atropelladamente de la habitación, recogiéndose torpemente las faldas e intentando anudarse nuevamente la capa al cuello; desapareció antes de que su hermano o cualquier otra persona pudiese distinguir el momento exacto en que se esfumó entre la niebla.

Fue a Fólkvangr y ordenó una escolta con toda la rapidez que pudo para luego recorrer precipitadamente pasadizos y escalones seguida de al menos diez hombres con sus antorchas y sus espadas. El primer cadáver lo encontraron en las escaleras. Parecía estar sentado en los peldaños, con las piernas estiradas y giradas hacia la pared. Las candelas del pasamano estaban apagadas y no se le veía el rostro, cuando acercaron una antorcha todo estuvo más claro: tenía un trozo de madera resquebrajado atravesado que le sobresalía de la garganta, de su boca brotaba sangre como si de tinta se tratase, los ojos estaban abiertos en una expresión de agonía y terror. ¿Qué había sido lo que había visto antes de morir? De seguro no habían sido las Valkirias, como la última vez. El segundo cuerpo no estaba lejos, aunque les pareció menos impresionante que el anterior, estaba boca abajo y algo parecía haber entrado por su nuca para salir por su frente. El tercero apenas lo vieron: su propia lanza lo mantenía pegado al muro, sujeto desde el pecho. Tenía todo el cuello y la parte superior de la camisa empapada en bilis y sangre que aún salía por cúmulos compactos y pegajosos. Su agonía había sido lenta; su rostro estaba demacrado, como si hubiera envejecido mil años en apenas una hora, estaba pálido y en su mirada sin brillo se leía un auténtico deseo de morir y de que todo finalmente acabase.

Al cuarto no lo hubieran visto si la cabeza cercenada no hubiera estado en el suelo; el golpe había sido rápido y certero, por lo menos. Y al quinto tardaron un tanto en encontrarle cuál había sido la causa de su muerte: una serie de puñaladas en todo su abdomen, del cual las tripas colgaban como serpientes. Era el único que tenía los ojos cerrados. Y, al quebrar el corredor, estaba el sexto cuerpo, tendido de vientre y guardando la puerta encontraron a un único hombre: Siggurd, cuya única iris se enredó cadenciosamente en cada uno de ellos. No supieron lo que pensó, quizá era miedo de saberse sorprendido en tan enojosa situación: como un criminal tras matar a seis de sus hermanos por haber perseguido algo que le estaba prohibido. O quizá hubiera sido ira y frustración, un sórdido deseo de venganza lo que anidaba en su pecho mientras blandía la espada retando a duelo a quienquiera que pudiera enfrentarlo.

-Kaira tenía razón-la voz de Freya estaba gastada por la decepción, la furia y la frustración. Eso quizá fue para él suficiente paga, pues bajó el arma; eso y saber que no tenía escapatoria. No podía matar a diez hombres, uno tras otro, y aún si podía, Freya estaba con ellos y eso nada lo iba a cambiar, ella por sí sola era más poderosa que toda esa prole-. Llévenselo-dijo, su voz se afirmó y dos hombres se aproximaron para tomarlo uno de cada brazo. La espada y toda su historia se fue de bruces al suelo. Un tercero le propinó una fuerte patada en la boca del estómago que le dolió como demonio, aun así no se quejó.

Las horas se alejaron, lentamente, una tras otra. La Dama de los Vanir asignó una nueva Guardia y se retiró a descansar a sus aposentos, sin querer pensar en lo que estaba sucediendo. No quiso ir a hablar aún con Siggurd. Él ya no era leal, él ya no era una pieza en el tablero; era, más bien, un peligro para ella y sus planes, para todo lo que estaba en su mente. Aún había muchas cosas que necesitaba decirle y muchas que necesitaba oír de su boca, aunque tenía completamente claro que no iba a conseguir sacarle palabra. En otros tiempos, sin necesidad de un solo golpe él hubiera confesado todo, él nunca se hubiera apartado de su lado ni de sus órdenes, para comenzar. Pero ahora sabía que sus hombres lo estaban torturando, que uno a uno estaban dándose el placer de hacerlo pedazos, porque los seis que había matado eran seis de los suyos, sus amigos, sus hermanos: habían bebido con ellos, habían sangrado con ellos, incluso en Midgard habían muerto con ellos. Pero de todas maneras, ninguno de ellos lo quebrantaría lo suficiente como para hacerlo hablar, incluso si él sabía que hablando o no estaría igual de muerto. Debía admitir, muy para sí, que Siggurd siempre se le había antojado como una bestia salvaje e imposible de predecir.

Unos golpes se hicieron oír en la puerta y una voz habló del otro lado:
-Vanadís, ha llegado un cuervo para vos-antes de que él pudiera acabar la oración, Freya había abierto la puerta y le había arrebatado de la mano un pequeño pergamino enrollado sobre sí mismo y asegurado con una cinta. A medida que volvía a encerrarse en la seguridad de sus aposentos, desenrollaba con la mano libre el pergamino. Antes de poder acercarse a una vela, ya lo había leído en la penumbra.

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Necesitó leer dos veces lo que rezaba el mensaje para convencerse de que efectivamente estaba en la ruina. Su hermano era un estúpido si con esa fe de niño creía que iban a salvarse, más aún si él no hacía nada para lograrlo. Enrolló el mensaje y lo ocultó en su escote al tiempo que se arremangaba las faldas y salía corriendo hacia la pajarera: necesitaba cerciorarse de que no era una mala broma, pero por sobre todas las cosas, necesitaba saber qué tanto sabía Odín. Atropelladamente, casi pisándose el borde del vestido, subió las escaleras que le parecieron interminables, en ese sinfín de peldaños que se enrollaba sobre sí mismo, derivando esporádicamente en puertas o simplemente en arcos hasta que la vista chocó con un cuarto a oscuras. Los cuervos graznaban ansiosos. Nunca había querido admitirlo, pero desde siempre la habían aterrorizado. Tendría que ser ingenua para creer que Odín sabía sólo un poco, tendría que ser estúpida para pensar que el poco que sabía era sólo lo que ella estaba dispuesta a compartirle. Desde su maldito trono podría ver hasta la más ínfima hormiga rozar el pie de una de las Nornas allá donde tejían la historia, y si acaso no estuviera atento, siempre ese par de cuervos, ¿cómo se llamaban?, iban y observaban por él hasta regresar a sus hombros y susurrar en su oído. Un graznido en particular llamó su atención. ¡Munin! Ese era uno de los nombres y ese era el rostro de su ruina. El cuervo saltó en el borde de la ventana y volvió a graznar, mientras la miraba ladeando la cabeza.

-Disculpa que te haya hecho venir hasta aquí-una voz emergió desde las sombras, una voz que conocía muy bien. Cerró los ojos antes de volverse hacia él, completamente rehecha. Cuando abrió los ojos, el ave ya había volado hasta el hombro de su dueño. Odín estaba totalmente irreconocible: el sombrero de ala ancha le ensombrecía la mitad superior del rostro, que ahora parecía carente de expresión, la gruesa túnica bien podría haber pertenecido a un mendigo y no llevaba zapatos, estando los nudosos pies descubiertos ante el frío-. Pero sabía que no habría otra forma de que me recibieras.

-¿Qué quieres?-siseó ella, sin quitarle la vista de encima al dios disfrazado de pordiosero.

-Munin ha volado hace unas horas y no me ha mentido-dijo Odín sin quitarle los ojos de encima a su pecho, ella siguió la mirada y descubrió el Brisingamen colgando aún. En su prisa por salir, se había olvidado de quitárselo; tampoco había pensado que debiera hacerlo: se sentía mucho más segura con la joya en su poder, consciente de que podría usarla para defenderse. Ahora, demasiado tarde, entendía su error. Él acortó la distancia entre los dos y ella se obligó a no retroceder-. No me importa que lo tengas en tu poder, Freya-su voz sonaba gastada por los años, tranquila y sosegada como la de un padre que ha hecho acopio de toda su paciencia por horas antes de tener una seria charla con su hijo más rebelde, una charla que sabe será baldía-. Lo único que me importa, y lo sabes, es para qué lo usas.

-Y aprovechas cada paso en falso para poder apoderarte de él-dijo ella, su tono de burla era evidente y la expresión de su rostro lo hacía más potente.

-No, Freya, no lo hago. Incluso si siento que me has traicionado y al acuerdo que…-la oración no vio su término para cuando la voz de ella volvió a alzarse.

-¿Traicionarte? ¡Tú me has traicionado a mí! ¿Sabes una cosa? Siempre he creído que…-y entonces fue su turno de no concluir de exponer sus términos, acaso esa era una discusión en la que podían haber términos para acabar con el conflicto.

-¡Tú sabes por qué te dejé casar a Esperanza con Loki! Y sin embargo, aún no has aprendido la lección: sabes que ese maldito collar es capaz de generar discordia y es lo que has hecho, por tu culpa han muerto seis y uno de los tuyos está siendo torturado, ¿me equivoco? No, no me equivoco. ¿Cuál es la diferencia entre tú y Loki?-espetó él, esta vez ella sí retrocedió, antes de seguir rebatiendo presa por la ira.

-¡Siempre he creído que tú le pediste a Loki que me robara el Brisingamen la primera vez!-gritó completamente frustrada.

-No… no lo hice-él parecía haber vuelto a sus cabales-. De hecho, yo le pedí a Heimdal que no volviera hasta traértelo de vuelta. ¿Pero sabes?-la pregunta vibró en el aire y por unos instantes, de los que luego se arrepentiría sobremanera, Freya no vio el peligro ni reaccionó. La mano huesuda y vieja se aferró como una garra y tiró del colgante antes de apartarla bruscamente-. Ahora me doy cuenta de que debí de haberlo hecho-ella buscó en vano con qué defenderse y que, de paso, pudiera ayudarle a recuperar tan valiosa joya, pero estaba completamente fuera de sí. Un frío antinatural fluía con su sangre y le entumecía los brazos y las piernas, le impedía moverse e incluso pensar, e incluso darse cuenta de que con sólo unas palabras podía estar libre de todo eso y ser la que llevara las riendas de la situación, alargar la mano y tomar lo que le pertenecía. Su voluntad parecía ya no pertenecerle, parecía estar ahí sólo para oír y apenas ver, como un vil testigo todo lo que estaba ocurriendo, sin poder pensar si estaba bien o mal, lentamente sin poder tan sólo sentir rabia-. No estaba entre mis planes tomar el Brisingamen ahora, Freya; ni siquiera cuando me enteré de que lo usaste para conjurar la muerte de una de tus criadas, ni siquiera cuando supe cuántos muertos habían tras lo que hiciste, ni siquiera cuando supe que habías ordenado torturar a uno de tus hombres, al mismo que me suplicaste te dejara conservar cuando yo pensaba tenerlo entre mis filas, súplica que hiciste basándote en engaños. Lo he decidido ahora; eres tú, nunca aprenderás que eres una Asynjur, no una simple mortal y que no puedes decidir por ti, sino que por los que dependen de ti.

Y dicho eso, recién se decidió a dar la vuelta y bajar las escaleras, dejando a una desolada Freya en la habitación, porque bien sabía que con él no tenía ventaja alguna ni en los hechizos, ni en fuerza. Nunca sería mejor que Odín y estando solos, cara a cara, no tenía cómo derrotarlo, menos aún si él tenía el collar.


Muchas horas después, bordeando la medianoche, dos formas se deslizaron por entre la nieve. Habían conseguido salir de Fólkvangr con una buena estrella que todavía no eran capaces de explicar y que tardarían mucho en comprender. Una de las siluetas iba cubierta de pies a cabeza con una capa negra y la otra llevaba una chaqueta de cuero con capucha que le protegía del frío, no tanto como hubiera deseado, pero eso bastaba.

-Ya no aguanto más-la forma envuelta en cuero se desplomó en la nieve. Desde ahí podía ver sus pisadas hacia atrás y la cumbre de la montaña, una amalgama de negro, azul, marrón y blanco, donde sólo había rocas y hielo; cumbre a la que tardarían días en llegar y eso con mucha suerte, días de los que no disponían. No le gustaba amargarse y normalmente miraba el vaso medio lleno en lugar del medio vacío, pero debía ser realista si disfrutaba de tener la cabeza pegada al cuello. Por debajo del borde de la capucha negra distinguió un ojo gris mirarlo con sorna, como si de débil escoria se tratase-. No me mirés así, nada que digás puede moverme de aquí-añadió mientras se arrebujaba más entre los pliegues de su casaca, buscando infructuosamente algo de calor-. ¿Y si hacemos una fogata?-preguntó tímidamente.

En otro tiempo, Siggurd le hubiera dicho que sólo a un estúpido se le ocurriría encender una fogata ahí; sería como encender una almena y suplicar que los encontrasen, algo en lo que, desde luego, no tardarían. Pero en ese momento, hambriento y herido, hubiera dado su ojo bueno con tal de sentir nuevamente el calor de algo que no fuera esa capa medio mojada por el hielo.

-Encuentra leña aquí y te ganarás mi respeto-bufó mientras se dejaba caer sin ninguna gracia junto a Hopkins, quien le miró con expresión resentida mientras bajaba lentamente la bota de lo que quiera que estuviera bebiendo.

-Pensaba que por salvarte el culo ya me había ganado tu respeto-replicó el ofendido trasandino cuando se decidió a entregarle el recipiente y compartir su contenido. Había pensado seriamente en beberse todo lo que había, pero la posibilidad de terminar muerto y enterrado bajo infinitas capas de nieve no se le antojaba tentadora ni una experiencia que quisiera atravesar.

-No estoy de humor-gruñó su compañero de viaje entre trago y trago.

-Vos nunca estás de humor, sos un amargado-dijo Hopkins sin vergüenza ni temor alguno.

-Freya mató a mi hermana-Siggurd estaba tan ensimismado que su compañero no supo si ese era un recuerdo venido de un recóndito rincón del pasado o si ese era el motivo de su malestar mayor que en ningún otro momento.

-Vaya… lo siento mucho-siendo muy sincero consigo mismo, no lo sentía ni lo más mínimo, desde hacía muchos años sólo se preocupaba por sí mismo y por sobrevivir, y como no quería traicionar ese noble propósito, prefería fingir que le importaba; la verdad sea dicha, no sabía cómo reaccionar en ese momento ni por qué aquel guerrero tan hermético estaba abriéndose de esa forma.

-No digas que lo sientes-el Einherjer dijo entre dientes, su mirada era fría y cruel, una advertencia-. No sabes lo que es ver morir a alguien que amas-sentenció. Por primera vez en mucho tiempo, a Hopkins le hirvió la sangre, detestaba que lo subestimaran; era un arma comúnmente y un arma muy útil, pero era la clase de arma que jamás usaría.

-Te sugiero que no digás de mí cosas que no sabés, porque no sabés nada. Y, sin embargo, yo sí sé mucho de vos-cada palabra dejó de sus labios mientras miraba al frente, intentando permanecer lo más tranquilo posible; fue por eso que no vio el puñetazo venir hasta que fue demasiado tarde. El gusto salobre de su propia sangre se deslizó por entre sus dientes mientras oía la voz de Siggurd decir, como si viniera de otro mundo:

-No has tenido que ver lo que vi ayer, así que cállate-.

-Algo sé de eso-dijo; esta vez sí se volvió a mirarlo, que supiera que no le tenía miedo: eran camaradas, no era su humilde esclavo ni su saco de luchas, y si iban a tramar algo juntos, porque otra opción no les iba quedando, iban a tratarse como pares-.Kaira me…

-¡Ni me menciones a esa zorra!-el rugido del guerrero lo interrumpió antes de que pudiera terminar.

-Será una zorra y una oportunista, pero si ella no me hubiera dicho que estabas en un mal paso, seguirías allá; y por cómo te estaba yendo, estarías muerto-.

-Y ella no te dijo que fue por su culpa que terminé ahí, ¿o sí?-algo muy profundo en el pecho de Hopkins se heló al oír esa voz. En lo más recóndito de su imaginación, era la voz que pondría a un lobo solitario acorralando a su víctima en medio de un bosque nevado en una noche sin luna, donde no había escapatoria, cuando no valía la pena intentar huir. Sus ojos estaban cargados de una maldad antigua y dura, feral; su voz era poderosa y todo el universo parecía responder a su llamado.

-¿O sea que es su culpa que tú hayas matado a seis camaradas tuyos? ¡Maldita oportunista!-se burló abiertamente.

-No, eso no es su culpa, su culpa es por qué lo hice-de pronto Siggurd ya no parecía tan molesto con Hopkins, sino que se asemejaba otro poco a una bestia sigilosa esperando poder dar el zarpazo sobre aquella Valkiria. A Hopkins la situación le parecía bastante curiosa e interesante, y sentía que en cualquier momento descubriría toda la verdad; también le parecía una gran pena que tan atractiva señorita estuviera en tal desgracia.

-¿Ella acaso te pidió cuidar la puerta de Arturo?-preguntó en son de burla. Sabía muy bien que de Arturo dependían más cosas que las que el mismo Arturo sabía, incluso su propio destino era algo que dependía de ese muchacho tímido y algo perturbado, pero tenerlo entre cuatro paredes esperando que se terminara de volver loco y se convirtiera en un peligro de forma definitiva, no le parecía la mejor opción.

-Arturo….-Siggurd escupió el nombre como si de ponzoña se tratase-, si vamos a ester juntos en esto, llamémoslo por su propio nombre: Loki.

-¡¿Loki?!-Hopkins no fue capaz de controlarse-. Todos ustedes están locos-y no entendía por qué ahora estaba tan molesto.

-Lo proteges… eres su cómplice-el trasandino quiso asentir con la cabeza y confirmarlo, pero optó por permanecer impasible y fingir que nada estaba pasando.

-Ese chico no es Loki, no iré a saberlo yo-exclamó. Eso nunca había estado dentro de lo que sabía de aquel muchacho y si lo ponía en el puzle, se le antojaba irrisorio e irracional, una mala salida de una película Clase B.

-¿Entonces eres tú?-aquel sonsonete era de los que inspiraba que sólo se podía responder que sí, incluso si la verdad decía todo lo contrario-. Debo admitir que este disfraz es incluso mejor.

-Te podés olvidar de eso-la respuesta de Hopkins ahora fue tajante, ahora él tenía el control por completo de la situación-. Freya es una manipuladora y tantos años con ella te han vuelto un imbécil.

Por una vez en la vida, la respuesta inmediata de Siggurd ante el insulto no fue un golpe, sino que lo sopesó. Sólo había un motivo por el cuál hablaba con ese hombre y ese era que le parecía razonable. No era la clase de persona a la que llamaría amigo, hace más de mil años había olvidado lo que era llamar amigo a alguien. En un comienzo le había parecido alguien sospechoso y eso seguía del mismo modo, quizá ese era un segundo motivo por el cuál no le quería perder de vista: era la clase de persona que era mejor mantener observada, porque no confiaba en él ni un poco, pero le había salvado la vida, si eso era una vida, y por eso era mejor permanecer bajo control.

-Y una asesina-fue todo cuanto dijo.

-Sí, una maldita asesina, mirá tan sólo que te hizo a vos. Apostaría una mano a que vos fuiste un día el que veía cómo otros eran los que estaban en esa vara, el que los ataba, el que los golpeaba, el que sostenía el látigo, el que les hacía los cortes y se reía al oírlos gritar. Y apostaría la otra a que un día los que te hicieron eso, van a estar tarde o temprano en el poste, ¿no? Pero ellos no van a tener un amigo tan habiloso como yo para que los saque de allí-dijo esto último en un vano intento de relajar el ambiente y quizá, sólo quizá hacerle reír y tener una excusa para, él mismo, reír. De inmediato supo que había sido inútil, mientras el silencio crecía entre los dos hasta instalarse como un muro invisible que no podían palpar, pero sí sentir.

-Al menos, si me hubiera matado, me hubiera hecho el favor de mandarme con Thóra-esas fueron las perturbadoras palabras que Siggurd escogió para romper el silencio y Hopkins, tras mucho dudar, decidió dejarlo hablar en paz.

-Siento mucho la muerte de Thóra-tenía la sensación de que algo muy gordo se estaba cociendo ahí, pero no era capaz de descifrar de qué se trataba.

-Thóra no siempre se llamó Thóra, ¿sabías?-preguntó Siggurd con una sonrisa triste, era la primera vez que Gonzalo le veía sonreír de una forma que no se asemejara a una mueca bestial y salvaje-. Se llamaba Helga… y era mi hermana-no prestó atención a la expresión quebrada de su par, porque ahora finalmente comprendía qué había querido decir desde un comienzo y no podía evitar sentirse un estúpido por no haber entendido a tiempo a qué se refería. De pronto, ahora sí lo sentía y de corazón.

-¿Y qué pasó?-preguntó con la curiosidad de un niño al oír una historia antes de dormir.

-Murió-dijo Siggurd, y Gonzalo ya no era capaz de dilucidar por qué todo eso era tan importante-. Y yo morí con ella-añadió el hombre del ojo gris, ya no tenía que explicar que se refería a su vida previa, a su verdadera vida, cuando era un simple mortal más en Midgard-. En un comienzo, no entendí qué había pasado. Ella estaba luchando y luego estaba en el suelo. Creí que se había desmayado, había sangre cerca de ella y pensé que la habían golpeado demasiado fuerte. Así que fui hasta donde estaba para sacarla del campo. Pero no alcancé a llegar. Ese maldito llegó primero y le traspasó el cuello con una lanza. Intenté matarlo. Pero él pudo conmigo-a medida que hablaba, el silencio se hacía más y más fuerte, como si su oyente no quisiera perder detalle alguno de lo que le estaba diciendo-. Cuando desperté estaba en el Valhalla, pero ella no estaba. Valkirias, soldados, escuderas, todos bebían y festejaban, eran felices, eran libres, pero Helga no estaba ahí. Cuando llegó la noche, los dioses aparecieron en el Salón, Freya iba con ellos y sin dudarlo, fui con ella. Le pregunté dónde estaba mi hermana. Me dijo que ella había pecado y que debía ir a Hellheim, que ese era su lugar. Yo sólo podía pensar en que un día llegaría el Ragnarök y que ella lucharía por un bando y yo pelearía del otro, y que si eso iba a ser así, yo no iba a quedarme del lado de los dioses, incluso si cuando todo terminase no importara por quién ella había peleado y por quién yo lo había hecho e íbamos a desaparecer. Ella dijo que había una salida. Dijo que tenía un collar mágico y que podía usarlo para traer a Helga a Vanaheim, que a cambio yo tendría que ir con ella y renunciar a seguir a Odín.

-¿Y lo hizo?-la pregunta sonó tan tonta que Siggurd debió preguntarse dos veces qué había querido decir Hopkins con eso.

-Cumplió con esa parte del trato, pero puso una nueva condición: Helga nunca sería reconocida como lo que una vez fue, y no podríamos hablarnos ni vernos nunca más-los muros de Siggurd estaban nuevamente altos, ya era imposible distinguir en él otro sentimiento que se diferenciase de la ira.

-¿Y qué ganaba con ello?-debajo de los gestos exagerados de Gonzalo Hopkins podía leerse su extrañeza, no entendía nada de nada y si había una cosa que le molestaba más que la gente con un ego más grande que el suyo, eso era tener que sentirse un completo idiota por no entender todo lo que estaba pasando a su alrededor-. No entiendo nada-admitió derrotado, para su sorpresa, su compañero de viaje le dirigió una mueca algo amarga y una mirada cargada de empatía, aunque, desde luego, la amargura ganó.

-Tú no has tenido que matar por algo que no entiendes-era evidente que hablaba sobre Freya y sobre cómo había tenido que sangrar por ella, por sus conspiraciones, por sus motivos ulteriores que no compartía con nadie; Hopkins tuvo que hacer acopio de todo su orgullo para no demostrar que se le helaba la sangre de sólo oír eso.

-Si te sirve de consuelo, la primera vez que maté no entendía lo que estaba haciendo-le hubiera gustado admitir que, con esa peligrosa sociedad que estaban emprendiendo, mataría muchas veces, ambos lo harían, y que sin embargo, y era astuto al hablar sólo por él, no entendería ni la mitad de esas veces por qué lo hacía; que, de hecho, no entendía por qué Freya tenía esa obsesión con Siggurd y su hermana cómo quiera que se llamara, ni de qué le servían. Quizá era una manipuladora, sólo eso; una manipuladora que buscaba las maneras más ingeniosas de arruinar la vida de cualquiera que se le cruzara en el camino sólo por el placer de ver cómo sufrían. Pero, algo muy profundo le decía que ella no daba una puntada sin hilo, que cada movimiento que hacía era por un motivo en particular, porque quería conseguir algo. Quizá quién era Siggurd, quizá por qué mataría y eventualmente moriría.

-Pero igual sabías por qué lo hacías-murmuró Siggurd. Su voz era pastosa y tenía un acento hipnótico.

-Sobrevivir es una motivación poderosa-fue todo cuanto pudo decir antes de que un quejido dejara sus labios al caer en la cuenta de que seguir bebiendo, con el largo trecho que tenían por delante, era algo sumamente insensato.

-Si tanto quieres sobrevivir, ¿entonces qué haces aquí?-fue la pregunta burlona que alcanzó a oír. No reconoció su voz como suya cuando contestó:

-No eres el único que tiene motivos para vigilar a Arturo-y sólo cuando su interlocutor iba a replicarle, lleno de cólera que lo llamara por quién realmente era, se atrevió a dejarle con las palabras en la boca y seguir su relato-. Sé perfectamente quién es; toda mi vida, toda la vida de mi viejo giró en torno a ese crío de mierda. Y sé que no es Loki-su mirada era lo suficientemente seria como para que Siggurd reconsiderara lo que iba a decir y prefiriese guardar silencio-. ¿Por qué Freya dejaría como custodio de su collar a quien se supone que se lo quiere quitar?

-¿Qué locura estás diciendo?-fue todo cuanto dijo su compañero cuando se decidió a hablar.

-La maldición de Arturo es que está irremediablemente ligado al Brisingamen y de por vida. ¿Y sabés cómo? Él es el custodio del collar, no Esperanza. Llegará el día en que su espíritu y el del collar estén tan unidos que será capaz de hacer que el collar regrese a su dueña para hacer sólo lo que ella desee; porque ahí reside la segunda maldición: en él hay tanto poder que algún día va a ser capaz de que el Brisingamen le dé a Freya todo lo que desea; ahora el espíritu en esa cosa le da una forma de conseguir lo que quiere, pero llegará un punto en que ambas almas trabajen juntas para ponerle a sus pies todo lo que ella pida. Serán sus humildes y poderosos esclavos

-Y preguntas aún por qué no podría ser Loki quien ella hubiera elegido: es su mayor enemigo, quitaría de en medio a su mayor enemigo y lo convertiría en su esclavo, ¿qué más podría ella querer?-se burló Siggurd, muy internamente no podía creer cómo alguien que parecía tan inteligente pudiera ser tan incapaz de ver a su alrededor y notar las verdaderas intenciones de quienes movían los palillos.

-Y tú, dime una cosa, ¿cómo sería posible que Loki se dejara cazar de ese modo? ¡Ya vimos lo poderoso que es! Él no es el que está maldito-exclamó Hopkins, demasiado seguro de lo que estaba diciendo, demasiado seguro de lo que sabía.

-Sí, todo lo que hizo… una guerra, ¿y qué trajo con esa guerra? ¿No fue el Brisingamen lo que le trajo a Freya y le puso justo en la mano? La maldición hizo efecto una vez y en Ragnarök sólo vimos la prueba: Loki y Arturo son la misma persona, sólo que a ratos muestra su verdadera cara y en otros momentos hace todo lo contrario-dijo Siggurd justo antes de ponerse de pie. Esta vez Hopkins no se quejó de tener que caminar. Necesitaba caminar, necesitaba pensar, porque en el fondo, ahora sí estaba confundido. Todo lo que había creído durante toda una vida era una farsa y no podía soportarlo. Y, aunque el argumento de Siggurd era lo más creíble y lógico que oyera en mucho tiempo, no podía evitar que una pequeña vocecilla muy dentro suyo gritara que las cosas no eran así, que algo estaban olvidando en el rompecabezas y que, aunque la forma que lo habían hecho adoptar era algo que encajaba perfectamente, no se condecía con la realidad. Seguía aferrándose como un niño a lo que había creído siempre y a lo que había creído con más fuerza aun cuando había visto por primera vez a ese niño imberbe, bajo, pelirrojo y de tiernos ojos huidizos-.¿A dónde iremos?-la voz de Siggurd sonó entre el aullido helado de la ventisca. La razón parecía estarlo reclamando y, tras esa veloz huida, recién recordaba la necesidad imperiosa de un refugio.

-Fácil-dijo Gonzalo con desgano-. Con Iddun.

Texto agregado el 18-01-2018, y leído por 40 visitantes. (2 votos)


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