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Recuerdo el terremoto y no puedo dormir. Me resigno a otra noche frente al espejo vigilando mis cinco ojos. Ha sido un día de perros; todos presumiéndome en las narices del miedo durante ese ridículo seísmo de 4,5 en la escala Richter. Ahora en el baño me duele la garganta y el día. En la oficina me miraban decepcionados o traicionados. Ellos toleran mis diferencias, pero a cambio me exigen sensibilidad. El dichoso terremoto me ha arrancado la máscara y el equilibrio se ha ido al traste. Abro la boca frente al espejo y me inspecciono aterrado la garganta. Otra noche de insomnio; otro maldito ojo. No ha servido de nada explicar que la escala Richter es logarítmica. “7,5: daños en algunos edificios; 8,1, destrucción total de una ciudad.” La ciencia en mi boca les parece una blasfemia. Un ojo crece en mi lengua, otro sentido extirpado, otra sinestesia perpetúa. Mañana la sopa solo sabrá verde y opaca. Y el doctor que lo arregla todo con culpar a la edad… ¿De verdad que no has sentido nada? “La escala además es abierta —continúo—. Está diseñada para medir terremotos de más de diez, aunque todavía nunca no se hayan producido.”. Pero ellos no me perdonan que por mis cinco ojos asomen engranajes en lugar de etéreas mariposas. Ese era el pacto. Y ahora mis ojos reprochándose su existencia frente el espejo. Jueces y verdugos. Al recién nacido, al menos, podré enterrarlo en silencio. Tatuaje de conveniencia. Hace años que dejé de oír y que los sonidos se convirtieron en pequeñas vibraciones en el bello, en la hoja de papel, en el cristal de ventana. Envejezco y me crecen ojos inútiles que llevan información a un cerebro que ya se convirtió en ojo y no se molesta en interpretar las imágenes. Parece que por mis cumpleaños un dios juguetón me regalara ojos y más ojos. Odiar a dios es perder el tiempo; mejor vengarse Richter y crear una escala para medir la velocidad a la que me crecen los ojos; eso sí, una escala exponencial. El insomnio es el catalizador de mis metamorfosis y cada vez me cuesta más cerrar los ojos. Cerrar los ojos… Pero más importante que la demografía ocular es entender cómo vemos. Atended. Más aburridos engranajes: Afirman Richter y otros sabios que dos ojos ven más del doble que uno porque aportan además la perspectiva. Cocinado con un poco de inducción, es fácil imaginar que mis seis ojos me proporcionen una visión con superperspectiva o visión mandálica. Y hasta aquí la clase de ciencia. Si miro una insignificante flor amarilla veo todos sus pétalos y todos sus estambres, veo todos y cada uno de sus granos de polen, veo el susurro del viento en su balanceo y los rumores sordos de sus raíces escavando lentamente la tierra, veo el amargo de su tallo y la vainilla de sus pétalos. Veo también la flor, todavía semilla, tiritando enterrada en el suelo del invierno pasado y veo todos los insectos que se posarán en ella y veo la flor vestida de diamantes esa tarde de tormenta. Y veo la flor que verás tú el doce de mayo y la que verán tus hijos y tu perro… Y más… Y te digo maravillado: ¡Mira una flor amarilla! Y tú me contestas sonriente: Es preciosa. ¿Llamaste a Jaime? Y menos mal que inventamos el lenguaje (flor amarilla tuya=flor amarilla mía) y tú ya miras un puente y te envidio con tus dos ojos. Pero esta mañana no sentí el terremoto y todos en fila esperando al monstruo sensible. Y el truco de ponerme la bata de científico fue patético y creo que no engañó a nadie. ¿Para qué vale una gaviota si no vuela? Richter y su maldita escala logarítmica y abierta. Cada ojo que me nace es un cartel en mi cara de “Peligro, piso mojado” y se alejan. Todavía me quedan las manos y las palabras. Todavía. |
Texto agregado el 18-01-2018, y leído por 92 visitantes. (1 voto)
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