Acabo de encender un cigarrillo.

Siempre que coloco uno sobre mis labios y busco el encendedor morado en el bolsillo externo de mi bolso marrón, pienso en ti.
Una vez encendido, lo inhalo suavemente y es inevitable, al cerrar los ojos, que vuelvas a mí...
Que volvamos juntos al 303 y que tu voz que me hipnotiza me abandone sobre tus manos mientras espero pacientemente la hora de irnos para que detrás de un beso te vuelques en tres tiempos sobre mi y me hagas el amor...

¿Recuerdas cuando dije que no olvidaría la escena?

Y así ha sido cada jueves, desde nuestra primera noche juntos.
Tú, me mirabas fijamente y yo ocultaba mi nerviosismo inhalando profundo el humo blanco, para después humedecer mis labios mordiéndolos, correspondiéndote con una sonrisa.
Aún logro oír el canto del hielo rugiendo en nuestros vasos de vidrio ante el abrazo del pisco, mientras Ricardo nos ofrecía otra ronda.

Y estoy segura que aquella noche los fantasmas nos miraban desde el Morro, con el uniforme sucio, agotados, vencidos, cargando en los morrales todos los nombres de los hombres y las mujeres que nos trajeron hasta aquí; y sé que los más viejos se diluían a mis espaldas, asfixiandose con el tabaco mientras enlazabas con firmeza tu mano derecha sobre la mía.

Es imposible olvidar aquella noche, imposible, imposible olvidarte; imposible olvidarme perdida en tu boca al final de la charla. Imposible olvidarme desnuda, desnudos, sucumbiendo en tu lengua, mordiendo tus hombros y arañando tu espalda, mientras me dibujabas sobre el vientre los círculos del futuro y afinabas la prosa terca y desordenada del capítulo veintinueve de mi libro favorito.

Aquel 23 de noviembre, entre pisco, coca cola, hielo, limón, cigarrillos y sexo celebramos mis puntos finales, nos despedimos de los muertos y me condenaste a feliz.