Pensaba y creía que en la vida las cosas se darían difíciles en algún momento, como cuando hay que cruzar la carretera tomado de la mano de tu madre cuando pendejo porque no hay pasarela o que te manden a comprar pan mientras hay perros sueltos en el pasaje, pero jamás se me pasó por la cabeza lo difícil que se haría la rutina cuando se volvió a repetir la misma historia después de setenta años. Setenta años que nos hicieron creer en algo: Estábamos vivos y todo gracias a nuestros padres, tíos y abuelos. En sí, la familia, esa que se descuidó después de un tiempo. Fuimos y somos tan culpables de todo esto que llega a dar rabia, de esa que te hace gritar con sangre la pena de aquellos años que desaprovechamos y nos conformamos como flojos y ausentes, nos dieron el tiempo y lo transformamos en basura y escombros que sirvió para levantar murallas el día del juicio final.
A uno se le dan oportunidades para salir adelante y lo mío fue todo lo contrario. Existen valores y sentimientos que no se pueden rasgar de esa forma, violenta, militarizada, destructiva y completamente llena de un odio recíproco. Trabajé para soltar la ira de este cuerpo y lo que encontré fue una sombra que se alzó tomando armas, piedras y banderas llenas de frases que parecían transformarse en sueños. Sueños que en conjunto dijimos íbamos a cumplir, tomados de las manos caminando firmes al frente, siendo el escudo y la vanguardia de las generaciones que estaban por llegar. Salir de la universidad siendo dirigente fue la oportunidad que creí tener y la verdad es que me transformó en el blanco principal cuando se desató todo.
Eran días extraños, las calles se llenaban de gente pidiendo y exigiendo calidad en sus trabajos y gratuidad en los estudios. Eran días calurosos tanto social como climáticamente. El sol pegaba en las caras sudadas mientras algunos reventaban los grifos para quitarles presión a los policías que cargaban los carros lanza agua. Consignas invadían los pasajes y se transformaban en ecos durante la noche en que las sirenas disipaban a los grupos a punta de lacrimógenas, palos y balas de goma. Para nosotros fue difícil, vuelvo a repetir, pero para los jóvenes fue peor. A nosotros nos enseñaron de las batallas que había que ganar en la calle, siendo fuerte, vomitando por los gases, rescatando civiles, empujando rejas, poniendo el pie al frente. Las calles eran nuestras, del pueblo, en ellas vivían más civiles que uniformados, no recuerdo que fuese de otra forma; y en el barrio siempre supimos defendernos de esa fuerza. Pero a los adolescentes de aquel momento se les enseñó a temer a la autoridad, traumatizados y golpeados poco a poco dejaron de lado la lucha y fue entonces cuando los militares sacaron las armas con la idea falsa de que nosotros seríamos los precursores de una guerra civil intentando exigir nuestros derechos. Creí muchas cosas en mi vida, pero jamás creí ver tanta sangre en esas mismas calles y estar vivo para contarlo.
El barrio se volvió oscuro de día e iluminado de noche. Apagamos la tele y volvimos a prender la radio, el único medio fiel y clandestino que entregaba noticias importantes para el momento en que vivíamos. Las juntas y organizaciones se daban hasta tarde y los milicos nunca llegaron a meterse al sector porque a ellos también les metieron miedo, un miedo transformado desde la sociedad a la pobla, un miedo descifrado en armas hechizas y droga. La plaza aún se podía disfrutar y los vecinos ponían los parlantes en las ventanas para darnos valor, ánimo y esperanza escuchando las canciones de antaño, cumbia, punk y rock and roll que nos daba el aliento de recordar y grabarnos en todo momento de dónde y quiénes éramos y quiénes eran los enemigos. Hablábamos de enemigos sabiendo que eran nuestros propios hermanos. Una bala loca en la memoria de este país.
Nos tenían tanto miedo que ni siquiera podían escuchar el nombre de la población. Porque en él estaba intrínseco el legado de la historia pasada. Del triunfo de la verdad que llegó tarde y que ahora ellos intentaban volver a enterrar a fusilazos y tanquetazos. A veces descansábamos en los techos enlatados mirando a lo lejos nubes, pero de humo, mimetizadas con el dolor del alma y la incertidumbre de no saber si habría un mañana. Murallas se elevaban también a lo lejos en otras poblas, intentamos comunicarnos, pero no queríamos sacrificarnos. Éramos nuestros propios héroes, pero ninguno lo suficientemente valiente. A fin de cuentas, el miedo era tan mutuo como el odio.
Nunca sentí culpa. Siempre creí que hacíamos lo correcto, defender la libertad de expresión, proteger a los indefensos, unir a las minorías y salir con la frente en alto a la calle. Éramos pobres, pero humildes. “Buenos para todo, maestros en nada” decía el Tito, y al final no era más que en cuidarnos las espaldas. Nos convertimos en un núcleo y en una luz para los que no creían poder soportar el proceso hasta que no aguantamos más.
Salimos a matar con lágrimas en los ojos. El humo y el dolor aumentaba el torrente de pena que invadía nuestros pechos al apretar gatillos y lanzar piedras. Sabíamos que ningún bando estaba correcto en lo que hacía: Disparar a quemarropa, apuñalar por la espalda, tomar detenidos, reventar edificios, quemar casas y puentes. Un poema que lloraba en el aire de los que caminaron por esas calles. Cada uno cumplió con su deber, cada uno sufrió lo que tenía que sufrir, cada uno hizo lo que tenía que hacer, cada uno cayó bajo su propia ira de defenderse a sí mismo y defender lo que le pertenecía.
Y a nosotros, a nosotros nos pertenecía la vida. |