Según el catecismo del padre Ripalda, que sufrimos todos los niños españoles de mi generación, el infierno consiste en “el conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno”. Mis sobrinos tienen una opinión bastante parecida del capitalismo. Según ellos, este sistema económico sería una pandemia mil veces peor que el cólera o la peste bubónica, y habría de ser extirpado de la faz de la tierra sin ningún tipo de miramiento. A pesar de tener una mala opinión del capitalismo, yo creo, sin embargo, que su grado de perversidad no alcanza cotas
tan espantosas. El capitalismo, por definición, es la ley de la selva, la ley del más fuerte, pero alguna virtud tiene. Se ha comprobado, históricamente, que asigna los recursos de forma eficiente, o, al menos, de forma más eficiente que otros sistemas.
En una memorable entrevista, el político uruguayo Pepe Mújica sostenía que el estado socialista, en lugar de expropiar los medios de producción, lo que tenía que hacer es permitir la libre actuación de las empresas privadas (e incluso facilitar la entrada de capital extranjero) y posteriormente gravar sus beneficios, así como el resto de rentas, mediante un sistema tributario muy progresivo que redundara en una mejora de las clases populares. En cualquier caso, apuntaba Mújica, el grado de progresividad no podría ser tan alto que provocara la salida de las empresas hacia otros países con mejores condiciones fiscales. De igual forma, centrándonos ahora en el mercado de trabajo, sería perfecto que la ley garantizara unos contratos indefinidos y un salario mínimo de 2000 euros al mes, pero no hace falta ser Keynes para darse cuenta que tales medidas se traducirían necesariamente en recortes de plantillas y en cierres de empresas. Siguiendo la “solución Mújica”, el estado debería garantizar las mejores condiciones laborales que fueran compatibles con la buena marcha de la economía y con la creación de empleo. Pero, por muy bien que se hagan las cosas, por mucho que se atine
en la regulación del mercado laboral, es imposible que no haya ningún trabajador que tenga que conformarse con unas condiciones laborales inferiores a las que probablemente merezca.
Y ahora engarzo con el título del artículo. La inmensa mayor parte de las mujeres que viven de la prostitución lo hacen de forma involuntaria. No tienen más remedio que hacerlo. Sus condiciones de vida son tan malas y su falta de perspectivas tan grande que se agarran a lo único que encuentran. En un mundo perfecto no debería haber prostitución. Pero el mundo no es perfecto. Y en este mundo imperfecto, el estado tiene la obligación de garantizar unas condiciones laborales dignas para estas mujeres. Si optara, llevado por un afán moralista o paternalista, por ilegalizar la prostitución, muchas de ellas, si no todas, se quedarían en el paro. En otras palabras, el poder público a veces no se enfrenta a la disyuntiva de elegir entre un bien y un mal, sino entre algo malo y algo peor. (No hace falta ni decir que no estoy contemplando los casos de proxenetismo, que son delictivos y que deberían ser castigados
con el máximo rigor).
En una de sus acepciones, el diccionario de la RAE recoge el siguiente significado de la palabra prostituir: ”deshonrar o degradar algo o a alguien abusando con bajeza de ellos para obtener un beneficio”. Y efectivamente, cuando realizamos trabajos ínfimamente retribuidos, cuando nos sujetamos a clausulas laborales draconianas, cuando se nos exigen esfuerzos excesivos, lindantes con la explotación, en todos esos casos se puede decir que estamos siendo prostituidos. Quizá no haya otro remedio pero estamos siendo prostituidos. Quizá todos seamos, en mayor o menor medida, putas del sistema. Quizá tengamos que conformarnos con que se nos trate dignamente. ¿O quizá tengan razón mis sobrinos?
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