No supo ni cómo ni en qué instante, el puerco macho se había incrustado entre sus piernas y lo llevaba hacía la luz. Los truenos seguían rompiendo el cielo y los oídos del cerdo. Algunas horas tenía en el pueblo de la montaña y parecían ser las más felices.
Lo recibió la sociedad de padres de familia y el director de la escuela, las gestiones se habían cristalizado y la Secretaría de Educación por fin había mandado un nuevo maestro que apoyaría al director actual, que daba desde primero a sexto año.
Por la mañana un delicioso desayuno con huevos fresco, chile y epazote y unos frijoles guisados con manteca que eran un cielo. Recordaba sus días de estudiante y ahora tendría una plaza, comida y una recámara para dormir.
El pueblo incrustado en una planada, entre tantas cuestas, llegó a pie, envuelto en una densa neblina. Ya lo esperaban el director, padres de familia que de inmediato se lo llevaron a degustar. Joven, de pelo negro, rebelde, flaco y con ojos saltones. Tuvo tiempo de mirar el paisaje, los montes, las muchachas blancas, de cachetes colorados que lo miraban de pieza a cabeza.
A eso de las dos o tres de la tarde después de haber sido presentado a los principales, se le ofreció un mole picoso de Guajolote, arroz con papa y un dulce de calabaza de postre. Las tortillas esponjadas en el comal iban directo a su boca, para nada la comparación con aquellas tortillas frías, desabridas que compraban en la ciudad.
—Por la noche habrá baile, así que duérmase y esté listo para mover cadera, seguramente las muchachas querrán bailar contigo.
Iba con el director por las calles empedradas. Se oía la algarabía. Llegaba la iluminación del quiosco, gracias a la planta de energía. En un pueblo. Solo había luz eléctrica cuando tocaba alguna banda. El nuevo profesor se detuvo y llevó sus manos al vientre.
—¿Dónde hay un wáter?
—Aquí no hay drenaje profesor. Al tiempo que de la bolsa sacaba un rollo de papel higiénico. Ya estamos cerca, váyase por lo oscuro, sólo tenga cuidado con los berracos.
Al maestro le urgía. Llegó al lugar, se bajo los pantalones y empezó a defecar abundantemente. Acompañado de molestos cólicos que le hacían pujar. Escuchó los gruñidos del puerco, instintivamente, le gritó. Fue en ese momento en que el cohete tronó espantoso en el cielo y el berraco asustado ensartó la testa entre sus piernas. Con los pantalones abajo, se aferró de las orejas. El animal lo paseo por todo el quiosco enseñando el culo, las nalgas planas y peludas.
Muy en la mañana el profesor tomó camino con su maletín bajo el brazo, con el paso rápido y la testa hundida. |