Amaba a Alex de un modo que aún no comprendía. Solía contemplarlo, desnudo y plácido, acostado a mi lado, mientras le sonreía y me mordía los labios, recordando que en medio de todas las guerras había aparecido él...
Era fruto de otra patria, buen mozo, un flaco de metro 1.80, piel blanca, acento extraño, que venía vestido con sus ojos color miel y con esa soberbia que a veces me irritaba, pero que siempre terminaba haciéndome reír mientras él dormía y yo recontaba, con el dedo índice, sobre la cicatriz que corría en su vientre, una por una, las historias de nuestras peleas y los aciertos y las excusas que elegíamos, para permanecer juntos.
Acomodaba mi cuerpo desnudo al lado suyo y alineaba mis cicatrices internas junto a las suyas, con la precisión que dan las señales de la persistencia y de ese destino que, después de habernos arrebatado absolutamente todo, ha empezado a jugar a favor nuestro, ¡tanto! que a veces me daba miedo.
Lo amaba... Lo amaba con la hondura de los amores irremediables, de esos que, una vez que te queman desde adentro, sabes que se quedarán para siempre.
Y al mirarlo comprendía que entre nosotros florecían los lazos que fecundó la elección propia, aquellos, quizás los más importantes, habían nacido de la libertad y la convicción que se nos colaba entre la cotidianidad y cuando nos hacíamos el amor.
Me quedaba quieta sintiendo su respiración serena y trataba de adivinar qué estampa contenía el sueño que le dibujaba la sonrisa. Y lo disfrutaba, como en cámara lenta, atesoraba el dibujo del sueño que nos contenía a ambos y grababa cada trazo en contraste con la escasa luz de aquella noche en mi memoria, después de todo, para estar juntos, habíamos decidido caminar contra las probabilidades...
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