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Adrián Coria estaba en la oficina absorto en los asuntos naturales de la jornada laboral y sintió un dolor en el brazo derecho que se extendió por el hombro, el cuello, la mejilla y la sien. A eso sobrevino un entumecimiento de ese mismo hemisferio, como si repentinamente no pudiera mover nada de ese lado. También vio manchitas oscuras como puntos movedizos que titilaban en la pantalla de la computadora entre los números de la planilla de cálculo. Entonces enderezó la espalda, apretó los párpados e intentó respirar hondo; las manchitas seguían allí. Sintió una puntada en el pecho y se frotó con la mano izquierda. Abrió los ojos y fijó la vista en los portarretratos que tenía en el escritorio: en uno él con su mujer y en los otros dos cada una de sus hijas de 17 y 21 años. El hombre mantenía actualizadas las fotografías de sus hijas, no así la de la pareja, que tendría ya unos cuantos años en su sitio. Le gustaba esa foto de las dos caras limpias y juntas en primer plano sin gestos exagerados ni otras presencias que pudieran distraer la mirada; eran sencillamente él y su mujer unidos en una fotografía y no unidos para una fotografía. En unos meses cumpliría 50 años. No solía quejarse de sus cosas, y es que se consideraba a sí mismo un hombre exitoso tanto en lo laboral como en lo familiar. Desde que conoció a Camila creyó saber que sería su esposa para siempre y no tuvo después interés en ninguna otra. En la empresa ascendió con los años hasta un buen puesto y se sentía respetado y querido por sus compañeros. Tenía de balance una buena mujer, dos hijas sanas y una casa cómoda para todos. Pero no fue la primera vez que sintió un malestar. Unos meses antes tuvo un fuerte dolor en el pecho al tragar un vaso de agua fría, dolor que por su cuenta atribuyó a una acidez estomacal o algo por el estilo. Ahora no estaría de más someterse a un chequeo médico aunque sea por prevención. Ya aliviado salió de su oficina, se sirvió un vaso de agua y se quedó unos minutos charlando con alguien en el pasillo.
Esa misma tarde poco antes de la salida Coria notó que fue agregado aparentemente por error a un grupo de Whatsapp. Miró al pasar si conocía a alguien de la lista y estuvo a punto de rechazarla, pero consideró no extraño que alguien de la empresa lo hubiera agregado para mantenerlo al tanto de alguna actividad laboral extraordinaria de la que se enteraría en su momento. De vuelta a casa en el subte se dedicó a estudiar más a fondo el Whatsapp. Reconoció en la lista a un tal Manuel Ogando, un excompañero de trabajo retirado un año atrás. El grupo contenía unos cuantos miembros y, según pudo ver, comentaban experiencias de viajes y de lugares turísticos. Era muy probable que Ogando lo hubiera confundido con otro, ya que no había mantenido con él una relación fluida desde su retiro. Entre los mensajes captó su atención el de una joven llamada Tamara. El breve y fresco texto le resultó muy gracioso y fue festejado enseguida por unos cuantos. Entonces puso mayor atención a la charla y de paso amplió la foto de la chica para ver. Era una rubia que usaba anteojos, de tez blanca y cabello lacio. En eso estaba cuando tuvo que bajarse. Coria viajaba generalmente en subte y caminaba unas cuantas cuadras hasta su casa si es que el clima no lo impedía, prefería eso a utilizar su automóvil aun cuando la empresa contaba con estacionamiento para los empleados.
Durante días estuvo atento al grupo aunque sin escribir nada. Él no estaba de viaje ni tenía grandes novedades de la ciudad ni era capaz de acotaciones pertinentes. La chica rubia tampoco parecía estar de viaje, pero se mostraba interesada en los comentarios de los demás y solía meter algunas líneas siempre ocurrentes y graciosas. También cambiaba la foto del perfil con cierta frecuencia, y esto mantenía atento a Coria. Los viajes de vuelta en subte se hicieron más cortos, y cobraron para él cierto sentido novedoso los tiempos muertos del trabajo. En cierta ocasión tuvo un impulso en la oficina y se tomó una foto para su perfil, que hasta ahora no mostraba nada. Leyó que Ogando andaba por Montevideo y decidió participar. Le recomendó un restaurante que tuvo la oportunidad de conocer, y sucedió que otros también lo conocían y lo recomendaron. La chica rubia hizo una pregunta y Coria entendió que iba dirigida a él. No era hábil con la tecnología ni acostumbraba usar aquel servicio de mensajería, por primera vez se encontraba intercambiando palabras con desconocidos. Intentó una respuesta acorde a lo que le había leído a la chica rubia, con ciertas frescura y gracia que creyó descubrir en ella, pero esto le costó horrores y le tomó acaso demasiado tiempo. Finalmente luego de responder se sintió ridículo.
Lo cierto es que aquella respuesta dio pie a una conversación privada. La chica rubia le hizo otras consultas sobre Montevideo fuera del grupo y Coria fue muy correcto esta vez y no intentó ser especialmente chistoso ni original. Ella le contó que tenía 29 años, que vivía en una pequeña ciudad del oeste de Buenos Aires, a unos 400 kilómetros de la Capital, y que deseaba conocer Uruguay aunque lo sabía difícil por el momento. Dijo que se dedicaba al traductorado público de inglés y que tenía mucho trabajo pero lo bueno era que lo hacía en su casa, que le gustaba además escribir ficción y que tal vez en un futuro se dedicaría más a eso. Coria creyó ahora leer a otra chica rubia, a Tamara, acaso una mujer con inquietudes y centrada en sus cosas a quien él había vuelto de carne y hueso de repente a través de la pantalla de su teléfono. No consideró incoherente después haberle contado, a modo confidencial, de la preocupación por el malestar que había sufrido justo el día que lo agregaron al grupo, y que esa preocupación pasaba a su vez por no alarmar a su familia. Le dijo que no era bueno para visitar médicos, pero que dada su edad era tiempo de hacerlo y de ocuparse con seriedad. Incluso bromeó con que ni se le ocurriera a ella contarle a su mujer, y ella le envió esta vez un audio a modo de reprimenda que acababa en una risa y un cuidate. Coria oyó varias veces el mensaje con los auriculares mientras volvía en el subte, lo oyó también durante la caminata hasta su casa y pudo memorizarlo. A la mañana siguiente recibió una foto de ella con el mensaje de «que tengas un hermoso día». Era fines de septiembre.
En la foto se veía a Tamara con sus anteojos y su sonrisa discreta sentada a la mesa frente a una taza del desayuno. Una mano en la mejilla y la otra, se notaba, sostenía el celular. Coria intentó minimizar para sí el escote pronunciado de la bata rosada y el hecho de que ella no usara corpiño, quiso pensar un descuido, que la foto era espontánea, casual, que había sido tomada esa misma mañana a menos de una hora antes de que él encendiera el teléfono en el vagón del viaje al trabajo. Tuvo que meditar la respuesta porque aún intuía el remordimiento que solía acarrearle el ridículo, y al fin escribió «A partir de ahora seguro que sí».
Las fotos fueron apareciendo con más frecuencia. Cada mañana había una nueva y un saludo de buenos días, otras al mediodía y cerca del horario de salida de Coria. Tamara sentada a la mesa, sentada en su escritorio con su notebook y su biblioteca de fondo, recostada en su cama con su gato gris. Él contestaba con notas no muy breves, pensadas, se tomaba su tiempo e intentaba compartir lo suyo; hacerlo lo ponía realmente de buen humor. Decidió almorzar en su oficina, donde hacía fotos de la comida, de él mismo, del entorno; es que lo pasaba bien ahí. Un día ella quiso mostrarse más y enfocó parte de la cara y el torso desnudo; él no supo qué decirle desde su puesto con la vianda del mediodía. Fingió naturalidad y le preguntó si no se había olvidado algo. Entonces Tamara le dijo que le gustaría tocarse para él, que era una fantasía que se le había ocurrido, pero que si él no quería estaba bien.
Hacia fines de octubre Coria tenía por hábito ver a Tamara vía Skype ciertas noches. Se contactaban tarde en su casa; ella se mostraba y a veces él la acompañaba aunque sin exhibirse del todo. Apenas si se decían algo, se preguntaban cómo había estado. Tamara vivía sola, usaba su cama y con el celular captaba la mano en la entrepierna, los pechos, la boca, se acariciaba mientras él la miraba desde la pantalla de su portátil. Ya había intentado él indagar sobre la vida amorosa de la chica, y ella le dijo que por el momento no podía permitirse ciertas cosas con los hombres, que no estaba emocionalmente apta para esos traqueteos, que ya vendrían buenos tiempos pero que, con todo, le gustaba mucho compartir intimidad con él. Al principio pensó Coria que se trataba de una triste chica solitaria que necesitaba afecto y a quien él ofrecía una amistad sincera y desinteresada. Él en cambio tenía a su mujer y a sus hijas para querer y ser querido, para completarse como hombre y forjarse como marido y padre; en rigor no le faltaba nada. Aunque Tamara era hermosa, pensaba, y si a ella le gustaba esa especie de sexualidad, que para él era más bien una nueva experiencia, por algo sería. Y que después de todo eran dos generaciones distintas, una más moderna y audaz, la otra a la antigua y en varios sentidos incapaz de adaptarse a los tiempos corrientes.
En noviembre Tamara le dijo que iría a la Capital por tres días, miércoles, jueves y viernes, y que el viernes le gustaría invitarlo a tomar algo. Coria le dijo a su mujer que ese viernes iría a la clínica a hacerse un chequeo general, que ya lo había estado pensando y lo consideraba necesario. Le dijo que saldría una hora antes del trabajo y para las ocho de la noche estaría de vuelta. En el trabajo dijo que saldría dos horas antes, lo cual le dejaba cuatro horas para estar con Tamara. Ese día fue a trabajar en auto.
Ni bien ingresó la vio sentada en un rincón junto a la ventana, fue como si supiera que estaría justo ahí. Detrás de ella había una silla de ruedas plegada apoyada en la pared; en la mesa un pocillo de café, un plato con una medialuna y el teléfono. Coria estaba visiblemente nervioso, tropezó con una silla y se frenó ante un mozo que evidentemente le estaba cediendo el paso entre las mesas, y él se quedó mirándolo como quien espera una orden. Cuando llegó adonde Tamara atinó a decir hola, y es probable que esperara que ella se levantara para darle un beso y abrazarla. Pero ella le ofreció una enorme sonrisa y extendió los brazos. Entonces él se agachó y recién ahí cayó en la cuenta de que las piernas de la chica terminaban en las rodillas ausentes.
—Estás hermosa —casi balbuceó.
—Pero no te la esperabas —dijo ella mirándose la falda y a él alternativamente.
Tamara le contó que estaba en la Capital por un asunto de unas prótesis que no consideraba indispensables, pero que la familia le había insistido. Viajó sola y paraba en un hotelito del centro, le dijo, porque le gustaba la aventura, le gustaba arreglárselas sola en los viajes. Cuando él le preguntó cómo había viajado, ella le dijo que en micro, tren y taxi. También le contó que perdió las piernas en un accidente de auto a los diez años, pero que lo que menos le importó perder fueron las piernas ya que en ese accidente murió su papá y su mamá quedó muy triste, que en ese accidente perdió al padre y a media madre. A Coria le costó mucho soltarse para decir algo que no le sonara estúpido a él mismo; sentía también cierta decepción. Habló de su infancia y de cómo había vivido las de sus hijas, y cuando ella lo interrogó por su salud le contestó que estaba bien, que ya se había olvidado aquel incidente de la oficina, y ella volvió a retarlo con una sonrisa como aquella vez y lo amenazó en broma con seguirlo hasta su casa para alertar a su esposa.
Tomaron café y jugo de naranjas exprimido, hablaron del grupo de Whatsapp y resultó que ella era sobrina lejana de Ogando. Se ocuparon un poco del excompañero de Coria y de la familia; Tamara se rio mucho con las anécdotas laborales que oyó, y ambos concluyeron en que el viejo había metido a Coria por error en el grupo y que eso al final había sido buena cosa. Entonces ella lo invitó a su hotel aclarándole que entendía que él debería llegar a su casa a horario razonable. Le dijo que lo pensara bien, que seguramente ella no saldría corriendo ante alguna propuesta indecente.
A Coria lo sorprendió la habilidad de la chica para conducirse con la silla; estuvo a punto de decírselo como para ser amable, para halagarla con cierta admiración, pero una vez más le ganó el miedo al ridículo y optó por callarse. Antes de arrancar el auto sonó el teléfono y vio que era su mujer. Calculó que por la hora no sería raro que estuviera ocupado con las diligencias de la clínica y no contestó. Ni bien el aparato dejó de sonar lo apagó, lo guardó en un bolsillo, miró a los ojos a la chica unos segundos y la besó como un adolescente.
En la cama no les fue bien. Ella hizo lo que pudo, fue cariñosa y se esmeró como se supone que debe hacerse. Se dio cuenta de que el otro se había avergonzado y pretendió minimizar la situación sin mostrarse apenada ni perder la sonrisa. Coria intentó darle placer de todas maneras, la acarició con la ternura que habría dedicado a su mujer, y cuando se concentró en darle sexo oral ella simplemente lo detuvo después de unos minutos. Ya no había mucho más que hacer. Tamara le dijo que era tarde y debía irse a su casa con su familia, y que ella debía estar a las once de la noche en la terminal de ómnibus. Coria decidió que la llevaría a cenar de todos modos, que ya inventaría alguna excusa para con su familia.
Cenaron como viejos amigos. Ella le habló mucho de su ciudad chica (no le gustaba usar la palabra “pueblo”) y le dijo que ojalá un día pudiera conocerla, que le encantaría, que a ella le gustaba la Capital pero que había mucho ruido a la noche. Coria le dijo que lo bueno y lo malo de las grandes ciudades son la misma cosa: que nadie conoce a nadie. A las once menos cuarto estaban en la terminal de ómnibus. Él se acuclilló en medio del enorme salón para besarla acaso por última vez como se besan los adolescentes.
Unas cuadras antes de su casa Coria paró el auto y encendió el teléfono. Había que enterarse de qué había sucedido durante esas horas; para su sorpresa, no hubo llamadas perdidas ni mensajes en el contestador ni textos en el Whatsapp. Esperó unos largos segundos y nada ocurrió.
Llegó a su casa poco antes de la medianoche. En la cocina la hija menor sentada a la mesa escuchaba música del teléfono con auriculares y comía helado de un pote mientras algo la distraía en la pantalla. Coria le tocó el hombro y ella lo obligó a agacharse para saludarlo con un beso en la mejilla.
—¿Y mamá? —interrogó él.
—Se fue a dormir. Marina salió con el novio nuevo —contestó la hija menor.
—¿No dijo nada?
—Quién —preguntó ella.
—Tu mamá.
—No. Te dejó algo en la heladera por si querés comer.
Coria vio que las demás luces de la casa estaban apagadas.

Texto agregado el 13-01-2018, y leído por 260 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
21-08-2020 Cuánta soledad, por más que el personaje diga que no. MCavalieri
22-02-2018 Esa mezcla de generaciones, erotismo y tragedia tiene cierto aire a Philip Roth. Muy bueno. Saludos kroston
14-01-2018 Supongo q la moraleja de todo esto es q vivas el momento. Me recordó a peli de Carlos Sorin, somos seres solitarios aún sin saberlo. Iolanthe
14-01-2018 En tu excelente historia, muy bien narrada, me atrae y admira, sobre todo, el nivel de detalle al que llegas y nos ofreces. Felicitaciones. -ZEPOL
13-01-2018 Una “crisis de los cincuenta” escrita con soltura, precisión y fina ironía tanto en la trama (su primera aventura, y ella sin piernas…,) como en el texto (“…no saldría corriendo”) (“¿Y mamá […] no dijo nada?”), y en que fuese ya un ser dispensable dentro de su hogar… - Pero si era en el Uruguay, seguro era “de departamento” y no “de provincia”… :) ***** Senaqueh
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