Dos cubos de hielo, brandy Torres 10 y refresco de cola, fue la mezcla.
Mientras lo agitaba con una cucharilla, el entrechocar de los hielos con el vaso de cristal le dio escalofríos. Una ola helada ascendió lentamente por su estómago, venía de muy adentro y subió sin prisas hasta su garganta; luego, de golpe, el recuerdo de Ana Laura se mezcló con sus revueltos sentimientos. Intuía que no la iba a encontrar en casa y así fue. ¡Maldita, mil veces maldita! No hacía falta reprimir la furia incontrolable que estaba ahogándolo. Ansiaba tenerla frente a él, para gritarle hasta el cansancio lo poco que valía y lastimarla sin freno; golpearla una, dos, tres veces, las que fueran necesarias para saciar su sed de venganza. ¿Venganza?... No, justicia, sería la palabra adecuada.
Tomó unos tragos más del vaso.
El líquido ingerido contrarrestó el frío creciente de su interior; el rencor enconado por Ana Laura pareció menguar un poco. Apuró todo el contenido del vaso sin pausas. Los cubos de hielo bailaron solitarios en el fondo haciendo ruido y llenando de imágenes dolorosas su confundida cabeza. ¿Por qué lo había engañado? El amor que le prodigaba no había bastado para hacerla feliz. En dos años de convivencia diaria no fue capaz de dilucidar lo que ella realmente necesitaba. ¿Qué esperaba de él, que no supo darle?
Preparó más Torres 10, con cola.
Bebió de prisa como si estuviera afiebrado; un calor tibio, confortante, se fue alojando en su cerebro. La bebida fría le hacía bien, mitigaba en parte, la rabia sorda que lo consumía. Tenía ganas de llorar y sin resistir, rodaron por sus mejillas algunas lágrimas desamparadas, desgarradas como su alma. Cuando la mujer que amas te engaña, el resto no tiene ningún sentido. Sin embargo, Ana Laura parecía amarlo, sus caricias las percibía tan sinceras que no podían ser sólo mentiras. Si lo besaba, hallaba en el sabor de su boca una dulzura tan tierna, que siempre quería más. En el lecho, desnuda, trémula por el deseo, se le entregaba sin más, ávida de cariño, de protección, de recibir amor. Ella estuvo a punto de darle un hijo; pero por alguna razón, su organismo no fue lo suficientemente fuerte para conservarlo. Cuando lo perdió, se puso muy triste porque tenía unas ansias locas de ser madre; más, cuando el médico diagnosticó que no podría volver a embarazarse a menos de poner en riesgo su vida. Lloró mucho, recio y tupido como una tormenta; luego se dejó envolver en una depresión total, de la que sólo con muchos mimos y cuidados fue saliendo muy despacio.
Más Torres 10 en el vaso, con hielo y cola.
Un tarde, un conocido malintencionado, le contó entre sonrisas mordaces, casi burlonas, que había visto entrar a su mujer con otro, en el hotel Regio; que se dejara caer por ahí cualquier tarde y podría comprobar lo que le decía. Quiso golpearlo por hablar mal de su mujer, pero él hombre reiteró que era cierto. Su trabajo como supervisor en la Metalúrgica Cuprum, le ocupaba todas las tardes hasta bien entrada la noche. Llegaba de madrugada a casa, mientras Ana Laura dormía solitaria entre las sábanas perfumadas. O así lo creía; ahora resultaba que hasta tenía tiempo para irse a acostar con otro. Sin dudarlo se salió del trabajo lo más temprano posible, dispuesto a comprobar si aquello era o no una patraña.
Llenó su vaso con Torres 10, de nuevo. Y bebió con ganas de embrutecerse.
Entonces, el recuerdo vívido de la piel morena y suave de Ana Laura, lo golpeó con brutalidad, como una maza, mordiendo dolorosamente. Con la misma intensidad que la maldijo, la deseó; le hubiera gustado tenerla en aquel mismo instante frente a él, para desnudarla, arrancarle la ropa y entre palabras dulces y soeces, poseerla frenéticamente. Se llegó hasta el ropero y revolvió presuroso el contenido de todos los cajones; del fondo de uno de ellos extrajo un enorme y afilado cuchillo de caza, cuya hoja brillaba como sol matutino. Viejo recuerdo de sus tiempos de scout, lo conservaba como un tesoro valioso. Lo empuñó con fuerza. Con toda seguridad, su estúpido sentido del orgullo, haría lo necesario para cuando tuviera enfrente al amante de su mujer. Todo estaba por decidirse.
Un vaso más de Torres 10, generoso.
El alcohol comenzaba a exaltarlo más, se sentía liberado, menos correcto, más a gusto consigo mismo. Con el valor suficiente para acometer cualquier empresa, incluida, matarse con alguien, por alguien. Atravesó en el cinturón del pantalón, el arma del destino.
El vaso estaba vacío. Volvió a llenarlo.
Bebió un trago larguísimo; enseguida, lleno de rabia, estrelló el vaso contra la pared más cercana. Salió decidido a todo y completamente ebrio, dispuesto a lavar con sangre si fuera necesario, su honor.
“¿Acaso es delito que un buen correntino,
en defensa propia hunda su facón;
que mate a otro gaucho, que roba su prenda,
manchando su honra con la traición?”
Al salir, casi arrolló a su vecino Pablo, un chico de dieciséis años, tímido, apocado, tan modosito, tan buen niño, que siempre lo saludaba entre asustado y amable. A su saludo le respondió con un gruñido; siguió adelante apenas sin fijarse en nada más, presuroso por alcanzar a la brevedad posible, la entrada del Regio. Su caótica mente no le permitía pensar con claridad, su instinto era más poderoso que la razón. Ana Laura era la mujer de su vida y ningún hijo de puta se la iba a quitar.
Se acomodó en el portal de un negocio de ropa, en la acera de enfrente al hotel. Desde ahí, dominaba con claridad la entrada y salida de la gente que trasponía sus puertas. Para la hora en que el boca suelta le había dicho que se encontraban, faltaban casi veinte minutos.
Un nudo atroz le atenazaba la garganta, grande, doloroso, insoportable. No podía esperar más. Los minutos pasaban muy despacio, fustigando su atormentada cabeza. Su mujer y su amante aparecieron puntuales. Ya oscurecía, pero la silueta de Ana Laura era inconfundible; si no la iba a conocer él, que lamía el suelo que pisaba. Entraron al hotel. Sus ojos, entonces, se anegaron en lágrimas, gordas, tumultuosas, ardientes. Tenía que esperar un poco más, hasta que estuvieran en una habitación y no hubiera duda posible del engaño. Ahí mataría al hombre como lo que era, un perro sarnoso roba hembras. Quizá también la matara a ella.
Pasados unos minutos entró al hotel; algo intuyó el hombre del mostrador al ver su rostro, porque hizo el movimiento de agacharse para sacar algo. No le dio tiempo de nada, con voz fiera y el arma en la mano, le pidió el número de habitación de la última pareja que había entrado. El tipo no le contestó de buen grado, pero habló, el cuchillo bajo la barbilla hizo su buena parte. Él corrió hacia la escalera subiendo de dos en dos los escalones de madera, ya no razonaba, ya no era un hombre pensante sino puro instinto, furia desatada, un huracán elemental, ciego, ensordecedor. El número indicado se hallaba sobre la puerta y de una patada furiosa abrió la frágil estructura; encontrando lo que sabía iba a encontrarse. Ana Laura estaba semidesnuda, sus turgentes y amados pechos mostraban orgullosos las aureolas oscuras de sus pezones y sus braguitas negras enmarcaban su cintura perfecta y las largas piernas morenas, bien torneadas, deseables. Ella, amorosamente, sostenía una mano del hombre, quien desnudo del torso, acariciaba con delicadeza uno de aquellos senos incomparables. Su intempestiva entrada los sorprendió y la mirada de los ojos de Ana Laura al encontrarse con los de él, le descubrieron primero la sorpresa y luego un miedo infinito reflejado en ellos. Ella se adelantó y trató de interponerse entre el hombre y él; gritó algunas palabras que él no alcanzó a comprender o no quiso hacerlo. La apartó de un manotazo sin misericordia, para encontrarse frente a frente con el infeliz que le robaba la mujer. Lo miró a los ojos y reconoció de inmediato la mirada asustada y esquiva de su vecino Pablo, aquel chico de apenas dieciséis años con el que había tropezado hacía un rato. No daba crédito a sus ojos, no podía estar sucediendo aquello. Esperaba encontrar un hombre igual a él, dispuesto a matar o morir y el hombre de enfrente era sólo un niño. Sintió una lástima interminable por el muchacho, por Ana Laura, por él mismo. En los ojos de aquel chiquillo había una mirada limpia llena de miedo y esperanzas, que le hizo dudar un par de segundos; pero no había vuelta atrás. El destino estaba sellado. Los hechos eran los hechos; su venganza consumada, la consecuencia de ellos.
Ana Laura gritaba como loca; él, empuñaba el descomunal cuchillo de caza, tan bueno para cortar maleza como carne humana. Pablo abrió unos ojos enormes, incrédulos, cuando limpiamente le hundió el arma sobre la tierna piel del estómago; lo empujó con fuerza para que calara muy hondo. Él ya no era un hombre, sino una bestia sanguinaria, vengativa.
El niño se dobló hacia delante y se fue cayendo de a poquito, quedándose muy quieto. El piso se fue tornando rápidamente carmesí.; la mano de él aún sostenía el cuchillo del destino. Mientras, Ana Laura lo arañaba, gritaba, le pegaba brutalmente en la espalda y en el rostro; nada de esto le importaba, porque ya no había nada más para él. Sin mirar siquiera a su mujer (¿su mujer?), intentó salir de la habitación; pero la furia que era Ana Laura se lo impidió. “¡Mátame, mátame a mí también, mátame te digo!... ¿Qué has hecho, desgraciado?, ¿qué no ves que podría haber sido nuestro hijo?”... Soltó el arma y apartando con rudeza a esa mujer ahora inalcanzable, como un sonámbulo, salió al pasillo. Entonces sus ojos se nublaron y empezó a llorar quedito, a sollozar, a berrear como un bebé…
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