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Capítulo 3: “De Engaños y Decisiones Equivocadas”.

Nota de Autora:
Es un gusto saludarlos, ha pasado mucho tiempo: ¡casi seis meses entre la publicación del primer capítulo y el segundo! Iría más lento que GRR Martin –espero que no se muera antes de sacar Vientos de Invierno y Un Sueño de Primavera- si un buen amigo no se hubiera propuesto ayudarme a concentrarme. La verdad sea dicha: tenía muchas ganas de escribir, estaba muy ansiosa luego de acabar el semestre por ponerme al día, pero era incapaz de concentrarme por más de media hora, avanzaba como una pulga.
En primer lugar, me encantaría explicar un par de puntos importantes en esta Nota de Autora –que para eso son, ¿no? No son sólo para saludar y decir cuál es la canción del capítulo-. Primeramente, os hablaré sobre la naturaleza de Brisingamen. Como sus personajes principales son de dos tipos, o dioses –y seres míticos del folclore germano y escandinavo- o personajes originales sacados de algún sitio bajo mis mangas, deseo aclarar que respeto mucho la cultura nórdica, que me agrada bastante y que, por ende, respeto también su religión; no está en mi intención, bajo ningún escenario, faltar el respeto a quienes profesan este credo mediante una mala representación de sus dioses. No pretendo parodiarlos ni mucho menos exagerar ciertas características que se les atribuyen, por el contrario, mi intención es representarlos de la forma más cercana posible al mito.
Es por esto último que deseo aclarar, también, que Brisingamen –en su completa extensión, el primer tomo “El Futuro del Pasado”, “Vida Tras la Muerte” y un potencial tercer volumen para cerrar esta trilogía- no es, por nada en el mundo, un fanfic de los comics y películas sobre Thor. La trama de Brisingamen no tiene nada, absolutamente nada que ver con dichas obras tanto literarias como fílmicas, así como el estilo en que están planteadas, el enfoque de los personajes –que, como ya he dicho, serán descritos y actuarán en función a cómo se les describía en los mitos y no a cómo se les muestra en estas obras-, entre otros puntos importantes a considerar. Tanto Brisingamen como dichas obras son incompatibles desde un punto de vista argumental, lo único que tienen en común son la aparición del panteón nórdico como personajes relevantes, las locaciones mitológicas –Jotunheim y Asgard- y una presencia activa de estos seres sobrenaturales en el mundo actual.
Teniendo esto claro, también procedo a deciros que sí, no he hablado por hablar: habrá una tercera parte de Brisingamen. Pero para escribir una tercera parte, hay que entender qué son las primeras dos. Creo que en un vano intento por no sentirme desanimada por lo pueril que es El Futuro del Pasado –como en ciertas partes puede ser una buena historia, rápida y con personajes carismáticos, hay veces en las que los combates resultan narrados de una forma demasiado infantil y que la trama carece de cierta oscuridad- he decidido plantearla como un prólogo –sí, un pequeño prólogo de 249 páginas, una novela prólogo- imprescindible para el desarrollo de los dos volúmenes que le siguen. Cumple con todos los requisitos para ser un prólogo: tiene una única trama la mayor parte del tiempo, pese a que hay una gran variedad de personajes –una buena cantidad de tripulaciones, los dioses, todo Hellheim y Jotunheim, los miembros del monasterio del cual escapa Arturo, la guardia costera y así podemos seguir- sólo profundizamos en unos pocos y lo que le sigue es totalmente incomprensible sin tener ese pedacito de historia. Vida Tras la Muerte, por su parte, explicará algunas de las cosas que han dejado dudas en el primer ejemplar y todos esos aparentes y terribles fallos argumentales cobrarán sentido. En este ejemplar, como he dicho, veremos un poco más de crueldad, un poco más de realismo, de oportunismo, de personajes egoístas que funcionan entorno a sus propios intereses y, lo mejor de todo, es que todos estarán ligados de un modo u otro por el Brisingamen: algunos por curiosidad, otros por venganza, otros por ambición, otros por lealtad a alguien que busca el collar, otros por sobrevivir.
En fin, quiero dar gracias a eRRe, miembro de La Página de los Cuentos, por leer el primer capítulo de esta historia y por sus palabras, por su tiempo, su paciencia y por fijare en ciertos detalles, da gusto saber que no pasaron desapercibidos.
En fin, tomándonos de esos pequeños detalles, apostad vosotros. ¿Creéis que Arturo sea realmente Loki como dice Freya? ¿Es una máscara usada por este perverso ser desde su nacimiento? ¿O ha sido “poseído” por Loki? ¿Es esa tal vez su maldición? ¿O de cajón el disfraz elegido por Loki es otra persona? Pensad sabiamente quién será vuestro elegido.
Y también, ¿quién es Kaira? ¿Una valkiria al azar que nunca más volveremos a saber porque era meramente un medio para un fin? ¿Es alguien que cobrará relevancia en la trama? O, mejor aún, ¿es alguien que ya conocemos? Haced memoria y pensad en las infinitas posibilidades, si alguno de vosotros acierta, os lo haré saber.
Y, sin más, procederé a decir cuál es la canción de este capítulo para dejaros tranquilos y, de una buena vez, ponerme a escribir lo que es realmente importante. La canción es Herr Mannelig, la versión en italiano de Haggard. Qué lo disfrutéis, esto es De Engaños y Decisiones Equivocadas.
P.S.: Ya veréis por qué son decisiones equivocadas y no, directamente, malas decisiones.


Hubiera preferido que el mundo se detuviera, que el mundo se detuviera. Asgard, Jotunheim, Midgard, Hellheim. Todos eran la misma cosa, dependían de la sabiduría de Yggdrassil como el cuerpo de un hombre dependería de su sangre, desde el más recóndito cabello hasta el último resquicio de la piel. Deseó tener el valor de tomar un hacha, clavarla en la base del Árbol de la Vida, allá donde las Nornas se perdían buscando en sentido de todas las cosas, tejiendo redes que enredaban a dioses y mortales. El Yggdrassil caería y sería un mentiroso si admitiera en voz alta, o tan sólo para sus adentros, saber qué sucedería luego. Quizá no cambiaría nada, quizá cambiaría todo, quizá él mismo moriría. ¿Cómo sería estar muerto? Sólo sería un momento, supuso; por un instante frenesí, locura y luego silencio, su cuerpo deslizándose en el vacío, y luego ya no importaría nada.

Se sintió tentado de acabar con todo. Hasta el hombre más miserable en Asgard, en Vanaheim, incluso en Hellheim tenía un arma, un hacha, un chuzo. No todos tenían la mente suficiente como para entender qué causaría usarlo, sin embargo todos entendían cómo funcionaba. Y, sin embargo, incluso los más estúpidos se guardaban de usar sus armas contra Yggrdassil. ¿Por qué lo hacían? Porque mientras Odín, el Padre de Todo, estuviera sosteniendo a Gungnir en una mano y en la otra sujetando las riendas de Sleipnir, los Nueve Mundos seguirían siendo los Nueve Mundos, todo congelado, como lo fue hace mil años, hace dos mil, hace muchos más, cuando todo era sólo Hielo y Fuego. Él debía respirar y vivir el caos, el terror, la oscuridad, y esa manga sin fin de ineptos no tendrían que pasar por ninguna de esas cosas. Él debía sufrir y suplicar, cuando no había nadie que pudiera oírlo, para que el equilibrio de las cosas aún reinase sobre todo cuánto existía.

¿Y si los dejaba matarlo? ¿Y si acababa con su propia vida? No durarían ni un día y de eso estaba seguro, totalmente seguro. ¿Y qué vendría luego? Ni siquiera haber dado un ojo para beber de las fuentes de Mimir podía darle una pista de qué sucedería si él llegara a faltar, de lo que ocurriría cuando, por su ausencia, el caos se desbordara desde Asgard hasta los dominios de Hela y más allá. ¿Qué traería el caos entre sus alas negras? No podía imaginarlo, pero deseaba que si, un día, él cruzara el Gjöll, pudiera ver desde ahí, desde la eterna sombra, la niebla, el frío insondable y sin nombre, todo lo que acontecería. Pagaría todo lo que le pidieran con tal de verlo, con poder observar, como un simple espectador, cómo todo se caía a pedazos.

-Podría ayudarte si me lo pidieras…-la voz sombría lo asaltó sin avisar. Esa voz parecía invocar la mismísima oscuridad.

-¿Disculpa?-preguntó sin voltear a mirar cuando el escalofrío que le recorría la espina dorsal se replegó hasta donde no pudo sentirlo. Reconocería esa voz en cualquier sitio, siempre le instaba a sospechar, a creer que todo era una farsa y, sin embargo, como si fuera un simple humano, quería dejarse engañar por esa voz. Los ojillos vivos, llenos de destellos, brillaron a su espalda.

-Si tan sólo me lo permitieras, podría ayudarte-la voz adquiría un nuevo matiz, ahora ligeramente más seductor, y por Mimir, ya quería ser un estúpido hombre y dejarse arrastrar, pero no podía.

-Ya te oí. ¿En qué crees que necesito de tu ayuda?-preguntó con apenas un gorjeo.

-Te lamentas, desde el primer día hasta el último. Sufres, y entiendes que sólo hay una forma de acabar con tu sufrimiento-el sonido de las botas resonó por todos lados-; te ofrezco una salida.

-Una salida…-repitió Odín, su voz era neutra, con un ligero tinte de incredulidad-. Una salida-bufó, casi con rabia-. ¿Qué te hace pensar que quiero la salida que tengas por ofrecerme?

-Necesitas una… la deseas-la voz de la mujer, bien modulada y algo ronca, no se hizo esperar.

-Sí, sin duda quiero acabar con todo esto, eso no te lo niego, pero de todos modos, no necesito de tu ayuda-hubiera dado su único ojo con tal de saber quién era. Recordaba ese timbre, esa impronta, pero era incapaz de saber a quién pertenecía todo eso, parecía venido de un largo sueño del que sólo podía recordar la mitad. Volteó, quizá si la miraba sólo una vez más ese hechizo llegaría a su fin-. No quiero tu ayuda, así que puedes olvidarte de lo que quiera que fueras a pedir a cambio-y eso último fue un gruñido que oscilaba entre la frustración de no tener idea de quién era aquella mujer de una moral tan dudosa y unos cabellos tan negros como las alas de un cuervo, y no tener el poder para alejarla de sí y con ello la tentación. ¿Qué importaría ceder ante lo que ella deseara si no estaría ahí para ver la destrucción que provocaría? Al menos su muerte le sería de provecho a alguien. Ella rio roncamente antes de replicar:

-¿No quieres mi ayuda? ¿No la necesitas? Déjame decirte que no lo parece-¿quién era esa mujer, en nombre de Mimir, de Hela y de todo cuanto existía? ¿Quién se atrevía a hablar así a un Áss?

-No; si quiero acabar conmigo y con todo lo que siga, créeme que puedo hacerlo solo. No necesito a una sucia…-.

-¿Y por qué no lo has hecho entonces?-la voz juguetona acarició sus oídos, apenas unos tonos más aguda, sin inmutarse por haberle interrumpido.

-Ten cuidado, ten mucho cuidado. Freya o Frigg oirán de esto y sea cual sea la que lo oiga primero, no le gustará lo que oirá; no necesitarán de mucho para hacerse cargo-por unos instantes no la tomó en serio, al menos no lo suficiente y se preguntó cómo ella había llegado a colarse ahí; no alcanzó a seguir prestando atención a sus pensamientos, devuelto rápidamente a aquella sensación de que todo acabaría mal que lo invadía cada vez que la veía.

-Ten cuidado, ten mucho cuidado, Odín. No soy una simple Valkyria si es lo que piensas-los ojos de la mujer eran ahora un poco más fríos y duros, como los de una bestia acorralada-. Yo sé dónde escondiste tu ojo-y, antes de que pudiera replicar, llamándola mentirosa o accediendo al chantaje, antes de que pudiera parpadear, ella ya no estaba ahí.

Abrió los ojos para dar de súbito en la oscuridad, estaba en su cama y Frigg dormía tranquilamente a su lado, su respiración sosegada le llegaba de una manera casi imperceptible. La miró, a la luz de esa luna que ya no se parecía a la luna. Y, de pronto sólo entendía una cosa: ese sueño no había sido un sueño. Y esa valkyria, desde luego que no era sólo una valkyria. La conocía, pero ¿quién era? Y, sobre todas las cosas, ¿por qué ella sabía tanto? Ella era mucho más de lo que aparentaba y en sus manos había mucho más poder del que parecía y eso era aterrador. Una fuerza sin nombre, un peligro al cual sólo podía ponerle un rostro y nada más.

Acomodó un mechón de cabello tras la oreja de su esposa y, de repente, todas las perspectivas cambiaron: tenía miedo, más miedo del que sintiera nunca y eso era lo que lo detenía, lo que lo ataba a la vida, no era Frigg, ofreciéndole mañana a mañana las manzanas de Iddun, era la ilusión con que ella lo hacía, era la seguridad que ella sentía de que, si mañana a mañana eso sucedía, lo tendría por siempre a su lado. Pero, más allá de eso, lo que no podía soportar, era la certeza de que, si él desaparecía, ella correría peligro. Se sobrepondría al dolor, era fuerte, pero nunca más volvería a estar a salvo. Todos se matarían por el Trono el día que él marchara a Hellheim. Thor, seguramente, tomaría su martillo y se pondría en guardia, defendiendo lo que pertenecía a su familia, protegiendo a su madre, sin embargo, jamás llegaría a ser rey, no necesitaba haber bebido de la fuente de la Sabiduría para entender eso. Frigg alzaría la voz, y aunque en el fondo de su corazón deseara ser reina, quisiera incluso quitar a su propio vástago del camino para sentir lo que era ser admirada por derecho propio, gritaría a todos, Aesir y Vanir, que se pusieran de rodillas ante Thor, ella la primera. ¿Cuánto sería ella capaz de soportar? No quería saberlo, siendo muy sincero.

Luego estaban Freya y Freyr, ella con su ejército de Valkyrias, su mitad de los Einherjer, que la seguirían idiotizados sin dudarlo por un instante, y él con su legión de elfos. Ellos eran un asunto totalmente aparte. Un asunto que desestabilizaría el orden de todas las cosas. Y, antes de poder mencionar otro nombre, antes de poder siquiera pensar en alguien más, supo quién era ella y su rostro sólo pudo palidecer del pavor.

Lo suficientemente lejos como para que los aterrorizados ojos de Odín no alcanzaran a verlo, estaba Arturo tendido de espaldas sobre la cama. Llevaba así todo lo que parecía ser un día o tal vez más.

-Vamos, déjame verlo-escuchó una voz con acento; era un hombre y aparentemente tenía bastante ánimo, no iba a saberlo él. El guardia farfulló algo en respuesta que no alcanzó a oír-. ¡Oh, por favor! No te cuesta nada, son sólo cinco minutos.

-Hay órdenes claras, no puede salir-el guardia habló más fuerte esta vez. , pensó. No había salido de aquel cuarto desde que había llegado a Fólkvangr, sin embargo tanto silencio y olvido del otro lado de la puerta se le antojaba extraño, más de lo que podía admitir. Y, aunque le había costado comenzar a sospechar, porque siempre le costaba sospechar, desde hacía una media hora –aunque podía haber sido media hora o tres horas completas, porque su sentido de la orientación era ridículo- ya estaba completamente seguro de que lo habían dejado ahí porque ahí era donde menos le molestaba a los demás y, para ser sincero, no era capaz de culparlos en ese preciso momento. Se había hundido sólo, y eso sólo era un eufemismo para referirse a la condena que ardía sobre su piel, porque podía acercarse a la ventana y ver un paraíso, ver las montañas y saber que, tras mucho andar, encontraría un infierno que era incapaz de comprender y que, sin embargo, existía, hecho del más puro de los hielos y un horror sin nombre; pero, más allá de todo eso, cuando estuviera muerto, cuando su mente dejara de correr y su corazón de latir, su mente sería encadenada por toda la eternidad y tendría que enfrentarse a aquello que siempre había rehuido, los demonios eran reales y eran suyos, todos, no importaba cuánto corriera, al final del día estarían como gárgolas cazándole, mirándole desde la más tenebrosa de las sombras, riendo. Dirían, muy posiblemente: "Mirad, mirad a Arturo. Desde niño se mintió a sí mismo, desde niño se persignó la frente mientras miraba a los rincones donde no llegaba la luz con pavor, rezó las mismas estúpidas oraciones que se enseñaron por siglos, creyendo que eso algún día le aseguraría no tener que ir al Infierno, que llegaría a ver a Dios y a Cristo y se salvaría; pero mírenlo ahora, resultó ser el más terrible de todos nosotros, y no hay nada que pueda rescatar su alma mientras el fuego lo consume por toda la eternidad, hora a hora". ¿Quién querría alguien así cerca? ¿Una criatura tan vil y ponzoñosa?

-¡Arturo! ¡Arturo, por favor, acercáte a la puerta!-Hopkins gritó desde el otro lado. ¿Hopkins acaso quería su compañía? No, era mejor que se mantuviera lejos, por su propio bien; así, algún día, podría salvarse. Aún así, se paró de la cama y fue hasta la puerta, con la ilusión de un crío, a oír lo que tuviera que decirle, aunque no pudiera ayudarle ni lo más mínimo encerrado como estaba.

-¡Ya te dije que no puedes! ¡Aléjate!-la voz del guardia se alzó otro poco y el ruido de un arma al ser blandida surcó el aire. Arturo respingó, incluso sabiendo que no podría hacerle daño y su garganta se cerró de una forma extraña, tan extraña como todo lo que había sucedido en ese viaje, especialmente luego de dejar Asgard. Había creído que dejando a Esperanza en el que suponía era su hogar y tomando el barco, yéndose lejos, estaría en paz, que todo volvería otra vez a la normalidad, pero no había sido así, había sido todo lo contrario. ¿Por qué un peso le oprimía el pecho al escuchar aquella barahúnda sin orden ni concierto? ¿Por qué se sentía tan mal al no oír nuevamente la voz de Hopkins? ¿Acaso aún no estaba tan podrido como para sentir lástima por un amigo o era el miedo hablando? No es como que alguien fuera a acercársele, para bien o para mal, esa gente parecía odiarlo.

-¡En paz! ¡En paz, en serio!-Hopkins retrocedió rápidamente, sin quitar la vista de encima del hacha con que el Einherjer le apuntaba. Había intentado por los buenos métodos, persuasión e intenciones honestas mediantes, y había fracasado miserablemente; ahora aceptaba su derrota, porque le gustaba conservar la cabeza sobre el cuello.-Ya me voy-. Cualquiera diría que era un cobarde por retroceder así, caminando de espaldas, intentando no chocar con los muros y recodos del pasillo, con las manos en alto, amedrentado ante la impronta de alguien que podía haber muerto hace, fácilmente, mil años y contando; él diría que le serviría ron a esa persona y reiría sobre sus preocupaciones tan tontas y nimias, y que, al beber de su copa, diría que todo había sido ganancia, porque seguía vivo y podía intentarlo otra vez.

Así que, con una sonrisa sardónica en la cara para ocultar su frustración y su ego herido, se retiró antes de que el guerrero, evidentemente más experimentado y bravo que él –un fanático religioso, según su mirilla, pero eso no es lo que estaría en discusión cuando tuviera su hacha en el cuello y la cabeza separada del cuerpo- atinara a darse cuenta de que, de un modo u otro, había sido vilmente burlado. Tampoco se detuvo a pensar en Arturo y en cómo todo eso le había afectado, por supuesto que, ni siquiera sabía que eso le había afectado ni su visión fatalista sobre todo lo que acababa de suceder. Se le antojaba un pibe exagerado la mayor parte del tiempo, narcisista y exagerado, pero jamás llegaría a entenderlo del todo y eso lo tenía, completamente, sin cuidado. Tampoco prestó atención a la sonrisa que se iba transformando en una mueca cruel, sus ojos que perdían brillo y cobraban un tinte rudo y molesto, sus puños que se crispaban sin proponérselo. Y, estaría de más decirlo, pero cuando estuvo finalmente fuera de Fólkvangr, en medio de Vanaheim, con aquel frío que se le hacía diez mil veces más insoportable que el de Gran Malvina, no prestó atención, acaso en otro contexto lo hubiera hecho, a la figura encapuchada que lo seguía en medio de la nieve todavía deshaciéndose. O quizá lo hizo y no le importó. En ese lugar tan extraño eran un punto intermedio entre un pariente molesto de visita y un prisionero de guerra, era incapaz de decidirse: quienquiera que fuera esa sombra deslizándose donde la luna no hacía brillar el hielo, cuyas botas no sonaban por la maestría y la costumbre tras, tal vez, milenios, confinado en el hogar de los dioses, como su humilde esclavo, no le haría daño, posiblemente, ni siquiera se le acercaría.

Estaba oscuro y su vista fallaba, tenía hambre y estaba cansado de vagar. Aquel paso, que hacia unas horas le pareciera una obra de arte y un trabajo de ingeniería tan magnífico que ese lugar era una prueba en sí misma de la existencia de los dioses, ahora se veía terrorífico a la luz de las antorchas… y la figura encapuchada tras de sí, se preguntó acaso no era la muerte, siguiéndole a cada pisada. No, sacudió la cabeza, si fuera la muerte, traería una guadaña. Soltó una brusca carcajada, algo chillona y no supo identificar si era alegre o la identificación que portaría la más miserable locura. Qué hubiera pensado de niño, se preguntó, si alguien le hubiera dicho que de mayor estaría ahí, en un portal entre dos de los nueve mundos que componían un universo que se había perdido en los mitos olvidados hace siglos, universo sobre el cuál sabía poco y nada y eso sólo gracias a unos cómic que le llegaban a las manos cada vez que la barcaza proveniente del continente fondeaba en el muelle. Qué hubiera pensado ese niño de mejillas coloradas, que hablaba un pésimo inglés y con un acento argentino que lo volvía escoria a ojos del dueño de la barcaza, un británico jubilado con contactos en Londres aún, de donde le enviaban esas historietas que él regateaba y de las que no entendía una sola letra –hablaba el inglés con suerte y para defenderse, pero de ahí a leerlo era largo trecho-, pero con las que poco a poco iba aprendiendo; qué hubiera dicho siquiera ese niño si le hubieran dicho que, de mayor, estaría parado en el portal que separaba Asgard y Vanaheim, a los pies de aquella cordillera que podría tomar diez vidas cruzar, sospechando que otro peatón –dios o simple mortal, no hacía diferencia alguna- era la Muerte. Sin dudas, hubiera dicho que era una locura, y se hubiera llevado la historieta, que seguramente había hurtado a aquel gringo en un descuido, hasta una de las cuevas de la playa para intentar descifrarla.

Hubiera dado gracias a Dios, si hubiera recordado cómo hacerlo, cuando salió de ese túnel socavado en la montaña, y estuvo de regreso en Asgard. De seguro había tomado sólo un par de minutos, no más de diez. Si se paraba y volteaba a ver aquella enorme roca sin fin y miraba el túnel por el que había venido, de nueva cuenta, podía asegurar que cruzar ese camino tomaría un par de horas –y escalar y descender del otro lado, un par de vidas, dos o tres, eso era a gusto del usuario-, y, sin embargo, de todas maneras le causaba una angustia que no podía explicar.

A paso apretado, ahora entre el pasto cada vez más verde, y disfrutando de estar en un lugar con menos nieve y, por ende, más cálido, se dirigió a Valaskjálf y, entre la gente entrando y saliendo de los cuartos –una vez, alguien le había dicho que superaban los quinientos y tenía toda la intención de creerle a esa persona-, se sintió más animado y olvidó lentamente sus preocupaciones.

Cuando finalmente estuvo dentro del Valhalla, donde iba cada noche y de a donde a veces no salía de día, se sentía lo suficientemente optimista como para tomarse un buen par de cuernos de hidromiel y comer todo lo que las Valkirias tuvieran por ofrecerle, de más estaba decir que comida y bebida no serían lo único que quería aceptar de ellas. Lentamente comprendía que esas mujeres eran el Paraíso en sí mismo, vivían como un hombre, quizá por eso se le hacían tan encantadoras. Tenían una moral tan diluida que no tendrían problemas con escoger a propio deseo un feliz afortunado al que alegrarle otro poco la vida, y al día siguiente cabalgar a la guerra. Lo cautivaban. Rio de buena gana cuando Thor brindó hacia la concurrencia, eufórico por haber acertado nuevamente con su martillo en la diana que había al otro lado del salón, posiblemente llevaba en eso toda la tarde.

-¿No te parece patético?-le preguntó una voz varonil que no supo reconocer mientras aún reía a todo lo que le daban los pulmones por el mero placer de estar de buen humor como todo el mundo en ese salón que parecía no tener muros; mientras alzaba su cuerno de hidromiel decidió ignorar olímpicamente al amargado recién llegado-. Mjölnir no puede errar el tiro, Thor puede estar toda la maldita noche ahí, arrojándole ese martillo a la misma diana o a cualquiera, como un imbécil y acertará todas las veces, y todos se pondrán más y más ebrios, celebrando como si les sorprendiera el resultado. Me pregunto a quién en Valhalla le puede sorprender el resultado-el desconocido corrió una cómoda silla de madera que había junto a Hopkins y se sentó a horcajadas, apoyando el pecho en el respaldar.

Hopkins volteó hacia él con gesto de fastidio, tentado de sugerirle que se fuera a emborrachar a otra parte, con otra gente, por amor de los dioses y que a él lo dejara en paz, sin embargo no pudo siquiera mediar palabra. Ahora, a la lúgubre luz de las antorchas y los fogones del salón lograba distinguir la capucha que de refilón había visto durante todo el trayecto. Entre los resquicios de la tela, que felizmente le cubría gran parte del rostro, como se permitió pensar más tarde, distinguió que el sujeto era tuerto y que una fea cicatriz le atravesaba la mejilla y la ceja del mismo lado en que había perdido el ojo, como si un espadazo le hubiera caído de repente y, al levantar su contrincante el arma, ésta hubiera salido con el ojo aferrado.

De todos modos, la verdad sea dicha, el ojo sano tenía una impronta lo suficientemente vil como para hacer que se le helara la sangre y contemplara dos veces decirle que se alejara, aunque sentía el irremediable impulso de poner distancia entre los dos. Los rasgos eran duros y crueles, y el cuerpo parecía preparado para partir a la mitad, por mero deporte, a quienquiera que se le cruzara en el camino. Se hubiera preguntado cómo semejante espécimen no le había arrancado la cabeza en el trayecto a través del portal si no hubiera estado lo suficientemente ocupado en contemplar cómo excusarse cortésmente e irse a otro lado, de preferencia con gente más risueña, agradable y con un par de copas dándoles vuelta por las venas, serían mejor compañía y una buena protección, de seguro.

-Te vi en Folkvángr-la voz del rudo desconocido tenía una nota salvaje, advirtió y su mirada era absorbente, como un pozo sin salida. ¿Sería un hechicero intentando ver a través de él? ¡Sin duda le gustaría lo que vería!, se dijo en un intento de calmarse-. En la habitación de Arturo-y esa última frase sonó como una condena.

-Sí, hace un rato estuve allí-Hopkins no supo cómo quitarse la condena de encima, por patético que sonara; él, que huía de país en país, engañando aduanas, tomando identidades falsas o que le pertenecían a alguien más, construyendo historias desde las mismísimas cenizas y llenándose la bolsa a voluntad. Era curioso cómo un farsante perdía la voz y esperaba, esperaba lentamente a caminar por el Puente de Gjöll y ver a Hella. Le daría saludos, supuso, acaso aún hubiera una Hella –era incapaz de recordar-, y le daría algo más. Decían que era mitad mujer y mitad cadáver pudriéndose, él podía ignorar lo del cadáver, por el bien de todos.

-Seré breve, porque no me interesa oír tus titubeos ni los de nadie-por un minuto Hopkins recordó a su padre y el sudor involuntario que le recorría la espalda cada vez que oía cerrarse la puerta de la casa en medio de la noche y aquellas pesadas botas adentrarse lentamente. Aquel desconocido parecía de la mitad de su edad, apenas un muchacho; sí, a esa edad muchos robaban y mataban, él con ellos, pero no dejaba de ser un muchacho atolondrado e impulsivo; pero muchacho y todo, hacía que se encogiera de la misma forma que cuando su padre llegaba a casa, con ese olor a sal después de tanto pescar, o eso era lo que él creía que hacía, lo que creía hasta que no volvió una noche y en la mañana hubo otras noticias-. Quiero saber exactamente cuál es tu punto con Arturo-se obligó a sonreír afablemente, distraídamente, tontamente, como si no supiera a qué se refería; sus labios no alcanzaron a susurrar que desconocía completamente cuál era el asunto-. Quiero saber cuál es el puto problema con ese crío de mierda; ¿por qué alguien querría ir a visitar a ese inútil? Toda la maldita tripulación o lo que queda de ella habla pestes de él.

El trasandino achicó los ojos, viendo su oportunidad. La expresión juguetona, llena de vida, tiñó sus ojos. Se acercó amenazadoramente a su interlocutor, consciente de que un milímetro más podía ser su fin y entre susurros se animó a decir:-¿Te confío un secreto?-esperó el tiempo prudente para que sus palabras hicieran efecto y la mirada de asco, hartazgo y curiosidad adornara el rostro de Siggurd-. Arturo Gómez me importa una mierda-y alcanzó a apartarse justo a tiempo antes de que la zarpa agarrotada del guerrero nórdico pudiera sujetarle el pescuezo-. No doy un duro por él-y ahora sus ojos ya no eran los de un bromista timador, eran los de un hombre serio, maduro, hecho y derecho, y por sobre todo, astuto y audaz. Siggurd no pudo evitar preguntarse por qué reaccionaba tan a la defensiva, por qué sus escudos estaban ahora cubriéndolo nuevamente si hasta hace unos segundos parecía tan dispuesto a cooperar. ¿Por qué alguien querría defender a Arturo Gómez?

-¿Por qué defiendes a ese inútil? ¿En qué puede servirte? ¿No te das cuenta de que sólo estás arruinándote a su lado? Es un incompetente y que esté encerrado en Fólkvangr lo prueba, ¿no crees?-siseó Siggurd mientras bajaba la mano agarrotada, comprendiendo que, si su intención había sido estrangular a ese mortal cuyo nombre ni siquiera conocía, no la había logrado concretar y no podría hacerlo en los próximos cinco minutos.

-¡Vaya! Así que Freya colecciona inútiles-se aventuró Hopkins, consciente de la línea que estaba cruzando. La respuesta fue rápida:

-No empujes tu suerte, mortal-el siseo de Siggurd se asemejó al de una serpiente a punto de atacar, su único ojo lo observaba de una forma enfermiza.

-Mortal-Hopkins saboreó la palabra socarronamente, con una sonrisa burlona en los labios, sin quitarle la vista de encima, mientras se llevaba el borde del cuerno a los labios. Sin duda estaba probando al muchacho, quiera quien fuera, hubiera vivido cuantos años hubiera vivido, no dejaba de ser un muchachito impaciente e iba a tomar ventaja de eso-. Y eso es lo que soy, un simple mortal: sólo quiero vivir mi vida en paz, estar seguro hoy, sobrevivir para mañana, tener algo que llevarme a la tripa y un lugar donde vaciarla. No pido mucho.

La carcajada de Siggurd le pareció más enfermiza que su mirada obsesiva y perversa:
-¿Crees que me voy a creer eso?-se burló-. Como si eso fuera lo que realmente quiere un mortal que se atrevió a llegar a la Tierra de los Dioses y codearse con ellos.

-Eso es cierto-Hopkins le concedió el punto con un grácil movimiento del cuerno de beber, justo antes de desecharlo por estar vacío-. Pero no es como que tú puedas ofrecerme lo que realmente quiero-se mordió la lengua, feliz de no haber dicho busco en vez de quiero.

-¿Y acaso Arturo puede?-aquella mirada era lo suficientemente fría como para que se planteara cómo hubiera sido toda esa conversación de haber mantenido la lengua tras los dientes, la misma ruidosa sensación que lo invadía cada vez que hacía lo que él describía como verse la suerte entre gitanos con alguien, sólo que esta vez la pequeña vocecita que todas las veces pretendía obligarlo a huir era más fuerte que nunca y estaba genuinamente tentado a oírla.

-¿Cuál es el punto?-preguntó Hopkins, pretendiéndose cansado de tanto divagar, pero sinceramente interesado por el cariz que tomaban las cosas; ahora que tenía la palabra por apenas unos instantes, su lado calculador volvía a la escena, como un personaje que le gustaba interpretar y conocía bien.

-¿Qué hacías en el cuarto de Arturo?-fue la escueta pregunta de Siggurd, que comenzaba a perder la paciencia y a marearse en aquel combate intelectual. Lo suyo eran las armas, no sentía vergüenza de admitir que sus dotes nunca serían las de un diplomático.

-¿Cuarto? ¿No será celda la palabra correcta?-preguntó el contrabandista argentino, realmente le gustaba empujar su suerte, era su vanidoso modus operandi. Siggurd estuvo tentado de encajarle una patada-. Pasando por alto eso, que es totalmente aparte, ¿no es obvio?: Iba a verle-hubiera añadido un ¿Acaso no tengo permitido verle? Si la respuesta más lógica no estuviera tan tajantemente en su contra. La mirada amenazadora de Siggurd le obligó a seguir hablando-. Muy bien, muy bien, no eres fácil de disuadir, ¿verdad?-la burla maquillada de cumplido no hizo efecto, hubiera jurado que el escandinavo tuerto le había enseñado los dientes como un perro a punto de atacar.

Cuando era niño, en esa edad en la que sos una pequeña tormenta que quiere entenderlo todo y no entiende, al final, nada de nada, mi madre solía decirme que veníamos de una ciudad llamada Mendoza. No pretendo que sepas dónde queda Mendoza ni me apena tampoco que, muy posiblemente, lo ignores: nunca he puesto el pie ahí. Puede que te parezca que empujo demasiado mi suerte, mientras te hablo de mi niñez y busco con la mirada algo de comer. Pero esto tiene más sentido del que crees, ya vas a ver. Cuando chico me gustaba preguntarle cómo era Mendoza. La Ciudad del Eterno Verano, le decían. Me gustaba pretender que si le preguntaba cómo era ese lugar, por arte de magia iría hasta allá, porque estaba convencido de que era mi casa. Sin embargo, nunca se me ocurrió preguntar por qué nos habíamos ido de ahí y ella nunca me lo contó, de todos modos. Muchas cosas hubieran sido más fáciles si lo hubiera hecho, si en mi curiosidad de niño le hubiera preguntado por qué estábamos en un lugar en el que el verano parecía sólo un invierno menos duro, donde hacía frío, había nieve y la gente hablaba extraño, y no sólo la que se bajaba de los barcos. Quizá, cuando fuera lo suficientemente grande como para comprender la respuesta, más o menos vaga, la hubiera olvidado, incluso hubiera olvidado haber preguntado. Supongo que esto sí debe de interesarte un poco más si realmente vamos a ser aliados, porque en eso vamos a terminar, eso creo. Porque no se me ocurre otra razón por la que ahora me clavés los ojos como si quisieras asfixiarme ahora mismo, y tampoco se me ocurre otra razón para que no me hayás ahorcado todavía: o es que, muy en el fondo, supongo una amenaza para tus planes, que me traen completamente sin cuidado, o es que necesitas alguien que te ayude en ellos y la única persona que tienes en mente, para tu desgracia, soy yo. Eso me lleva directamente a que, lo que sea que estés tramando, involucra a Arturo, pero es algo lo suficientemente grave como para que no te atrevas a decírselo a la cara. En ese caso, porque no hay otro, debería ser yo quién te pregunte:
-¿Qué te traés entre manos con Arturo?-.
Y no te lo pregunto porque el chico me importe, te lo aclaro otra vez, por si las dudas. Al menos, no me importa él como persona, nunca hemos sido lo suficientemente cercanos como para que su desgracia me haga sentir lástima o compasión, y si hay alguien que ha sufrido en esta vida, ese es él. Ni vos, ni yo, ni nadie, él. Sino que porque estoy condenado a su destino, lo que quiera que le pase a él, repercutirá en mí: es como si llevase una cuerda anudada al cuello, que me atara a él; si se va al abismo, no hay opción para mí.

-¿Cómo llegaste hasta él?-me preguntás, casi al borde de perder la paciencia. Si tan sólo hubieras prestado la más mínima atención, comprenderías que te lo he dicho todo y que ahora tenés entre tus dedos el futuro de más personas del que quisieras, como si fueses una de las Nornas, tal vez. Arturo Gómez está maldito, toda su vida ha estado maldito, su alma está maldita desde antes de que vos vieras el mundo por primera vez y eso es algo que no podemos cambiar. Y sin embargo, su maldición ha gobernado mi vida, gobernó la de mis viejos, gobernó la de todos en mi maldita familia, ¡qué ironía! ¿No? Y si me permitís, confesar algo, si tan sólo me dejás decirlo, haría lo que fuera por saber cómo quitarme esa maldición de encima.

-¿Y cuál es esa maldición?-preguntás ahora. Si tuvieras un poco más de cerebro y un poco menos de músculos, no necesitarías siquiera preguntar, el puzzle lo acabarías de hacer, y en lugar de una mirada de fastidio, lo que vería ahora en tu ojo sería cómo la pupila se agranda, como el gris gana terreno sobre el blanco, y tu rostro palidece, o lo que alcanza a verse de él. No te ofendás, por favor. Andá, preguntá a las Nornas, explicarte eso es trabajo de ellas.

-¡Hopkins! ¿Qué haces allá solo, eh? ¡Ven!-grita Wells desde el otro lado del Valhalla. ¿Cómo cuernos gente como nosotros pudo llegar a un sitio como éste? No tengo idea, preguntá a las Nornas eso de mi parte, también, si no te molesta.

-Esta conversación no ha terminado-gruñes por lo bajo, intentando intimidarme, mientras me pongo de pie y te tiendo la mano. Y sólo puedo responderte una cosa:

-Por supuesto que no, Kaira es sabia-antes de guiñarte un ojo e irme alegremente antes de que puedas ponerme un dedo encima. Porque yo lo sé todo, incluso dónde Odín escondió su ojo.

Antes de que Siggurd alcanzara a mediar palabra, Hopkins había desaparecido entre el tumulto, mientras Thor festejaba, eufórico y borracho como era su costumbre, haber acertado nuevamente en la diana. Y, desde luego, valkirias, einherjer y aquella extraña gente venida de Midgard que se le antojaba bastante inútil, todos celebraban con él. Cuando era más joven había querido creer que lo hacían sólo para no caer en desgracia frente a una deidad, lo cual sonaba bastante inteligente, pero la dura realidad no había tardado en caerle como un piedrazo. Ahora se conformaba con mirarlos con una mueca retorcida en la cara y jactarse de no ser tan imbécil como ellos.

Hubiera querido creer que Bifrost aún se sostenía dónde estaba acostumbrado a verlo, con sus colores brillantes, sosteniendo a Asgard y Vanaheim como un racimo de uvas cuyo enorme peso le obligaba a descolgarse de la mata. Aún recordaba su viaje hasta ahí, volando a lomos de caballo, sujeto firme a una Valkiria, huyendo de la destrucción en la tierra de los hombres, consciente de que, al menos para él, todo había acabado. ¿Consciente? No, esa era una palabra demasiado grande; creyendo, eso sería más acertado.

Bifrost, todavía uniendo Asgard con Midgard le hubiera solucionado un par de cosas. Hubiera ido a ver a Heimdall, si aún vivía Heimdall tras el Ragnarök, le hubiera dado un barril de hidromiel y hubiera cruzado tranquilamente el puente. Pero no hubiera llegado a Midgard; hubiera recorrido el Yggdrasil palmo a palmo hasta llegar a sus raíces, y hubiera visto a las Nornas y a Iddun con ellas; y le hubiera preguntado a Kaira qué cuernos estaba pasando. Todo se estaba cayendo a pedazos y él no entendía nada. Estaba a punto de perder la cabeza.

Pero los malditos Jothun tenían que destruir el condenado puente y ahora no tenía opción. Se suponía que Kaira, de todos modos era una Valkiria, no una Norna. ¿Quién era ella y por qué sabía tanto? En otro momento, hubiera pensado que era una vil charlatana y ahora no la estaría buscando para hablar con ella, sino que para arrastrarla de los cabellos hasta Freya o hasta Odín; pero ahora el presentimiento de que algo muy grave se estaba entretejiendo bajo sus pies era lo suficientemente grande como para darle una oportunidad a lo que ella tuviera por decir.

No tenía dónde ir, esa era la verdad. Cruzar de regreso a Vanaheim y buscarla en Fólkvangr, bajo las narices de su Señora, no era una idea sabia. Errar por todo Asgard intentando verla en medio de la noche, tampoco tenía sentido. Podía pasar una vida o dos y jamás la encontraría. Pero era una Valkiria y cabía una gran probabilidad de que se apareciera por el Valhalla esa noche, para llenar las copas de los Caídos, beber hidromiel hasta caerse y disfrutar de la vida, si es que eso se podía parecer a una vida.

Se mantuvo tan lúcido como pudo hasta que, finalmente, tras varias horas, la vio llegar. Iba sola, como un verdadero lobo solitario. Las otras mujeres parecían tener un mal concepto de ella o ella mantenía su entorno demasiado limpio. Esta vez sí iba vestida, llevaba una armadura algo maltrecha, pantalones, botas y una espada a la cintura. No podía negar que le parecía, cuanto menos, interesante y que, bajo otras circunstancias, su relación con ella hubiera sido completamente diferente. La Valkiria de cabello negro y ojos magnéticos lo vio, entre la gente, quizá presentía su presencia, o al menos eso se hizo creer; lo que no tuvo que inventarse para complacerse a sí mismo, fue la forma pícara en la que se curvaron esos labios al notar que lentamente se acercaba. De todos modos, antes de que esos labios pudieran abrirse, la sujetó de la muñeca.
-Aquí no-masculló sin siquiera mirarla y la condujo hasta una de las puertas del salón. Más gente llegaba, más gente se iba.

-Oh, así que ahora me dirás que eres pueril-esa voz irritantemente coqueta se coló por sus oídos, junto a los gritos de cama que desde hacía horas ya escuchaba. Se le antojaba grotesco. No hizo caso de la broma de Kaira; sólo atinó a sacarla lo más rápido de Valaskjálf, ocultándose entre las sombras y las bocas de los pasillos, hasta que por fin se encontraron en campo abierto.

-¿Dónde has estado?-la pregunta salió furiosa de su boca, como si no cayera en la cuenta de que por más de que la hubiera estado esperando ella no tenía la más remota idea de eso.

-Con Esperanza-los ojos de Kaira brillaron cruelmente ante la magra luz de la noche. Como si de un acto reflejo se tratase, Siggurd le soltó inmediatamente la muñeca y se recargó contra el tronco de un árbol, decidiéndose, finalmente, a ocultarse bajo sus ramas. Estaba, desde luego, muy interesado en lo que acababa de escuchar, en parte porque no lo esperaba en lo más mínimo, en parte porque tenía el serio presentimiento de que la valkiria acabaría por arruinarlo todo y su visita a Esperanza había sido el comienzo.

-Habla-su voz sonó como un gruñido apenas audible.

-Tenías razón-Kaira acercó su rostro hacia el de Siggurd; cuando sólo unos pocos centímetros separaron su aliento y el de ella, la vio alejarse y cómo su comisura se curvaba en un gesto algo irónico. Estaba realmente muy confundido y no le cabía duda de que ella se iba a aprovechar de eso-. Arturo ha venido a Asgard a casarse-ella, desde luego, vio cómo su rostro se congelaba por la sorpresa antes de impulsarse grácilmente hasta quedar sentada sobre una de las ramas del árbol. Él ya no podía distinguir su cara entre las sombras-. Y lo hará con Esperanza. La ha pedido en matrimonio a la Dama Freya, quien se ha mostrado bastante complacida. Odín no ha encontrado palabras para quejarse esta vez y echarle por tierra los planes.

-¡¿Arturo?! ¿Ese inútil? No entiendo por qué Freya ha aceptado tal cosa; ¿estás segura de lo que dices?-Siggurd fue incapaz de disimular su repudio, sorpresa y desagrado ante aquella noticia; buscó entre el follaje desesperadamente a Kaira para que, aunque fuera, con la mirada le diera una señal de que todo era una broma.

-Lo menosprecias demasiado, ¿sabes? Tiene un gran poder entre sus manos, Freya no aceptaría menos por su protegida-la voz fue suficiente para entender que nada de eso era una broma.

-Ya he oído eso antes-bufó Siggurd; hubiera agarrado a hachazos el árbol contra el que estaba apoyado si eso no hubiera significado que le arrancaran la cabeza después-. Y de cómo un sujeto llamado Hopkins está maldito por su culpa.
-Hopkins…-Kaira saboreó el nombre. Toda duda se desvaneció en la mente de Siggurd: efectivamente ella y él se conocían.

-¿Qué sabes de él?-la pregunta no era una pregunta, era una orden y no admitía réplica. No había forma en que ella pudiera hacerle creer que no conocía a Hopkins.

-Presta atención, pues te diré todo cuánto sé-.

Según el relato de Kaira, Hopkins había nacido en Mendoza, en Argentina, a finales de los años setenta. Era hijo de un hombre llamado Pedro Hopkins y de su mujer, Rocío Ledezma, a quien le sacaba diez años. Se habían conocido cuando Pedro había escapado del hogar de su familia, que cómo anécdota comentaban entre sus vecino que podían rastrear su linaje doscientos años hasta una Casa Noble del Reino Unido. Pedro había dejado las Islas Malvinas con la esperanza de un futuro donde no estuviera rodeado de mar, pequeñas casitas con pasto creciéndoles alrededor, frío, gente ingenua que nunca había dejado sus estancias y mirando ver acercarse la barcaza y, con ella las historias de ciudades grandes y bulliciosas.

Había arrancado una noche, mientras sus padres bebían junto a unos amigos junto a la cocina a leña. Dijo que salía a cuidar de las ovejas, a dejarles más agua y comida y forrar el establo, porque esa noche haría frío. Y lo hizo, sólo que nunca volvió a entrar, y las risas alimentadas en fernet hicieron que todo el mundo se olvidara de él. Corrió hasta la barcaza, que estaba a punto de zarpar, con dos billetes en el bolsillo, su chaqueta y una boina sobre la cabeza. El dueño de la barcaza lo aceptó a bordo, mirándolo con desconfianza.

-¿Sabe tu padre que estás aquí?-preguntó en su inglés con acento, mientras lo miraba sentarse en la tabla que había ubicado al frente de la suya. Estaba envuelto en una gruesa manta de Castilla, bebiendo de un mate cuya bombilla Pedro pudo jurar que estaba al rojo vivo. Hasta el día de su muerte pudo jurar, también, que aquel hombre por toda respuesta vio a un muchacho asustado y temblando por el frío, abrazándose con toda su fuerza de voluntad a la única chaqueta que había llevado, una campera de cuero que había comprado de usado-. Eso supuse-dijo antes de lanzarle una manta.

-Padre me ha enviado a comprar gas al pueblo-dijo intentando sonar creíble. El dueño de la barcaza le dirigió una mirada dura, evidentemente no le creía nada, pero como no era su asunto, se abstuvo de emitir comentarios. Así que, sabiendo de todos modos que llevaba a bordo a un chico que se estaba escapando, y a quien por cierto, no culpaba por querer huir de Gran Malvina, sitio sumamente aburrido en su opinión, zarpó y lo llevó hasta el continente.

El pueblo donde tiraron amarras era una cosa muerta en medio de los pastizales y el hielo de la Patagonia, incluso más muerto que las Malvinas. Un par de casas, un retén de policía y, contra todo pronóstico, una oficina de correos. Por la noche, antes de siquiera pensar en pedir refugio en alguna de esas casas, donde sabía que de buen grado lo hubieran recibido a cambio de historias de su isla perdida entre los azotes del mar, fue hasta la oficina de correos y pidió al camionero que lo llevase, no le importaba a dónde. El sujeto, muy posiblemente, vio dos cosas: el chico que tenía al frente tenía un acento bastante agringado y, si eventualmente llegaba a desinhibirse, podría llegar a ser muy locuaz. Cualquiera que fuera el caso, tener una persona a la que hablarle esa noche sonaba más divertido que hablarle al parabrisas o al asiento vacío del copiloto, aunque sin importar la situación fuera a obtener el mismo grado de respuesta.

Así, tras mucho errar, llegó a Buenos Aires y se quedó deslumbrado por las luces, por el tango, por las risas, por el acento estridente, por los barcos yendo y viniendo. Y comenzó a trabajar. Primero barriendo el cabello en una peluquería donde la dueña sólo le pagaba con la comida y dejándolo dormir en uno de los sofás, nunca supo si era porque realmente no podía pagarle más o porque era una maldita tacaña, aunque siempre sospechó que era más lo segundo que lo primero. Entonces fue que comenzó a tener sueños extraños, de una voz femenina cantando en un idioma antiguo una letanía que le calaba los huesos y le helaba la sangre, si esa voz en alguno de sus cánticos le hubiera dicho que era la muerte, le hubiera creído sin dudar. Luego fueron extrañas sensaciones, alguien le oprimía el pecho, los muros se le abalanzaban furiosamente encima. No entendía qué le pasaba, pero si había una cosa que entendía era que no estaba solo y eso era aterrador.

Nunca mencionó, por muchos años, a nadie ni una sola palabra de lo que estaba sucediendo, incluso si cada vez quedaban menos cabos sueltos. Sin embargo, eso no significaba que nadie a su alrededor fuera a darse cuenta de que algo andaba mal y de que, cuanto menos, era un joven extraño y perturbado, que si no tenía alucinaciones porque le faltara cordura, las tenía quizá por una fuerte dependencia a la marihuana, cosa que de todos modos, nunca pudieron comprobar.

La dueña de la peluquería no esperó a poder comprobar nada, convencida de que había contratado a un lunático, luego de sorprenderlo en medio de una crisis una noche, decidió que no lo tendría más en su casa y lo echó a la calle. Pedro no se molestó en replicar y fue a otro barrio a seguir buscando trabajo.

Ocho años después, cuando había logrado establecerse en la capital –de la que estaba seguro no iba a irse nunca, aunque aquella extraña fuerza que no se desligaba de él y cuya voluntad le era cada vez más inteligible, deseaba lo opuesto-, conoció a Rocío. Fue, realmente, una jugada del azar.

Él malvivía en los suburbios de la ciudad, pagándose una pieza en un edificio de poca monta, sobreviviendo con sus ingresos como estafeta de un despacho de abogados. Un día, llegó Rocío, una estudiante de Leyes a trabajar. Era peronista y le costaba mantener la boca cerrada sobre el asunto, para su mala estrella; pero, en medio del efervescente contexto político de la época, empatizaron y, por primera vez en mucho tiempo, Pedro no se sintió solo.

Ni siquiera el día de su muerte logró saber qué le había hecho creer que la había amado. Quizá la admiraba, quizá lo que amaba era la certeza de que cuando las sombras cubrieran su cuarto podría contarle a alguien todas esas experiencias aterradoras que sólo parecían vivir en su mente. Todo el mundo creía que estaba loco, él mismo era incapaz de no creerlo; pero ella no pensaba lo mismo. Ella lo escuchaba con atención y jugaba a entenderlo, a saber lo que decía y a que le creía cada palabra, porque si estaba realmente cuerda y si era realmente tan brillante como parecía, no podía creerle de ninguna manera. Pero esa compañía y ese apoyo era algo que, tras muchos años de soledad necesitaba y se sentía bien. Había creído amarla tanto como ella sí lo amaba por mucho tiempo y el hijo que tenían en común era la prueba de todo eso, así como ese anillo que parecía estrangularle el anular izquierdo, más aún en las noches, y que llevaba ahí sólo por la presión que los Ledezma habían puesto en sus hombros. Más miraba a su retoño, más miraba ese anillo, más miraba la dormida ciudad de Mendoza, donde la familia de su esposa lo había arrastrado en un intento por huir de la capital y de la opresión política, y más se convencía de que todo había sido una farsa, una mentira que se había repetido a sí mismo.

-Mi vieja está aterrada-dijo Rocío una tarde, mientras se sentaba en la cama donde él llevaba horas tendido mirando la ventana. En brazos llevaba una criatura sonriente, de ojos brillantes, que movía los brazos y las piernas sin parar. Nunca se había detenido a pensar en el contraste de esa imagen: ella se veía tan niña cargando a su hijo, casi como si no fuera suyo. La había oído antes con esa cantinela y quiso hablar para decirle que se callara, que lo que su suegra pensara le importaba poco o nada, pero ella no se quedó en silencio como las otras veces-. Estamos al borde de la ilegalidad-dijo, antes de cerrar los ojos, como si los apretara para evitar llorar-; estamos en la ilegalidad-se corrigió-. Lo que un día puede pasarle a otra gente del partido, al siguiente puede pasarnos a nosotros-él bufó, como si pensara que todo eso era una mentira, pero ella ya estaba demasiado avisada de que la mayoría de los que conocía desde que tenía uso de razón, la mayor parte de los que alguna vez había llamado amigos en Buenos Aires, ya no estaban o estaban en condiciones en las que era mejor la muerte; si se quedaba callada, sería una estúpida-. Puede que lo que le pase a mi vieja te dé lo mismo, puede que lo que le pase a mi viejo te dé lo mismo, puede que lo que le pase a mis hermanos te dé lo mismo, puede que lo que le pase a nuestros amigos te dé lo mismo, puede que incluso lo que me pase a mí te dé lo mismo; pero tenés que entender que lo que nos pase a nosotros es lo mismo que te va a pasar a vos y a Gonzalo-su voz se quebró al mencionar el nombre del niño entre sus brazos-; si no pensás ni siquiera en vos, pensá por lo menos en Gonzalo.

-No me hables de eso ahora-dijo Pedro con su acento de dudosa reputación-. Tengo mil cosas en la cabeza.

-Tenés tus fantasías en la cabeza, eso tenés-dijo Rocío. No se sorprendió al ver cómo los ojos se le agrandaban, al igual que los ojos de un hombre que acababa de ser apuñalado de muerte. No quería herirlo, pero entendía que no había otra forma de hacerlo entrar en razón-. Yo no voy a juzgarte por eso, ni voy a tratarte como un loco, como los demás. Sólo te diré que esto es inmediato, esto es lo real y mientras no dejés de estar tan metido en eso que te lleva persiguiendo por años y por lo que aún, Dios mediante, no te pasa nada…

-¡¿Nada?!-el grito fue desgarrador, como el aullido de un lobo agonizante-. ¿De verdad crees que después de todos estos años aún no me ha pasado nada? ¡Lo he perdido todo!

-¡Y perderás aún más si no dejás esas cosas de lado por un minuto y actuás!-gritó ella, por primera vez en meses perdiendo la cabeza, antes de ponerse de pie y largarse junto al lactante en brazos.

Gonzalo Hopkins no alcanzó a ver el horror que sacudió a Mendoza, sus padres no se quedaron a ver cómo la muerte los alcanzaba, como si de una enorme lengua de fuego se tratase. Huyeron a Gran Malvina, de vuelta a la finca familiar de los Hopkins, y de los Ledezma nunca volvieron a oír palabra.

En un comienzo los padres de Pedro achicaron los ojos, reduciéndolos a meras ranuras, al ver a su hijo, ahora un hombre muy distinto al chico que aquella noche hace tantos años se había ofrecido a alimentar a los animales mientras ellos bebían un buen fernet con amigos. Ahora este sujeto taciturno y barbón, algo huraño y de pocas palabras, las cuales parecía mascar como si de una orden se tratase, se presentaba junto a una mujer menuda y asustadiza, que alzaba a una alegre criatura que los miraba con curiosidad y hacía sus mejores intentos por tocarlos con esas pequeñas manitas. De seguro que ahora venía por interés, a pesquisar la ayuda que necesitaba para salvarse de cualquier gordo lío en que estuviera metido, porque un hombre así de tosco no era de fiar. El padre estuvo tentado de cerrarle la puerta en la nariz, la madre, de irse a la cocina sólo para no ver. Pero la mujercita menuda que acababa de presentar como su esposa y que tenía un nombre que presentían les tomaría décadas aprender a pronunciar, intervino dulcemente, suplicándoles una oportunidad. El crío les tocó la cara y supieron que no podrían decir que no.

Se quedaron ahí, donde nadie podía encontrarlos. Primero murió la suegra de Rocío, luego fue su suegro; y su esposo comenzó, lentamente a hundirse en la bebida, mientras se volvía más y más apático. Había creído que, volviendo a casa, todo estaría bien y esas aterradoras experiencias, que algunos achacaban a que estaba completamente loco y los más viejos atribuían a fantasmas que de seguro algo buscaban de él, y que una vez consiguiéndolo se irían a descansar en paz y lo liberarían de la angustia y el miedo. Rocío sabía lo que quería ese espíritu, aunque a cada minuto que pasaba, dudaba más que se tratase derechamente de un fantasma; Pedro no sabía cómo podría darle lo que buscaba, primero por un genuino deseo de vivir tranquilo y ser realmente un padre y un esposo, aunque aborrecía a ese niño que corría sin parar entre los animales y hacía preguntas a su mujer con aquella irritante vocecita aguda, y en el fondo sentía que de tener la más mínima oportunidad comenzaría de cero la vida que había creído estaba buscándose cuando siendo apenas un muchacho se había marchado.

Gente extraña y de turbias intenciones comenzó a frecuentar la casa, pactos justos que creía servirían de algo para quitarse de encima esa sombra que durante las noches se le pegaba siniestramente. Él usaba lo que había aprendido de ese espíritu, echaba mano de esa maldición que había dejado caer sobre su cabeza, como si de un ancla se tratase que le ataría de por vida a su voluntad, a un momento que venía susurrando por décadas que llegaría; esas gentes le daban una salida para deshacerse de todo eso. Ninguna salida funcionaba, pero ya no estaba solo.

Noche tras noche, regresaba a casa y la puerta chirriaba del mismo modo. Gonzalo lo escuchaba y se arrebujaba en las cobijas. Aquella podía ser la noche en la que lo golpeara. En su infantil mente imaginaba que esa sería la noche en la que tal vez moriría. Las pesadas botas de padre se movían por el corredor, su voz se alzaba, a veces en inglés, a veces en un pésimo español, a veces en una lengua extraña que era incapaz de conocer. A veces parecía increpar a alguien que jamás contestaba, a veces parecía aterrado, como un niño indefenso, de aquella persona. Las cosas caían al suelo, se quebraban. Había ruidos extraños. Mamá corría hacia su cuarto y le decía que se calmara, luego cerraba la puerta con llave por fuera y corría a ver a Pedro. Que se tranquilizara tomaba horas, las mismas horas que tardaba Gonzalo en dormirse llorando.

Una noche fue diferente. Se quedó despierto, esperando. Ningún ruido sonó. La madera no crujió. Del otro lado de la pared se oían los ronquidos de su madre. La luna se movió de posición tras las nubes y, antes de que pudiera notarlo, silenciosamente habían transcurrido las horas. Cuando el sol se alzó en el horizonte, se escucharon los golpes en la puerta. No era padre, cayéndose de borracho, era un amigo igual de viciado que él.

-Se fue a Chile-fue todo lo que alcanzó a oír de esa clandestina conversación de adultos, mientras se ocultaba tras la escalera.

Pasaron años aún antes de que por primera vez se dedicara al comercio ilegal, más años aún antes de que migrara a Brasil y se convenciera de que unirse a los contrabandistas de mar era su mejor opción, mucho tiempo más antes de que se hiciera con una nave y corriera mundo, también bastante tiempo antes de que la maldición se sujetara a su cuello como una correa inflexible del más cruel hierro.

-¿Y esto de qué me sirve saberlo?-preguntó Siggurd a Kaira, cuando juzgó que había oído demasiado y que, aun así, no lograba comprender en qué afectaba eso a los sucesos recientes y menos aún, cómo lo afectaba a él. Hopkins le parecía tránsfugo y ese era el único motivo por el cual quería saber quién era realmente y qué había hecho antes para llegar a estar en la tripulación de Esperanza Rodríguez.
-Su maldición es la más terrible de todas: su propio padre la dejó caer sobre él antes de morir y no lograr su propósito-dijo Kaira-. Su único propósito era obedecer. Siempre creyó que la voz que oía, el miedo que le hacía sentir, que eso era la verdadera maldición. Ustedes los mortales pueden ser realmente estúpidos cuando alguien de otro mundo intenta llegar a ustedes. Esa voz sólo era la señal de qué debía evitar, esa voz lo guiaba para no caer en su verdadera maldición. Pero sucumbió de todos modos ante el terror y la impuso a su hijo.

-¿Y quién le impuso esa maldición?-preguntó Siggurd, remarcando burlonamente la palabra impuso.

-La más retorcida y vil de las criaturas-cuando esa voz suave, semejante a un susurro se dignó a responder, era casi como el siseo de una serpiente.

-Loki-la conclusión fue inmediata, así como la sonrisa triunfal en los labios de Kaira.

-Loki-repitió ella, su lengua se enredó cadenciosamente, como un beso, en las consonantes-. Y ha venido a casarse-dijo antes de bajar ágilmente, de un salto, del árbol-. Con la heredera de la más Alta Dama de los Vanir-dijo, regodeándose de la mirada del Einherjer, quien ahora comprendía más de lo que creía y menos de lo que desearía-. Debes de tener cuidado con él, ahora que sabes quién es; debes hacer que Freya tenga cuidado. Todos deben cuidarse de su sucia lengua y negros hechizos.

-Dime cuál es la maldición-pidió él, aunque sabía que sus palabras serían en vano.

-Eso no puedes saberlo, no ahora. Sólo debes vigilarlo con toda tu fuerza de voluntad. Una hora oscura vendrá y deberás estar preparado: la sangre llamará a la sangre-sentenció ella antes de echarle un último vistazo e irse entre la niebla de la madrugada.

No supo hacia dónde iba Kaira y, si hubiera sido tan sólo un poco más inteligente, se hubiera preocupado por eso, o al menos, de saber qué clase de turbios eventos eran los que estaban por venir. Regresó a Fólkvangr a cubrir su posición, considerando que eso era lo único que podía hacer y que su deber, por honor a las circunstancias, era guardar esa puerta y al prisionero dentro de aquel cuarto, porque en el fondo era un prisionero.

Una voz femenina se escuchaba del otro lado de la puerta y de inmediato supo que algo andaba mal. No reconocía la voz. No era la ladina y astuta Kaira, ni la maliciosa Freya, ni Thóra, ni ninguna mujer que conocía.

-Tenemos que huir de aquí-decía la voz. Esa no era una mujer, como mucho era una niña. Abrió la puerta con la destreza que años de espiar gente por motivaciones que no podía entender ni cuestionar, le había dado. Aquel torpe trozo de madera no se quejó y para su buena fortuna no entró luz hacia la habitación. Dentro estaban Esperanza y Arturo. Ahora comprendía por qué sospechaba que algo andaba mal.
Ninguno de los dos notó que había un intruso. Ambos estaban de perfil, él recostado sobre la cama, ella sentada sobre sus rodillas con expresión dura. Lo que acababa de decir no había sido una sugerencia, había sido una orden; y aquel muchacho la miraba con el pavor escrito en todo el rostro, un poco de amor en la mirada y admiración, mucha, la suficiente como para no quitarle los ojos de encima ni por un instante. Mirándolo así, costaba creer que aquel cobarde, aquel niño incapaz de defenderse sólo, era Loki. Un mejor disfraz, definitivamente, no podía haber escogido; era perverso, pero brillante.

-¿Qué haremos con ellos, Esperanza? Esto es demente-la voz del chico era apenas audible.

-Eso no importa, fuera de sus dominios no podrán hacernos nada. Volveremos a Midgard y luego iremos a casa-si había algo de lo que Esperanza estaba segura era de que Arturo hubiera querido volver a Midgard, y de que había regresado a Asgard sólo por ir a buscarla; así lo había dicho él y sabía que esa era la verdad.

-Esperanza, no has visto cómo está Midgard ahora: destruido. He visto a Jormungander, he visto a Loki-parecían palabras de protección, que intentaban hacerla razonar, pero Siggurd sabía que era una farsa para retenerla ahí, donde pudiera atar el nudo.

-Si no nos vamos ahora, estaremos casados antes de que el Brisingamen vuelva a funcionar-masculló ella-. No me importa si tienes miedo, nos iremos; y ya veremos cómo sobrevivimos.

-¿El Brisingamen?-preguntó Arturo, confundido. Siggurd pensó que era un tremendo actor-. ¿Qué pasa con el Brisingamen?-preguntó.

Siggurd en ese momento no aguantó más: tenía que salvar a Esperanza, tenía que salvarlos a todos, antes de que ella se dejara llevar y le confesara todo a ese ser perverso. Alzó la espada e irrumpió en el cuarto. Tomó a la joven por el brazo.

-Tendrás que darle una explicación a Freya-le gruñó por lo bajo mientras aseguraba la puerta y ladraba a sus camaradas que uno se apostara ahí a montar guardia hasta su regreso.

Esperanza tenía que apurar sus pasos para poder seguir el ritmo del Einherjer. Personalmente, no tenía ninguna intención de dejarse arrastrar hacia el encierro, porque dondequiera que él la llevase, era un sitio del que sabía no iba a volver a salir sólo por desearlo. Quería reunir toda su fuerza de voluntad, clavar firmemente los pies en el suelo y liberarse de su agarre, y largarse a correr. Debía admitir que, aunque se sentía profundamente responsable por el muchacho pelirrojo que ahora posiblemente estaría llorando asustado en aquel cuarto, si tenía que decidir entre irse ahora corriendo desde Vanaheim y regresar a Midgard sin él, o ir a sacarlo de su claustro, con el riesgo latente de volver a ser capturada, prefería dejarlo ahí. Era un buen chico, demasiado ingenuo como para poder salvarse solo, y era obvio que sentía lástima por él y el deber de sacarlo de ahí en una pieza, por ser la más lúcida de los dos, pero no iba a dejarse anclar por él, incluso si tenía la certeza que, de regresar a Midgard, nunca volvería a mover un dedo, ni siquiera por error, para poder llevarlo de regreso a casa, ni siquiera si él había arriesgado su propio bienestar y su vida para ir a rescatarla. "No vino a rescatarme", se dijo, "vino porque sin mí, estaría muerto en un mes". Y no sentía remordimiento alguno de dejarlo ahí a podrirse o morir, según dependiera el caso.

Hubiera querido poder pelearle a Siggurd, pero eso era imposible. Estaba segura de que él sería capaz de arrastrarla, con esa garra infernal que se cerraba a su muñeca, sin dudar por un segundo, con tal de cumplir su cometido. Ya sentía cómo la mano se le iba a desprender con cualquier mala maniobra del antebrazo. Una criada venía en sentido contrario. El guerrero de seguro la vio venir, pero no la miró, al menos no lo suficiente como para reconocerla y tampoco lo hizo Esperanza, que sólo distinguía cómo las puertas y corredores se deslizaban fantasmagóricamente a su lado.

-Lleva a Freya a los aposentos de Esperanza Rodríguez, ¡rápido!-el hombre ladró la orden y no supieron si la doncella hizo reverencia o no antes de correr escaleras arriba, o al menos eso decían las ágiles pisadas en los peldaños de piedra, que sonaban como teclas muy agudas de un instrumento de percusión.

La travesía infernal acabó cuando Siggurd se detuvo frente a una puerta de madera, mejor trabajada que las otras y con hermosos detalles tallados. Thóra decía que era una obra de arte que retrataba a Freya volando sobre Midgard con la ayuda de su capa de plumas de halcón. Esperanza la reconoció como su puerta, y antes de que sus ojos acariciaran cada detalle esculpido y se burlara, diciendo que eso no parecía Freya envuelta en una capa de plumas de halcón, sino que era un perfecto retrato de la diosa mostrándose como lo que realmente era: un ave de rapiña, su vil captor la empujó dentro sin ceremonias. No alcanzó a reaccionar ni a intentar una huida que de seguro no hubiera funcionado, la tranca se deslizó cortando el paso, así como la llave en la cerradura. El guerrero, ahora sentado junto a la puerta y con la espada sobre las rodillas se le antojaba como su peor enemigo. Se debatió entre dirigirle la palabra o no, entre liberar o no la creciente ira que le oprimía el pecho; un extraño destello de sabiduría le dijo que era mejor no hacerlo, así que se quedó en silencio. No supo si había pasado veinte minutos, media hora, una hora o incluso dos cuando afuera una voz varonil y ronca gritó:

-¡Reverenciad a Freya, Señora de los Vanir!-y unos rápidos pasos se acercaron al tiempo que Siggurd se ponía de pie de un salto y abría la puerta. La diosa apenas estuvo dentro lo increpó:

-¡¿Quién te crees tú para convocarme a tu voluntad?!-y, aunque Esperanza no lo supiera en ese momento y no fuera a saberlo nunca, ella y su custodio tenían en común una cosa: ambos hubieran querido gritarle en la cara a Freya que su orgullo no era lo único que importaba.
-Que se lo explique ella, Vanadís-aun así, el Einherjer se esforzó en mantener las formas y parecer civilizado. A Esperanza se le antojó como una fiera enardecida y azuzada por su propio amo, ese único ojo bien podía ser el de un lobo que estaba al acecho, esperando cualquier paso en falso. Freya alzó la barbilla, algo confundida, aunque nunca iba a admitirlo-. La he sorprendido en la habitación de Arturo.

Freya se olvidó inmediatamente de Siggurd, o bien su ira se volcó por completo hacia Esperanza; se volvió a ella con los ojos abiertos como platos, con una mirada que la chica no era capaz de comprender. ¿Era eso rabia? ¿Era eso miedo? ¿Era eso frustración? ¿Qué era? ¿El orgullo herido otro poco más ante una orden sin cumplir de forma tan deliberada?

-Te dije terminantemente que no salieras de tus aposentos-mientras se acercaba a su protegida, su voz sonaba como la de una persona que ha apostado muchísimo dinero y acaba de enterarse de que está en la ruina.

-¿Y esperar tranquilamente a que me casaras con Arturo? Sí, sí, ¿cómo no?-dijo Esperanza. Estaba evidentemente muy enojada, pero no sabía que decir en ese momento y se sentía irremediablemente vulnerable.

-¿Cómo te enteraste de eso?-sólo había una cosa que podía animar a la Capitana Rodríguez en ese momento y eso era lo miserable que se sentía Freya, lo suficientemente miserable como para no esforzarse en disimularlo.

-Me lo dijo Kaira-ahora Esperanza se sentía audaz, como si tuviera nuevamente fe en que se salvaría antes de que se desatase el infierno.

-¿Kaira?-la voz de Vanadís sonó un par de tonos más fina, cargada de impresión, aunque su pupila no se dejaría engañar lo suficiente como para creer que era cierta-. ¿Quién es Kaira?-Freya no conocía a esa tal Kaira, pero la odiaba desde ese momento con cada fibra de su ser. Siggurd apretó los ojos, derrotado, pero nadie lo advirtió.

-No te hagas-Esperanza apretó la mandíbula, posiblemente guardándose de golpear a alguien o a algo-. Hablo de Kaira, la criada que reemplazó a Thóra esta tarde.

Los ojos de la diosa se oscurecieron, ensombrecidos por la frustración y la rabia, y el repentino conocimiento de que más información no podría sacar de ahí.

-Sujétala-la orden se oyó como si la hubiera pronunciado el ser más malvado que la joven hubiera escuchado nunca. Y Siggurd se adelantó, afirmándola con ese brazo fuerte y pesado que creía acabaría por asfixiarle el pecho, que sentía que iba a ahorcarla. Freya se recogió las faldas con aire elegante y caminó casi sin tocar el suelo realmente, hasta agacharse en un rincón y recoger una pieza de orfebrería enana que brillaba con destellos del color de la plata gastada y ennegrecida por el olvido en un cajón.
-Ya no eres digna de esto-dijo antes de colgarse el Brisingamen al cuello y abrir la puerta para salir-. ¡Ven conmigo, Siggurd!-gritó desde el corredor, Esperanza sintió cómo un peso se descolgaba de su pecho y unos pasos se alejaban, sin darle tiempo de reaccionar. Cuando volvió a mirar esa ranura de luz que venía del exterior, ya no estaba: nuevamente la habían encerrado.

-¡Trae a mis aposentos a Thóra, es mi doncella!-fue lo único que Siggurd escuchó decir a Freya en ese camino que parecía no tener fin. Otro de los Einherjer, con el que habían tropezado a medida que cruzaban Fólkvangr, asintió con la cabeza cubierta por el casco que le tapaba las mejillas y la nariz, afirmó la lanza y se marchó. El guerrero tuerto pensó que, de seguro, ese pobre sujeto debería estar agradeciendo que Freya le hubiera dicho qué Thóra debía de buscar, aunque no se había mostrado muy comunicativa a la hora de sugerirle por dónde comenzar. La Dama de los Vanir siguió su periplo por su castillo y pronto aquel que le seguía el paso, distinguió aquél ala como la que circundaba los aposentos de su Señora. No se molestó en evitar burlarse internamente de cómo aquella arrogante deidad iba a querer, claramente, pasar la rabieta ante la desobediencia de su protegida; o cómo iba a querer celebrar haber recuperado el Collar; aunque, para ser sincero consigo mismo, no podía evitar sentirse muy alegre al pensar en lo poco que ella iba a poder conservarlo: tenía que ser demasiado ingenua si creía que eso serviría como argumento ante Odín para haberle arrebatado semejante joya a su Guardiana.

-Guarda la puerta-le ordenó, para su sorpresa, la diosa mientras introducía la llave en la cerradura: los motivos para sentirse alegre, aparentemente, iban en aumento, se dijo cuando la vio desaparecer. Los minutos transcurrieron, aunque no fueron demasiados, hasta que su compañero de armas apareció escoltando a Thóra, ella lucía tensa. Pronto ambos desaparecieron dentro de la habitación.

-Entra-la orden de su camarada fue clara y ruda-, Vanadís quiere verte-ahora que lo pensaba, aquel sujeto también se notaba tenso, quizá por eso no le masculló nada desagradable en respuesta, mientras se deslizaba dentro de la elegante recámara. De pie en un rincón, Thóra sollozaba y suplicaba palabras que no podía oír ni descifrar, pero de todos modos sólo un tonto no sabría que eran una súplica de clemencia. Clemencia. Thóra había disgustado a Freya de la peor manera, y Freya era caprichosa como una niña. No habría compasión.

-Ella cruzará el puente de Gjöll esta noche-sentenció la voz de la Alta Dama.

-¡No, por favor!-suplicó la criada. El compañero de armas de Siggurd la sujetó por los hombros, ella no perdió el tiempo y forcejeó, mientras gritaba "¡Piedad!", tantas veces como su garganta se lo permitió. El pañuelo blanco que llevaba a la cabeza se corrió con la disputa y cayó al suelo, dejando ver sus rubios cabellos. Siggurd se hubiera burlado, preguntándose a qué cuernos se refería Freya con noche si el Brisingamen ya no estaba en sus cabales como para marcar los ritmos del tiempo; realmente lo hubiera hecho, si el miedo no le hubiera atenazado el corazón.
-Ya he consultado al oráculo y las Nornas han sido claras. Cómo será, cuándo será, quién lo hará-sus ojos azules se clavaron despiadadamente en la iris gris de Siggurd y él sintió cómo la bilis le subía por la garganta. No quiso mirar a Thóra, aunque su llanto le hería los oídos-. No, no serás tú. Pero debes entender que ella ha desobedecido. Le he ordenado ser la doncella de Esperanza, sin excepción, y ella se ha dejado engañar por Kaira. Por su culpa y por su desobediencia ahora Esperanza lo sabe todo. Ha entorpecido los planes de los dioses y eso se paga con sangre.

-Te equivocas: Esperanza no lo sabe todo-Siggurd no pudo guardarse de eso, y aunque era una frase inocente que estaba seguro de que, la mitad de los presentes, no comprendería; guardaba otro significado: "Yo puedo hacer que lo sepa todo, y eso dependerá de lo que hagas con Thóra".

-Lo sé, Siggurd; y sé que lo sabes-el brillo de los ojos de Freya se le quedaría grabado para siempre, un brillo cruel y malicioso-. Sé que sabes dónde se oculta el ser más vil de Asgard, sé que sabes a quién ha escogido como su antifaz. Y por eso, no puedo confiar en ti. Ten mucho cuidado, porque como Thóra puede cruzar Gjöll de ida, algún día también podrá hacerlo de regreso y eso dependerá sólo de ti.

Cuando dijo eso, su mano sostenía el Brisingamen, que brillaba como las brasas de una hoguera. Era un color rojo tan intenso, era el color del fuego y parecía tan incandescente que incluso podría haber quemado. Siggurd había visto el collar de los enanos dorado de día, negro como la plata envejecida por las noches; y una extraña mezcla de blanco, plata clara, dorado y negro mientras las estaciones, los días y noches, se deslizaban año tras año. Pero nunca lo había visto así, como una forja. En la otra mano, Freya sostenía una daga. Pronunció un hechizo, las palabras se le grabaron, también como fuego, mientras miraba a la aterrorizada Thóra. El collar ahora era realmente una forja, templando y bendiciendo la daga; propiciando una maldición que podría convertirse en una bendición: porque pocos podían decir que habían regresado de Hellheim, no lo sabrían ellos, pero siempre que lo hacían, era pagando un muy alto precio y sufriendo un dolor sin nombre.

La daga resplandeció, pero Freya no caminó hacia Thóra ni la hoja se deslizó por el cuerpo de la criada, ni por su cuello, ni sus venas, ni se clavó mortalmente en sus entrañas. Siggurd no alcanzó a saber cuándo abalanzarse sobre Freya para quitarle el puñal y pronto entendió que, aunque lo hubiera sabido, el resultado hubiera sido el mismo. En la base del cuello de Thóra apareció un grueso camino de sangre que cruzaba de lado a lado. La muchacha dejó de sollozar, sólo un gemido brotó de sus labios ante la sorpresa de saber que todo había terminado, sus pupilas se dilataron, sus mejillas palidecieron y se desplomó en los brazos del hombre que la aprisionaba.

-Lo que haga con Thóra dependerá de qué tanto llegue a saber Esperanza. Ten mucho cuidado con lo que hagas, Siggurd-fue la brutal sentencia. La Dama se volteó al hombre que sostenía el cadáver-. Déjame, aún no termino. Llévatelo al Valhalla-ordenó, y ya hubiera querido decirlo "Vigílalo", aunque eso todos lo sabían.

Texto agregado el 07-01-2018, y leído por 39 visitantes. (0 votos)


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