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La habitacion estaba fría y desolada, alli en la penumbra en un rincón polvoso: nerviosa, inquieta, temblando, con voz apenas audible: "esta allí, allí, parada en la puerta", me dijo la niña, y, abriendo enormemente los ojos, susurrando: "no voltees, no voltees", suplicó. Luego, con el mismo tono y apretando hasta su barbilla el borde afelpado de la cobija, repitió: “No voltees, no voltees", y un ligero viento ondeando a mis espaldas me hizo suponer que sí, que era cierto. Algo o alguien había abierto la puerta, lo percibía, el viento era frío y no pude evitar estremecerme por un segundo.

“Esta allí...” repitió la pequeña hundiendo más el rostro entre las cobijas. Yo volteo pero no veo a nadie, la puerta sigue cerrada y lo único visible es el haz de luz del foco del pasillo que muy tenue pasa bajo la hoja.

Preocupado, acaricio con ternura una de sus manitas: “en estos momentos --me digo-- es más importante calmarla”.

Pero la niña sigue igual: inquieta, asustada. No sé qué pensar. La impotencia de verla en esas condiciones me lleva a imaginar despreciables actos delictivos; no puedo creer el tipo circunstancia que orillen a padres a abandonar así a sus hijos.

Pese a ello en el fondo de mí existe también una opresión extraña, la sombra de un presentimiento que me sobrecoge: tengo miedo. En aquella enorme estancia la atmósfera es en verdad tétrica. Con una pequeña bombilla en lo alto y un camastro arrimado al fondo; sin sillas, sin cuadros, sin mesas o artículo doméstico o decorativo que diera vida a ese lugar, sólo la niña acostada en un rincón como un objeto abandonado.

Sin embargo son estas mismas circunstancias las que transforman mis temores en solicitud abierta: la niña me necesita. Una víctima seguramente de la precariedad familiar. Una ternura inmensa y unas enormes ganas de ayudarla me embargan. Me inclino aún más y acaricio su frente, meso sus cabellos, su rostro me recuerda al rostro de los condenados, un rostro frío, lívido, cargado de espanto. Trato de infundirle confianza; empero ella sigue igual: mirando temerosa tras de mí. El silencio me comprime y su carga resulta casi insoportable.

Entonces encima de la niña sobre la pared veo de pronto una amorfa y tenebrosa sombra elevarse poco a poco. Todos lo vellos de mi piel se erizan. Pego un salto y de repente estoy al borde del colchón como al borde de un precipicio.

La sombra sigue su curso: lenta, inexorablemente; pero al detenerse, pierdo el control por completo, giro y al girar un estentóreo grito brota incontenible de mis entrañas. A dos metros del suelo suspendido en el espacio hay una imposible masa informe de algo que parece ser un cuerpo.

Un cuerpo horrorosamente despedazado. “Es la muerte”, me digo. La muerte de alguien muerto horriblemente. Jirones de ropas, brazos y piernas seccionadas, un tronco deshecho, aplastado, y una pequeña cabeza de pelos lacios que caen untados de una viscosidad que escurre gota a gota.

Entonces el recuerdo de la pequeña vuelve a mí. Volteó pero la niña ha desaparecido. Palpo aquí y allá y en cada tramo de la cama, pero no hay nadie. Sobre el camastro, viejo y macilento, redundan solo los resortes, los hilachos de sábana y trapos viejos, todo hundido bajo una inconsistente capa de polvo que vuela etérea al contacto de mis manos.

Trago saliva tratando de entender aquello, lo absurdo e irreal del hecho. Incluso yo mismo no parezco ser yo mismo.

Entonces escucho un sonido, es un sonido lejano pero familiar, proveniente con seguridad de una cavidad profunda, o de un hueco larguísimo: “ es una voz”, me digo, y la voz inmediatamente me trae el recuerdo de la voz infantil que me hizo subir hasta aquel piso y husmear curioso entre los cuartos que creía vacíos; la misma voz que me contaba cosas a través de una puerta y me dijo “pasa” cuando hoy la encontré abierta: era una criatura, tenía miedo y quería la acompañara; me tomó de la mano y me llevó hasta un rincón donde había un camastro: “….en casa somos tres…”, me dijo muy seria: “mamá, papá y yo…”, luego se acostó y empezó un parloteo que no di importancia: “…yo era bonita hasta que papá chocó el auto…”, extrañándome poco a poco con cada frase: “…no quise irme con ellos porque esa no soy yo…”, hasta que sufrió el primer escalofrío: "¡está allí, allí, parada en la puerta!", me dijo, "quiere llevarme, quiere que sea lo que soy, pero no le creo". Luego se enrredó en las cobijas: “Todas las noches vuelvo pero primero estoy aquí, en la cama…”. "¿Quién, qué...?", dije, tratando de entenderla, pero ella insistió: "no quiero ser eso", ahogando su súplica con otra súplica aún más insistente; la que ahora retumba tras de mí golpeando como campanadas tristemente todas las paredes del cuarto: “no voltees, no voltees..."

Texto agregado el 02-01-2018, y leído por 187 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
30-04-2018 Me encanto. besote almaguerrera1
16-04-2018 Muy bueno!. Un abrazo, sheisan
 
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