El frío de la isla pelea como fiera ante los rayos del sol que pretenden verme vivo aún. En la botella plástica queda la mitad del agua media tibia y para el camino un par de envases con comida sin sal. Ya van 10 horas desde que empezó la competencia, si así se la puede llamar. Antes de que el sol se pusiera en el mismo lugar de siempre, ya empezábamos a tomar nuestras posiciones y a descubrir las formas del terreno rabioso y arisco. Se supone que todo esto no debería durar más de un día, por lo menos eso fue lo que dijeron en el muelle los que andaban reclutando sigilosamente. A lo lejos se escuchan los ecos de los ladridos de los perros que parecían a estas alturas leones amarrados y hambrientos, no son otros que estos animales, los “negros”, lo sé, ya me están buscando, ya vienen por mí y por los demás, nos siguen. Mi tobillo está cubierto con vendas mal trechas y la sangre se mueve como culebra a través de la tela sucia, pero nunca había dado pasos tan firmes en mi vida, ni siquiera cuando papá orgulloso fue a verme desfilar por el ejército de su país.
A lo lejos se escucha la jauría y algunos que otros gritos horribles que carcomen las ansias y el coraje y los estruendosos ladridos que pretenden hacernos olvidar quienes somos y porqué estamos ahí. Quieren que demos cabida al miedo. Quedamos pocos, estoy seguro. Los “negros” del cabrón tenían un aspecto espeluznante, me dieron terror por un momento, pero pensé que si eso me intimidaba antes de empezar, nunca llegaría al final y a eso vine y por el dinero también. Con la camisa empapada subo los pequeños montes de tierra resbaladiza, mis pies quieren ser como esas máquinas trepadoras que no conocen el cansancio ni la derrota. El sudor de la cara se funde con el polvo del terreno y me sirve como una coraza para que el frío no traspase la piel. En la chaqueta de vez en cuando leo las palabras que me escribiera Elisa en un papelito pequeño, con la letra medio temblorosa porque pensó que esa era la última vez que me vería, cosas de mujeres como decía ella.
A más o menos 60 metros de la meta saliendo de los oscuros y húmedos árboles, una sonrisa estúpida conquista mi cara, esas risas idiotas de saber que uno ya va a tener lo que tanto desea. Ya estoy tan cerca pero un “negro” se abalanza sobre mí tirándome al suelo de bruces. Los colmillos del animal me rasgan la piel y las esperanzas, arrastrándome hacia abajo junto con las piedras, mientras que mis manos se hieren al tratar de agarrarme a la hierba espinosa. Éste espera a los demás como mostrando su trofeo al igual que las veces anteriores, invitándolos a destrozar la carne tibia. Y en sus ojos vi la maldad que el cabrón podía transmitirle a estos cazadores implacables, sus ojos parecían sonreír y hasta llenarse de odio, pero era tan sólo un animal, así como yo. Ante las sacudidas fuertes sólo atiné a buscar desesperadamente algo en mi bolso para defenderme como pudiera y la suerte estuvo de mi lado. El cuchillo de caza, ese de boy scout que alguna vez el viejo me regaló salió como el más preciado de los regalos de navidad y se clavó en una puñalada fría y certera en el cuello del animal, junto a la cadena gruesa de plata que los caracterizaba a todos, y así me deshice del fino espécimen del cabrón para que se diera cuenta de que yo no era igual que los demás que había visto morir con los ataques. Me paré con el cuchillo en la mano, desafiante, y hasta me acordé de esas películas de héroes mitológicos. El rojo de la sangre me trajo recuerdos del rojo de las navidades felices. Mientras la bestia se retorcía como con espasmos en la tierra, y se formaba un barro con el polvo suelto y la sangre que le salía a borbotones. El cabrón me observó sin conmoverse escondido detrás de unos árboles, siempre supe que me seguía, siempre en cada tramo lo vi en alguna parte con sus gafas negras y chaqueta de lino.
Con la venda ya echa un estropajo que colgaba del pie herido, corrí ante la llegada de los demás que vendrían a vengar salvajemente a su líder, todo en segundos. ¿Y podré confiar en lo que me dice? Le pregunté firmemente cuando unos de sus matones lo presentaba oficialmente, ¿Confiar? Me respondió extrañado- Si llega a la meta, usted verá como cumplo mi palabra- afirmó y se dio vuelta mientras me apuntaban con un arma en la punta de la nariz y los demás miraban al suelo. Si llego a la cima me dará los dólares por haber sobrevivido y me dejará en tierra firme al amanecer, eso fue lo que agregó después acariciando con la mano la seda oscura de su animal favorito. Nunca he matado a una persona, pero ahora no dudaría en hacerlo si no cumple su palabra. De pronto me paré y me acordé, regresé a buscar mi cuchillo ensangrentado, limpié la sangre con la camisa y lo guardé junto a mi torso. Aproveché de escupir al ser inerte porque sabía que me miraban y que lo tomarían como una osadía de mi parte, ya era algo personal, no un juego. ¿Quién detendría a los demás perros? Pensé.
A muy mal traer y cuando la luz del día me abandonaba, clavé la bandera de la victoria, para mí, en la tierra áspera y arcillosa y vi como los colores de su conocida empresa se movían con el viento y en lo único que pensaba era en el dinero. Un silencio mortal se apoderó del lugar, nadie más llegó, ni los negros ni los otros que empezaron conmigo. Todo se congeló en ese mismo momento y ya no me importó morir por unos segundos, el cansancio de la cacería me cayó tomándome por sorpresa y me hacía despertar para ver mi locura y, a la vez, me hacía caer en la tranquilidad de los que creen que han hecho todo antes de morir. En la mañana, cuando desperté, estaba en la orilla de la playa junto a un bote a motor y una bolsa de basura llena de dinero que colgaba de mi cuello y un papel que decía “se descontó mi negro preferido”. Miré para todos lados como lo hace una fiera acorralada y viendo todo de repente me pareció no ver absolutamente nada, así tomé rápidamente la bolsa y conté los fajos, no me iría sin nada, yo llegué. La herida en el pie estaba mal y apenas podía caminar pero me paré erguido por si aún me estaban observando de alguna parte, de todas maneras ya no sentía su presencia rondar como anima en pena.
Cuando hube tocado por fin tierra firme y segura, llamé a mi madre y le dije que el trabajo no era para mí y que regresaría antes de lo esperado, ella me dijo “pensé que ya nunca volverías”. Busqué un baño donde cambiarme la ropa nueva que acababa de comprar y ducharme. Frente al espejo del bar me pregunté si habría más valientes locos como yo, y escuché que algunos preguntaban como llegar a la “isla”. Pude haber hecho algo, pero preferí tomar un trago de mi ron añejo y pensar en el regreso a casa, en que mi viejita linda ya no sufrirá esos dolores y en las palabras estampadas en el papel de Elisa “ya no te espero sola”.
|