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Sabe despertarte solo con la mirada, todos los días antes de las seis de la mañana se cuela en mi habitación y se queda de pie mirándome en silencio. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero al abrir los ojos siempre está sonriendo y siempre me pregunta: ¿a qué hora te despertaste? Yo respondo que a las ocho y media porque en su mundo siempre son las ocho y media. Calentamos un café. El microondas hace un ruido espantoso y miro por la ventana para calcular el tiempo que falta para mis ocho y media, las ocho y media de la churrería abierta, de las de las extracciones de sangre y de los pensamientos domesticados en palabras; mis ocho y media y las del meridiano de Greenwich.
Oigo como deambula por la casa arrastrando las zapatillas y yo me vuelvo a meter en la cama y enciendo un pequeño flexo de plástico verde que parpadea solo con tocarlo, pero al que ya le he cogido el tranquillo. A esas no horas no tiene sentido dejar de fumar y abro un libro. Un niño dispara una pistola de juguete y pienso en el ser perverso que creó la primera pistola de juguete. Aunque por otra parte las mayores crueldades las hacemos sin proponérnoslo. Llevo dos párrafos leyendo sin leer, miro la ventana y la noche sigue intacta. Decido seguir leyendo sin retroceder, no desandaré la lectura, no sería honesto con el novelista. El niño de la pistola se ha desvanecido, ahora un hombre trajeado entra en una chavola. Negocios turbios, pedazo de lugar común. Ya había perdonado al novelista un par de pedanterías, pero negocios turbios… Kiko aparece antes de que termine de lapidar al escritor y me dice: “¡Ay, qué guapo eres! ¿Qué haces? Leo –le contesto. Por la ventana entra una luz prometedora, la luz sucia del amanecer, diría mi amigo. Pienso que el tipo trajeado de la chavola debe llevar unos zapatos negros y brillantes con cordones y que, aunque ha caminado con mucho cuidado, se han manchado de barro. Veo como el tipo trajeado mira sus zapatos con fastidio, pero intenta olvidarlo porque quejarse por unos zapatos sería una debilidad que ahora no se puede permitir. Todos llevamos los zapatos sucios. Me gustaría preguntar al novelista por qué no dice ni una palabra de los zapatos. En realidad me gustaría abofetearlo, pero primero, para ser justos, habría que dejarle defenderse. Kiko entra con un pequeño libro en la mano. Yo también voy a leer un cuento –dice y se tumba a mi lado. Ha elegido un pequeño volumen verde. Nada más y nada menos que el Antiguo Testamento. Si fuera propenso a ver la cara de la Virgen en las manchas de humedad, no dudaría en gritar: ¡Milagro! ¡Milagro!
Los dos tumbados fingimos leer o rezamos para que hoy abran las churrerías a las ocho y media, rezamos para que lleguen, aunque sea muy tarde, las ocho y media, rezamos para que la gente diga: “Buenos días, buenos días” y esas palabras como exorcistas entrenados confinen en vitrinas herméticas los pensamientos brillantes y viscosos de estas horas. Rezamos para escuchar esas palabras tan sencillas como necesarias, esas palabras que disecan los pensamientos salvajes y los convierten en figuras inofensivas que todos, hasta los más cobardes, nos atrevemos a acariciar.

-Uhhh, estás muy mimoso -dice Kiko y me da un beso en la mejilla.

Texto agregado el 27-12-2017, y leído por 80 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-12-2017 No veo problema en releer una parte cuando vale la pena o me distraje y adoro la limpia luz del amanecer. Cinco aullidos yar-
 
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