Cuando salí del consultorio me sentía acalorada, Diciembre es una época rara, además de que se avecina el verano hay una cierta finalidad que atraviesa de manera ascendente nuestra existencia cotidiana. Siempre nos acercamos al final, cerrando puertas y abriendo pequeños recovecos que nos llevan a otras formas de amar, formas de ver, formas de existir y coexistir en un mundo cada vez más complejo.
Me sentía acalorada y con mucha sed, mi abuela fue a buscarme en coche pero preferí caminar, aún me restaban fuerzas y era una mañana agradable donde la vida se manifestaba, a pesar de que la muerte arañaba con su guadaña las almas que se acercaban, instintivamente, a su finalidad póstuma.
Esa mañana fue a buscarme mi abuela, porque a pesar de algunos novios que ya pertenecían a un tiempo pasado, a pesar de mis pocos amigos, a pesar de los hijos que no había tenido, a pesar de mi falta de consideración, a pesar de Julia Flora o de Florencia, a pesar del abrazo de mamá que nunca tuve, a pesar de la presencia efímera de un padre que casi ni recordaba y a pesar de mis 29 años sentía mucho miedo, un miedo que me aniquilaba las entrañas, que me crucificaba con los pies rosando el cielo y me hundía el rostro sobre la tierra, un miedo que me dejaba sucia e indefensa.
Era mi segunda sesión de tratamiento láser, hacia 2 meses que me detectaron un tumor en el pulmón izquierdo, formado éste por células de cáncer matastàsico, en donde las células cancerosas se diseminan a otras partes del cuerpo y se forman pequeños tumores por doquier.
El primer diagnóstico fue un cáncer pulmonar pero al seguir diseminándose me detectaron, hace 2 semanas, un incipiente cáncer de piel. Mi primera sesión láser fue hace 21 días atrás, y a pesar del contexto, fue amena y afronté con bastante optimismo esa situación, sin embargo, siempre sucumbía en una devastadora melancolía.
Esta vez fue diferente, me aconteció mucho dolor y sentía cómo el láser me quemaba, a pesar de que la oncóloga me refrescaba con el gel previo ¡me ardía!, ya no quería más sufrimiento y comparé tal sacrificio con una tortura hacia mi humanidad. La oncóloga me pidió que contuviera el dolor por un momento, que ya pasaría pero que era necesario pasar este infortunio para detener la diseminación de las células cancerosas en todo mi cuerpo.
Me pidió que contuviera el dolor, pues, ¡siempre me las ingenié para contener el dolor de existir en esta vida miserable cuando apenas era una criatura precoz!, una criatura expulsada a las desventuras de la marginalidad y la vergüenza, una criatura que siempre se sintió una extranjería en sus propias tierras.
Contuve muchos dolores que forjaron mi temperamento y me hicieron pedazos, viendo renacer una nueva puesta de sol detrás de tanta oscuridad en mi alma; contuve tristezas luminosas y orgullosas pero hoy tuve miedo de morirme, miedo del dolor que la enfermedad ejercía sobre mi templo, un templo que había comenzado a amar en estos primeros años de mi madurez, antes del cáncer.
¡Miedo!, tuve un miedo poderoso y burlesco, un miedo parecido al de la infancia, un miedo de abandono y despojo, un miedo que había buscado toda mi vida para autodestruirme y ahora no podía soportarlo, ¡me aturdía!, me hacia temblar las piernas de vasta finitud.
Esta segunda sesión duró 25 minutos, la oncóloga me ofreció una camilla para recostarme pero deseaba bañar mi espíritu con la luz matinal que transcurría en las calles. Al culminar con el láser, me adhirió protector solar en las partes afectadas de mi cuerpo, reclamando que me cuidará del sol y de las cremas corporales que irritaban mi piel, ya que el dolor fue masivo porque tenía partes de mi cuerpo irritado por diferentes componentes que mi piel había comenzado a rechazar y me hacían vulnerable a todo tipo de afección externa.
Me despedí con un halo de sonrisa, y salí detrás de la vida, años atrás huía de la vida y hoy tenía la necesidad de buscarla, de enfrentarla, ella ¡tan efímera siempre!, ahora se agotaba como agua entre mis manos.
Había olvidado los lentes oscuros y no me importó, vi nacer la esperanza entre el tumulto de gente, y me sentí dichosa, el dolor cesaba de a ratos y aún contenía el peso de las lágrimas. Caminé sin caminar, fluía, miraba sin ver porque me limité a contemplar el cielo con sus nubes explosivas, dejé que cada rayo de sol cicatrizara las heridas de mi espíritu, expuse mis demonios y les ordené que se marcharan, pero éstos rieron y llenaron de resonancias la parsimonia de mi cabeza.
Deseaba parar a comprar una botella de agua pero todos los lugares estaban poblados de gente en espera de su turno y acalorada, me limité a soñar despierta.
Al llegar a la plaza central el viento salpicó en mi rostro unas transparentes y frescas gotas de agua que hacían un lúdico remolino danzante con la brisa floral, la cual sucumbía de armonía cada sentido flagelado por el sufrimiento que al ser hinca.
Por un instinto interno, crucé la avenida y tuve la necesidad espiritual de entrar a la iglesia, ésta poseía dos entradas laterales, y opté por la puerta del lado izquierdo pero estaba cerrada, y una sensación de abandono abofeteó mi interior, Dios no me daba la bienvenida este día, en el cual había perpetuado a través del sometimiento de la carne la internalización de mi fortaleza.
Cuida tu mente,
cuida tu corazón...
Ese instinto interno volvió a manifestarse y probé suerte con la puerta del lado derecho y ¡se abrió!, Dios os daba la bienvenida a esta visitante que blasfemó su palabra, que contradijo su existencia, una rebelde con causa que deseaba reclamar la redención de su alma en el reposo de los santos.
El Holocausto de Dios tenía a Jesús crucificado cuidando mis espaldas, para recordarme que todo dolor era símbolo de trascendencia. Mientras cuidara mi mente y mi corazón todo era posible, el cuerpo, tarde o temprano, sería el despojo final que me llevaría a la redención espiritual que fragmentaría mi ser hacía un universo en donde los Dioses Griegos dibujaban constelaciones, un universo que desconocía el raciocinio del hombre.
Entre un llanto que brotó como manantial, contemplé un gran pesebre que recreaba la escena de noche buena, noche en que nacía el niño Jesús. Las bancas de maderas yacían en total solemnidad, acompañando el sueño de Dios.
La carne ya no ardía, el sufrimiento me había reconfortado, y era consciente de que vendrían días peores pero a ellos me sobrepondría. Lloré con todas mis fuerzas dotando de alas mi dolor, el cuál migraría hacía las naufragas mareas para ser limpiado por nobles y serviciales lavanderas, el cuál sería orillas doradas en las nubes rosadas del alba, formando letras que dotaban de vastedad mis carencias.
Tristes y pequeños hombres,
se preguntan ellos: ¿cuántos dolores guardará aquel cielo?;
Tristes y pensativos hombres
redescubren a Dios en el quedo de sus noches.
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