Los monumentos más tristes nacieron en habitaciones lóbregas, llenas de polvo y encerradas en el olvido. ¿Acaso todos estamos condenados a ver cómo el mundo, los sistemas que emanan de nosotros y la obligación de ser nos aplasten como pequeñas cucarachas? Parece que sí. Parece que lo más razonable es contar las telarañas de esta habitación, ver en ellas a las pequeñas tejedoras moverse entre sus hilvanadas esquinas despintadas. Lo más razonable es alejarse, ir al campo y pintar cuadros de lo que se ve por la ventana; escuchar el gorjeo melódico de las aves matutinas, despertar con el brillo azul, naranja o gris aplastando nuestro rostro contra su pecho. El humano, el que dividió diez mil veces el trabajo y nos convirtió en una máquina que se maquilla y compra baratijas insiginificantes e inservibles, ya no es parte de la esencia natural. Hemos descendido, a alguna cosa, a algún valor amorfo y antropomorfo que se peina a diario para estar en la oficina. Tanta sapiencia sobre nuestro entorno, tantos años de herencia artística que le canta al amor interno y externo, tanto movimiento inmutable, para desembocar en la desgracia, en una conclusión de Edipo al que recurrimos para escapar del horror que ya es nuestro y es inevitable. Los tiempos cambian, pero el corazón sigue siendo el mismo. Y pocos lo notaron, pocos pernoctaron pensando en la metafísica del hombre, en los misterios que ocultamos nosotros mismos. Y fueron milenios de búsqueda, que se aparearon con la ciencia de afuera, el motor de nuestra dominación sobre aquello con lo que debimos convivir pacíficamente. Sin embargo, jamás encontramos con precisión lo que habita en cada corazón y jamás llegaremos a la comprensión del semejante. Es desesperanzador, pero es la condena recibida al salir del Edén. No habrá paz si hay libertad. No habrá libertad si hay paz. Hoy, en esta habitación blanca, asoladora y venenosa, me siento en paz con el mundo que veo; pero conmigo, tengo total libertad. Qué triste es ser libre. |