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—Mamá, ¿qué tanto gritaba anoche doña Delia?
Nada que tú debas de saber. Son cosas de mayores.
Recuerdo aquellas visiones. Contaré lo que vi de lo que aconteció a la vecina de mamá. Tal vez alguien la comprenda. Mujer de facciones juveniles, ojos grises y un cabello rizado castaño que caía en bucles hasta el hombro. Mediana de estatura, pechos abultados, caderas macizas que iban y venían entre los helechos del jardín. Cantaba y removía la tierra de las rosas. Conocí a sus padres, él, pequeño de estatura, pelo corto, apreciado en el círculo político. Su mujer enorme, gorda, ancha, mal carácter. Sus hermanos residían en la ciudad de México. Ella tenía estudios universitarios, sin que hubiese terminado una carrera.
Los padres murieron, heredó la casa. Allí hizo vida con el Capitán. Hombre serio, de bigote ancho. Lo recuerdo con uniforme cubierto de insignias y por su zapateo. Cada pisada era firme, tronadora, como diciendo: ya llegué. Su trabajo en el ejercito consistía, en viajar hacia la sierra para descubrir inconformes, levantados en contra del gobierno.
Después de ver durante dos o más años lo que sucedía con el matrimonio, sabía que el capitán, la mitad del mes estaba fuera, de los quince días restantes, siete eran de felicidad, otros cinco de indiferencia, enojo y explosión y, los tres restantes aparecían una paz interior y él se iba a la montaña con una sonrisa en la boca. Dalia quedaba en aquella casa de jardín basto, corredores matizados por enredaderas en donde el viento iba y venía como niño.
Cuando escuchaba el ronroneo de la Pawer, salía a recibirlo con abrazos y besos para animarle a que dejase el ceño fruncido. De esos siete días los tres primeros era de excitación. Muy temprano salía del baño y antes de que él se levantase, ya tenía el desayuno: fruta picada, café, pan y cecina con tortillas recién hechas. Lo sabía porque los olores se filtraban hasta mi dormitorio. Algunas veces comían en el corredor entregados a la sonrisa y el mimo. Lo mecía en la hamaca y cuando ya dormía, ella se acomodaba. Una noche, mamá me ordenó regar el jardín. El agua llegaba después de medianoche, Estaban acostados en el pasto, iluminados por un débil foco, más por la luna llena. Escuché entrecortadamente que ella decía:
¿Dime que me quieres?
—Sabes que sí.
—Dímelo, anda quiero oírlo. —Te quiero—Dímelo, anda quiero oírlo.—Te quiero —Esa boca dice que me ama y me siento hinchada. No te puedo negar nada, eres mi bebe. No. Eres mi santo de adoración. Nunca puedo decirte no. Tómame Quedaron en silencio, sólo el chasquido de besos caía. Ella sobre él y el reflejo de la luna sobre los rulos de su cabellera que subía y bajaba. Me quedé en silencio. Sabía lo que estaban haciendo. Después entraron a su casa, Delia abrazándolo, él sobándole las caderas. Para el quinto día el entusiasmo se mantenía, pero sin llegar al furor de los primeros. Salían de compras. Ella atendía la casa y él pasaba más tiempo en el cuartel, de tal manera que llegaba hasta entrada la noche. Seguía solícita y cuando él hablaba, de inmediato atendía su deseo. El décimo día era pobre en caricias. zurcía ropa, y por la tarde se perdía en el jardín. Y si hablaba, salían las palabras sin aquella música de los primeros días. Lo atendía a secas, como si fuese algún visitante. En la mudez de la noche se escuchaban sus voces alteradas: gritos, reclamos.
—Me dijeron que te vieron con otra vieja.
—Son chismes
—A mi no me vas a ver la cara de pendeja. Ahora sé porque anoche te hiciste el dormido.
—Estás loca. Sólo tuve reunión con mi general y tomamos unos tragos.
Las voces daban paso al silencio, pero más tarde volvían a la carga. Dos o tres noches se repetía la escena, hasta que explotaban en gritos. Eran como diez minutos de refriega. Ruidos de muebles, como si los arrastraran. Golpes a mano limpia, forcejeo, el plash de la mano abierta. El zumbido del cinturón y la voz suplicante:
—Ya no me pegues. —ya no. —luego la mudez. Al día siguiente el capitán salía temprano y ordenaba:
—Alista la maleta.
Ella volvía a la quietud, volvía a ser la misma, amorosa, servicial y a él se le pasaba el enojo y mientras ella regaba el jardín en la noche, bajo la Luz de la luna, él volvía a meter mano sobre la cadera y después sobaba sus nalgas y ella caminaba a la recámara preguntándole.
– ¿Compraste la crema de fresa?
Salí de mi ciudad para continuar los estudios en la capital del estado. Regresé para las fiestas de navidad y pregunté por ella.
–Se fue para México.
-¿Se fue con el capitán?
-No, se fue sola. El capitán tal vez lo cambiaron. Dicen las gentes que hubo muchos muertos en la sierra. Primero venían soldados a entregarle cartas o razones, pero desde hace seis meses que no sabe nada de él, según me contó. Dos años después llegó a visitarnos con su nueva pareja. Eran días de asueto, de vacaciones, semana santa, semana para divertirse en la playa. En la noche, la casa se llenó de luz y la música se escuchaban hasta después de la media noche. Desde mi ventana vi que estaba sobre el pecho de su pareja, acariciándolo.
—¿Verdad que me quieres?
—Claro… claro.
—Pero dilo, me llena escuchar un te quiero en tus labios
—Te quiero…
—Mmmm … lo dices sin ganas, como si te obligaran. —Dilo fuerte. Anda dilo. Porque cuando lo dices en voz alta, mi corazón se hincha. Así. Esa boca dice que me ama y yo me siento inflamada.

Texto agregado el 14-12-2017, y leído por 129 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
15-12-2017 Ja, ja...muy buena historia. Estupendamente contada ***** grilo
15-12-2017 Como siempre... Magnifico Bosquimano
15-12-2017 Qué complicado es el ser humano! Verdad? Muy buena historia. Con tu sello de hombre de mundo que conoce muuuuchas cosas. Un fuerte abrazo, amigo lindo. SOFIAMA
15-12-2017 interesante historia yosoyasi
 
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