Estaba entre malolientes desperdicios, él que acostumbraba a disfrutar del dulce olor a caramelo. Su posición no era del todo mala, tenía la posibilidad de ver el cielo, y de vez en cuando, sentir la suave brisa apoderarse de todo su cuerpo que le provocaba esas descontroladas ansias de buscar un destino mejor.
En días grises, desde su privilegiada posición, advertía la decepcionante vida de quienes estaban muy por debajo de él, obligados a seguir un destino mal trazado. Sentía una profunda tristeza de ver que no había nada que hacer por ellos. Le consolaba pensar, que la inconsciencia a la realidad de aquellos, era el mejor narcótico para soportar conforme la vida que llevaban con una alegría amarga. En cambio para él resonaba una nueva melodía, cada vez que miraba el cielo y sentía la brisa alborotar su voluntad. Sentía un impaciente cosquilleo, una mezcla ansiosa de libertad y temor de aventurarse hacia lo desconocido, hacia un destino prometedor que otros ni siquiera podían imaginar.
Y así sucedió, cierta mañana aprovechando la brisa se dejó elevar confiado. Tomó suficiente altura para no sentirse parte del todo, con la esperanza puesta en un destino ajeno a ese que lo ataba a la maloliente realidad. Surcó el cielo intentando comprender todo lo que pasaba rápidamente por sus sentidos, ansioso de verse ya, en el maravilloso destino que lo estaba esperando. A fin de cuentas, él sabía lo que era el olor a caramelo, nunca se acostumbraría a la pestilencia de la realidad que le había tocado, por mucho que estuviese en una posición de confort que muchos hubiesen deseado tener.
De un momento a otro, sintió que una enorme fuerza de oscuridad lo envolvía completamente, triturando su frágil cuerpo, reduciéndolo a un tamaño insignificante, un tamaño que nunca imaginó poder llegar a tener. La brisa que lo había alzado, trasmuto a un vertiginoso y fuerte impulso que lo arrojaba de regreso desde donde segundos antes, se había desprendido. Desde lo alto se escuchó un estruendo inentendible: "Le colocaré la tapa a la basura. Se están volando todos los papeles de caramelo", que resonaba como una sentencia condenatoria, por haber osado intentar cambiar su destino o por su malagradecida aspiración de abandonar su privilegiada posición. Mientras se estrellaba en contra de la realidad que conocía, pensaba inocentemente que su destino había sido truncado por una poderosa fuerza, celosa de su ambición por un devenir mucho más prometedor, que lo liberase de servir a lo establecido y que iba mucho más allá de todas sus ilimitadas posibilidades.
El destino impuesto siempre cumple con una realidad establecida, para quienes tienen el privilegio de poder definirla. No hay consciencia respecto de la voluntad del otro, que es considerado obtusamente, solo una pieza más en la construcción individual de lo que deseamos sea nuestra realidad.
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