Llovía, llovía mucho. ¿Cómo permití al borracho que se durmiera en la cocina? ¡Me dio lástima y puso cara de triste!
— Nomás esta noche —suplicó.
¿Y qué iba hacer? no tengo corazón para decir que no. ¿Lloviendo? ¡Ni modo que lo echara!
Sólo tuve tres hijos. Los varones se fueron lejos y prometieron volver. La mujer, según supe, andaba por ahí rodando. Del marido se hizo silencio y humo.
Esta casa es mía, he pagado doble. La primera vez fueron cinco años de lavar y planchar. Cuando me instalé, llegó la autoridad a cobrar el predial, multas y recargos. Si no pagaba, me embargarían la propiedad. Sentí que me moría, me ataqué de lágrimas, sofocos y de rabia.
Fui a la casa del presidente municipal. Mis manos sentían el frío y el filo de mi cuchillo. Esperé. Llegó a la media noche. En la puerta de su casa lo enfrenté y con el coraje en la boca, le dije.
— Ustedes tendrán el gusto de quitarme la casa, pero las cosas no se van a quedar así. ¡Todavía tengo buenas nalgas para ver a quién se las doy!
Me miró viendo mi enojo. Sólo pagué el predial y me disculpó las multas. Fueron ardores de tanto lavar y planchar, con el tiempo fertilizaron en reumas que me sorprenden en las madrugadas. ¡Si tan sólo hubiera tenido otro hijo! A lo mejor estaría aquí; la verdad, ya no quise abrir las piernas, así que no tuve más remedio que ahogar las calenturas.
Me empezó a dar sueño, pero el borrachito me lo quitó.
— ¿Qué quiere? ¿Qué madres quiere?
—Nada, doña Mari, no se asuste; sólo le aviso que el agua ya se metió.
— ¿Me quiere ver la cara? ¡Si aquí no hay agua!
—Aquí no, porque está más alto, pero en la cocina ya entró y no para de llover.
Mi casa es de tres plantas: en la parte baja está la cocina, una sala amplia donde doy de comer, y un pequeño cuarto en desnivel que es el que ocupo. En la intermedia hay un recibidor; y arriba, la recámara que rento, es donde duermen las maestras. Frente a la casa está la falda del cerro.
— ¡Santa Madre de Dios! ¡Muchachas, muchachas! ¡Despierten! ¡Se mete el agua!
Entre todos sacamos los víveres y, en cadena, los acomodamos en la planta alta. Lo que no se pudo subir, lo metimos en bolsas de plástico. El agua hacía remolinos y poco faltaba para que nos llegara a la cintura, así que fuimos a la segunda planta.
—Ahora vengo —dijo el hombre, y se lanzó a bucear.
— ¡Este cabrón se va ahogar!
Regresó con una estufa de petróleo que estaba en la cocina, el garrafón de combustible y una caja de cerillos que traía en la boca. Volvió a bajar y trajo algunas veladoras y medio litro de caña que encontró por ahí; la destapó, le dio dos tragos y volvió a zambullirse; sacó un mecate y pidió que lo ayudáramos; se sumergió y, poco a poco, apareció con un botellón de agua potable.
Era de media noche cuando la cocina había quedado inundada. El agua subía lentamente por las escaleras como un felino al acecho. Los focos se apagaron y sólo quedó el tenue resplandor de una veladora.
El río distaba a dos kilómetros. ¿Y la gente? ¿Cómo estaba la gente que vivía en las zonas bajas? ¡Qué Dios nos ayude! Vi al borracho que, con los ojos entrecerrados, dormitaba recargado en la pared; y en esa oscuridad entendí que sólo era una persona que buscaba compañía.
Quise dormir, pero no pude. La lluvia se iba y regresaba con más fuerza. ¡Sólo le rezaba a la virgencita de Guadalupe! Abrí la ventana y escuché el chiflido del viento y el pendular de las palmeras. ¡Cuántas cosas estarían pasando en la oscuridad! ¡Y yo sin saber qué hacer!
El agua reptaba, primero un escalón y luego otro, hasta que llegó a la segunda planta y ahí se quedó mientras la mañana se abría angustiosamente.
Los gritos del vecino me obligaron a mirar por la ventana.
— ¡Doña Mari, Doña Mari! ¡Mi mamá! ¡Mi mamá!
Entendí las señas. En una batea venía la anciana. Detrás de ella, su hijo, a nado. Llegarían más.
El beodo seguía sumergiéndose y rastreó todos los víveres que aún quedaban en las bolsas. Sacó a flote las reatas, con las que se tendió un puente para que las señoras y los niños pudieran llegar. Éramos cerca de quince personas. Nadie podía contener la tristeza ni tenía forma de evitar las lágrimas. Todos tenían la mirada ansiosa, larga, y el ceño fruncido por la impotencia. Nadie sabía el paradero de seres queridos.
Los víveres escaseaban. Frente a la casa, camino a la cima del cerro, se veían los pollos de Alfonso que buscaban cobijo por los zacatales. A lo lejos divisé a un hombre que corría tras ellos, capturaba a dos y les torcía con habilidad el cuello; vi cómo nadaba hasta la casa y, casi al llegar, lo reconocí. Era él, “el borrachito”.
Fueron tres los días que el agua se mantuvo. El hombre ayudó a todos. Iba a sus casas, buceaba, sacaba papeles, alimentos; siempre callado y respetuoso. Esa noche le ofrecí la botella de ron.
—Mejor guárdela —y se fue a un rincón a dormitar.
En la mañana lo busqué para darle un caldo de pollo, pero un griterío me distrajo: el ruido de los helicópteros y unas lanchas que llegaban para que la gente se fuera a los resguardos. Yo no me quise ir, pues esta casa la compré dos veces. Lo vi ayudando a subir a los ancianos. Me miró con sus barbas de viejo.
—Gracias, doña Mari.
— ¿No quiere un caldito de pollo? —le pregunté cuando estaba por subirse a la lancha.
A veces me asomo mirando hacia el cerro, pensando que anda correteando a las gallinas sueltas, pero no, es que el viento todavía las tiene asustadas ya que él vive conmigo. |