Vivía en el cuarto oscuro, en la parte baja de la casa. Era un misterio el interior de la habitación, nadie, o casi nadie, llegaba en plan de visitarlo. El contacto con el exterior, más que la puerta, era un ventana color antigua que daba al pequeño patio habitado por unas plantas y el silencio.
La luz de mañana, la de la tarde, y el resplandor de las noches, entraban por esa ventana; iluminaban un pedazo del interior habitado por objetos concretos, historias olvidadas, materialidades misteriosas disfrazadas de simplicidad.
El habitante, un hombre de unos cincuenta años, salía todas las mañanas a lustrar zapatos en la plaza, regresaba a las siete de la noche a la habitación, que era parte de toda la ciudad.