NAVIDAD
“Et Lux in tenebris Lucet”
Una luz brilla en las tinieblas. Aflora la sensibilidad. Son días de reuniones familiares y comidas copiosas donde no falta el recuerdo de los que se han ido. Festejamos una fiesta especial. Pero, ¿nos hemos planteado qué es lo que realmente celebramos?
Dejadme comenzar con un cuentecillo, mitad reflexión, mitad poesía.
Érase una vez un hombre que vivía en el interior de una cueva. Allí había nacido y aquel era su mundo. Un día se coló por el techo de la sima un pequeñuelo.
- ¿De dónde vienes?- quiso saber.
- Vengo de donde buscas con la mirada por tu huequecillo. El mundo como infinito.
- ¿Acaso existe otro lugar más habitable que mi gruta?
- Incomparablemente mejor. Solamente saliendo donde está la luz comprenderás tu propia oscuridad.
- ¿Por qué habría de hacerlo?
- ¿Por qué no? Si no lo intentas, nunca lo sabrás.
- ¿Cómo puedes tú decirme a mí esto?- enfatizó con enojo, haciendo valer su madurez.
- Hay hombres cuya esencia está confusa en su mente. Esos hombres deben hacerse como niños para reencontrarse consigo mismo.
Pero, el hombre de la caverna se había conformado con lo que tenía a su alcance, porque a lo largo del tiempo vivido su espíritu se había estrechado. Prefería permanecer acomodado en la incomodidad de su madriguera que arriesgarse a dejarla por lo desconocido. A fin de cuentas, lo que tenía era para él todo el mundo habitable. A los que corren en un laberinto, su propia velocidad los confunde.
“El hombre es la única criatura que rechaza ser lo que es”, como diría el filósofo Albert Camús, reconociendo en él la conciencia del absurdo de su propia condición. A esta consideración complementa Ernest Bloch, también pensador: “El hombre es algo que hay que encontrar todavía. No sabemos aún lo que somos, y no somos todavía lo que seremos”. Y la opinión de un tercero, el estudioso Paul Ricoeur: “El hombre es posible”. He aquí tres ponderaciones que vienen a coincidir: Que el hombre es una pasión inútil (por sí mismo). Que existe la posibilidad de reencontrarse consigo (según sitúe la altura de su deseo) Que puede hacerlo (aplicando la voluntad).
Pero todo esto implica el afanarse desde su libertad, sabedor que no puede conseguirlo solamente apoyándose en la razón. Pues, ¿qué hacer de un conocimiento que no le sirve para reconocerse? ¿Es acaso el hombre de nuestro tiempo tan mediocre, que precisamente por supervalorarse en el aislamiento se niega a procurar el fin al que está destinado a ser y aísla la mente en la cerrazón de su incomprensión? (como el estudiante que se conforma con un aprobado simple en lugar de procurar una nota más alta) ¿Se resigna, pues, a ser el negativo de un monigote simétrico diseñado por los profesionales del positivismo? Y, si se niega a ello, ¿lo hará para abandonarse y caer en los brazos del relativismo? De lo que podemos colegir: ¿no será éste el principal de los males que hoy día atenaza a la modernidad: el creer que todo da lo mismo ( ese dicho popular acuñado en la frase:” para dos días que hay que vivir…”)?
Concedido: desde el punto de vista de la reflexión personal conlleva un riesgo, porque aceptar salir de la cueva implica la inseguridad de sus seguridades. Mas, ¿qué consigue el hombre quedándose en el interior de su refugio, esto es, vivir una vida sin horizonte, con la estrechez de cada día, con los padecimientos, y, sobre todo como otro ilustre intelectual vasco retrató en su magna obra “El sentimiento trágico de la vida”, sin otra perspectiva que la nada final, a la que él mismo ha optado al instalarse en la complacencia? ¿Es la vida un absurdo? Pues, téngase presente que, cuando se habla de “la vida” o “el tiempo”, realmente incidimos sobre nosotros mismos. ¿Es a esto a lo que aspira? En suma: ¿puede en él más la sinrazón de la propia razón que abrirse a la posibilidad de ser diferente y encontrar su sentido, a pesar de la contradictoria realidad? ¿No está realmente sacrificando el instinto de vivir en aras del entendimiento?
El hombre, por más que se empeñe en mirar a otra parte o no admitirlo, e incluso rehuirlo de manera frontal, no quiere acabarse. El hombre está hecho para vivir. Y una cosa es “razonarse” y otra “vivirse”. La razón no nos vive por ella misma. No es el intelecto, sino el deseo de no acabarnos el que al final grita “¡Mi yo, que me lo arrebatan!”
Nos acercamos a la Navidad. ¿Nos ayudará para rehacer algo?
El Nacimiento tiene un significado más hondo que las luces que adornan nuestras calles y la decoración de los belenes. Nacemos para vivir, vivimos para morir y morimos para ser- nos dirá León Felipe- Todo hombre tiene dos momentos en los cuales, siendo gusano podrá volar convertido en crisálida: uno es al final de su tiempo; el otro en cualquier coyuntura en que se abra desde su interior, aunque para ello habrá de dejar algún lastre en el camino. El cambio. Renacer. Ahí puede encontrarse el significado de la Navidad. Si no nos hacemos como niños, si no disolvemos el nudo gordiano que nos permita descorrer el lazo, no entenderemos.
Digámoslo sin reparos: No es el Niño dulce que nos presentan con áureos tirabuzones el que provoca acercamiento, indiferencia o rechazo, sino el Hombre que lleva dentro y el reto que plantea ante la existencia, ofreciéndonos una visión distinta que se resume en dos cosas: para el futuro, la confianza que supera esa “nada”, abriéndonos desde ya a una dimensión nueva que traspasa el aguijón de la muerte; para el presente, compartirnos con los demás, empezando así a sentirnos realmente hombres. Tanto como saber la razón de ser.
Este podría ser el mensaje de la Navidad, más allá de comer borrachuelos (que también): dar un giro a la mentalidad y a los valores por los que nos regimos. Iniciar la andadura del camino que lleva de ser hombre masa a hombre singular. De Niño a Hombre (lo del tamaño de las letras no es accidental).
¡FELIZ NAVIDAD!
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