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ALI BABA Y CACARACO

Cuando su padre murió lo único que le dejó de herencia fue el apodo. Imborrable e indeleble más que cualquier profesión o bien material. La primera vez que lo escuchó fue cuando en el colegio uno de sus compañeritos lo acuso con la maestra diciendo que el cacaraco chiquito lo estaba fastidiando. De ahí en adelante su nombre y apellido se fue diluyendo paulatinamente dejando paso al remoquete. No faltaron veces que se sintió extraño al ser llamado por su nombre de pila. Le costó trabajo averiguar las fuentes del mote; En primer lugar porque eran pocos los que conocían el origen y por otro lado nunca se atavió a preguntárselo directamente al viejo al que sí no le hacía mucha gracia el asunto. Algunos le decían que era porque el abuelo criaba gallos de pelea y que tanto convivir con ellos, su cara empezó a tomar los rasgos de las aves. No satisfecho con la explicación tan vaga y poco probable continuó indagando, siendo la vieja Maticha una anciana que había olvidado la edad que tenía de tanto haberlos vivido quien le contó al parecer la verdadera versión. Parecía que la cosa empezó cuando Ali Baba un ajiseco que su abuelo regaló a su padre perdió la pelea ante al parecer un esmirriado chusco que le hizo morder el polvo a su engreído de fina estampa. Juró para sus adentros que el ganador de marras terminaría en la olla así sea lo último que haga. Preparó especimenes de las más pura sangre para enfrentar al plebeyo, retando a luchas a muerte con espuelas afiladas y navaja. El estilo de Cacaraco, mestizo corajudo era al parecer invencible: Uno tras otro fueron cayendo sus oponentes, algunos muriendo con honor y otros escapando de la arena, hinchando el hígado del entonces orgulloso Don Felipe Condevilla.
Hombre que no sabía perder había agotado todos los recursos para poder enfrentar y derrotar al causante de sus pesares. Pagó fortunas por ejemplares traídos de las galleras más importantes del país, dilapidando el dinero que en vida le legó su padre. Convertido en pobre y sin honor su vida fue cambiando. Perdió amigos y consideración y se encerró en una casa alquilada asistiendo solo al coliseo escondido tras los muros con la esperanza de ver caer al bastardo, como lo empezó a llamar. Fueron vanos sus devaneos. El cacaraco aleteaba sus alas majestuosas cada vez que veía degollados a sus eventuales contrincantes. ¡Debe ser hijo del diablo! Exclamaba para sus adentros con una ira que rebasaba la cordura de otros tiempos. Un día, cansado ya de la espera resolvió terminar el asunto por lo sano. Ningún gallo le iba a ganar la partida de la vida. Pensó que era él o el gallo. Trepó muros y dio de comer a los perros que cuidaban la gallera, que dicho sea de paso lo conocían, porque no era la primera vez que entraba a la casa de Don Fortunato Rabaza dueño del animal, aunque ahora lo hacía en forma sigilosa y subrepticia. Cortó con una cizalla el candado de la jaula y tomó al presumido entre sus manos, escondiéndolo dentro del poncho. El problema surgió cuando al ver la imposibilidad de regresar por donde vino por tener el gallo a cuestas, decidió salir por la puerta de la casa. Tenía para ello que pasar por un largo pasadizo antes de ganar la calle. El sentirse un vulgar ladrón era superado por la alegría de ver al mestizo hervir dentro de la olla que ya tenía preparada. Si era hijo de lucifer nunca se pudo aclarar, pero lo cierto es que Don Felipe olvidó el detalle que justo ese día era cumpleaños de Don Fortunato, a la postre, su compadre. Todos los galleros estaban reunidos en la mesa del comedor saboreando carnosas pachamancas y bebiendo a discreción. El encuentro fue inevitable. El dueño del santo un poco sorprendido lo miró casi con alegría. Compadre , le dijo, usted era el único que faltaba. Don Felipe quiso que la tierra se lo tragase. Nadie, salvo la situación incomoda, había advertido lo que Felipe llevaba debajo del poncho. Recuperándose de la primera impresión. Don Felipe, hombre de mente ágil, siguió caminando mientras decía “Ahora lo saludo compadre, présteme primero su baño”. Ya estaba casi en medio de los comensales y la cosa parecía salvada, cuando quien le dice, que el chusco saca la cabeza por la escotadura del poncho y pega un kikiriqui que resonó en el comedor, no más fuerte que las carcajadas que sonaron minutos después.
Desde aquel día el incidente marcó época en el pueblo. Don Felipe pasó a ser simplemente Cacaraco. Se decía por ejemplo, la hija de fulano nació un año antes de la visita de Cacaraco. La casa de Don Mengano queda a dos cuadras de la casa de Cacaraco y como nada-salvo los apodos- son eternos, alguien anunció la muerte de los cacaracos, primero el plumífero que no supo retirarse a tiempo y cayo abatido por un joven ejemplar parecido al Ali Baba con el que empezaron sus victorias y a las pocas horas las del otro viejo cacaraco, que según cuenta Doña Maticha, que lo vio dentro del cajón, sonreía de oreja a oreja después de mucho tiempo.

Texto agregado el 22-09-2004, y leído por 315 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-12-2006 Se que nunca llegaras a leer este comentario, ni yo podrè compartir esta misma aficiòn que aprendì de ti, pero quien sabe, alguna vez tal vez nos reunamos con el viejo Cacaraco, Doña Maticha y todos los que se me adelantaron. ¡Hasta siempre mi querido viejo! ollitsak
21-04-2005 Muy pero muy bueno. Lo mejor que he leìdo sobre gallos de pelea mauricejardiner
04-01-2005 Buenisino.... jimmi
 
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