Pasábamos los días festivos de Navidad en la casa de la abuela paterna. La abuela Pilar era una mujer grandota. Todo lo que tenía de grande lo tenía de bonachona. Tal vez por eso nunca vi una casa tan concurrida de parientes, amigos y vecinos del lugar.Yo , su nieta , la regañaba pues desde por la mañana temprano se colaban al amparo del fuego los lugareños que esperaban la empresa.
- No se puede dormir en esta casa- le recriminaba yo.
- ¿ Qué le vamos a hacer?- me decía ella, para al día siguiente volver a invitar a pasar a este o a aquel vecino, expuesto a la intemperie de la espera.
Nunca vi casa tan concurrida.No.
Por Navidad, la cocina sin extractor se llenaba de vapor pues la caldereta de cabrito cocía durante horas. No podían faltar a la mesa el cabrito, la merluza a la romana y la ensalada de escarola. Era una extraordinaria cocinera y mimaba sus platos. Tenía mucha pericia, quizá adquirida de muchos años como regente de un parador donde concurrían mineros, segadores, vendedores ambulantes, veraneantes...
Y quizá por ello le gustaba tener su casa llena de gente.
En Navidad celebrábamos juntos las fiestas hijos, nueras y nietos, en torno a ella, la matriarca anfitriona.
Tras su muerte, se vendió la casa tan vivenciada y nada volvió a ser lo mismo.
En mi memoria queda la imagen de los baldosines de la cocina chorreantes de vapor en las tardes en que la abuela preparaba las sabrosas calderetas.Imagen de la dicha.