Como mi último amante, aquel que un día llego a mi casa, ocupó tres cuartas partes de mi armario y la totalidad de mi corazón, hace más de cuatro años que se fue (a Noruega, creo) en busca de salmón, ahora, para salvar la ausencia de amantes y pescados, acudo regularmente al mercado, extraigo de la máquina un número y espero mi turno.
He dejado de frecuentar cines, bibliotecas y puntos de alcohol. A Jacinto lo encontré, hace un par de semanas, en el mejor mercado, el de la calle; como sólo olía y mal (era de noche y no podía ver su cara), pensé que únicamente serviría como condimento, un gran ajo de sabor intenso, que se dejaría “foguear”, restregar, machacar, poner aquí y allá, dejando en los demás como único recuerdo, un eructo maloliente. Con todo, un día lo invitaré a cenar; quizás en ese instante admití que tenía un buen cuerpo, como no pensaba quedármelo, tampoco importaba mucho que fuera buen conversador, cariñoso, o que su inteligencia fuera inversamente proporcional al tamaño de sus miembros.
Mientras repaso el posible menú, descarto cocinar un ave, todas aun muertas siguen sintiendo las alas, y ya era suficiente con notar que las mías andaban extraviadas cerca del Báltico, así que nada de faisán relleno.
Como apenas lo conozco tengo mis dudas de en qué emplear la cazuela y el tiempo. Dar un corte, en la piel, tal vez, desde la axila hasta la cadera y como si fuera una camisa, procurando que no se rompa, ir despegándola lentamente, para después poner la piel en la mesa, y sobre ella, el relleno que preparé hace días con los restos de mis anteriores amantes (los labios cortados en juliana de aquel que sólo decía groserías en mi oído, la morcilla en que convertí al más pesado y que ¡no veas como se repite¡ el besugo que extraje de aquel al que la altanería lo dejó en la raspa); pero esta miscelánea nauseabunda sólo es apropiada para la piel de un juez que cree impartir justicia porque convierte las leyes en sentencias, olvidando la penosa realidad de los arrabales. De ahí venía Jacinto.
De pronto recuerdo que debo aprender a escoger y a dosificar. Elijo con sencillez.
un poco de vinagre de Módena para rociar., - algunas hierbas, aunque aromáticas: albahaca, tomillo y hierbabuena, como brindis a mi pasado de vegetariana., y un buen chuletón de Buey. He de decir, que certifico esta elección después de ver su piel.
Con todo preparado, considero que es un pacto justo: la carne la pone él, yo tengo el fuego. Me aproximo, oigo como crepita su cuerpo y para evitar que alcance rápidamente una textura crujiente, pongo, al roce, toda la humedad posible. Cuando lo miro bien, observo la transformación- el buey se ha convertido en solomillo en su jugo- me detengo, repaso – “solo mi yo en su jugo”. Rechazo cocinar su cuerpo ; a un nuevo y último amante siempre hay que dejarlo de postre. Elijo –por ejemplo, plátano cocido en ron con mousse de avellana. Palpo y veo que está suficientemente duro y que tiene un buen peso en relación con su tamaño. Tomo mi copa, bebo un gran sorbo de ron y me acerco con la mousse. Miro sus ojos y definitivamente, ¡como me gusta tanto¡ decido que es mejor cocinar su historia o su nombre.
Con la profesión de basurero que tiene, prepararé de primero unos andrajos y se le irá el mal olor; con la infancia de dolor y miseria haré de segundo un estofado de patatas que nos comeremos juntos; con su pasión: el vidrio y sus posibilidades cromáticas, llenaré la mesa de gelatinas con frutos secos. De su nombre- Jacinto- utilizaré la primera Ja para reírme un poco y el resto (cinto) lo usaré para atar las bolsas de basura de mi memoria.
- Perdone, señora, su turno,
- ¿Cuánto dice que quiere de salmón?
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