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El silencio es un rasgo inherente de las calles alemanas. Es un silencio que te agobia, que te deprime en las oscuros días de invierno y que incluso añoras en los largos y ruidosos días de verano. Te acostumbras, sin embargo, a esa quietud artificial, impuesta por una sociedad que necesita de la discreción tanto como del trabajo. No es de extrañar, por eso, que exista una “Ruhezeit” –tiempo de descanso– que la ley impone de las 13:00 hasta las 15:00 horas y a partir de las diez de la noche hasta las seis de la mañana, en donde los decibelios permiten identificar el delito. A diferencia de México, Alemania ha logrado controlar el ruido en sus calles. Los autobuses ruedan tan sigilosos en el asfalto, que si te descuidas podrías ser atropellado por una de esas moles rodantes percatándote de su presencia apenas por el golpe que recibas. No hay música, no hay gritos de recolectores de fierro viejo, no hay altavoces en el techo de un auto que anuncien alguna promoción o vendedores ambulantes pregonando sus productos; tampoco hay niños jugando –algo comprensible en invierno– y la gente que conversa en las calles habla, no grita. Es en verano cuando la norma se rompe un poco (con excepción de la temible Ruhezeit) y hay un poco de ruido en las calles: gente que toma sus cervezas en las terrazas de los restaurantes, esporádicos conciertos de música al aire libre, mundiales de fútbol en donde alemanes borrachos gritan ¡DEUTSCHLAND! hasta la madrugada, etc.

Esa inalterable tranquilidad conjugada con una metódica pulcritud luterana puede, a simple vista de un extranjero, hacer creer que la paz y el respeto dirigen el trato social entre los alemanes, pero, en realidad, es la imposición de la tranquilidad lo que provoca colosales discordias entre vecinos que no pocas veces terminan en sangrientas peleas o asesinatos de inusual magnitud. No son raras las noticias en la prensa sobre disputas entre vecinos que después de años de terrorismo mutuo decidieron finalizar el desacuerdo con un último acto de violencia. Esas contiendas suelen suceder desapercibidas para el barrio –quizás porque los otros están ocupados con sus propios altercados– y se hacen por fin públicas cuando se escuchan las detonaciones de un arma, los gritos de una víctima o la estroboscópica luz de un auto de policía deslumbra los ojos de los curiosos. Ayer, por ejemplo, leí en el periódico local que un hombre de sesenta y tres años hirió a su vecino de cuarenta y cuatro años hundiéndole un cuchillo en el estómago, después de que el hombre de cuarenta y cuatro años lo amenazara con un hacha (así estaba escrito en el periódico, sin nombres, sólo las edades); ambos se aterrorizaron durante casi quince años y ayer culminó la historia. Cuando eres turista o vives poco tiempo en Alemania no percibes ese submundo, pero cuando vives durante años en esta sociedad, tu hijo va a la escuela, te integras, entonces, tarde o temprano, eres parte de esa constelación obligada en donde un vecino te molesta con su existencia, o tú molestas a otros con la tuya.

Texto agregado el 07-12-2017, y leído por 107 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-12-2017 Interesante. Desconocía estos detalles. MarceloArrizabalaga
07-12-2017 Una visión casi turística, una inevitable comparación pero omitiendo los precios a pagar que no todo país, ciudad región e individuo debe pagar, muy bien. Saludos desde Iquique Chile vejete_rockero-48
 
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