Cada primer día de diciembre, invariablemente, el pequeño departamento a prueba de tsunamis de Dalila honra al hemisferio norte: cortinas rojas y verdes, manteles bordados con renos, trineos y viejos pascueros, choapinos con paisajes invernales, flores plásticas de muérdago sobre la mesa y un colgante de “merry christmas” en la puerta de calle.
Cascadas de luces parpadeantes cuelgan desde los dinteles de puertas y ventanas, y en cada uno de los barrotes del pequeño balcón del tercer piso se enroscan, como serpientes espinudas, largas guirnaldas en forma de ramas de pino. Solo el camión de Coca Cola podría ser más navideño que ese unipersonal y sencillo piso de condominio social.
Es una parafernalia curiosa, pues años atrás en su infancia, Dalila había pasado las navidades en una casa vieja y espaciosa, empotrada en la ladera del cerro, que alguna vez fue bella y que miraba hacia el puerto. Nunca hubo árbol de Navidad, sino pesebre, como era la costumbre de la familia y de todas las familias del cerro. Las cenas y los hermanos eran abundantes , y los obsequios moderados. Ahora, la idea de esas navidades criollas, con misas de gallo y villancicos le parecen ajenas e insulsas.
Dalila vive sola. Tiene tres hijos lejanos y un marido que se llevó el mar. Sin embargo posee un aparatoso entusiasmo navideño. Este año se obsequió a si misma el derecho de gastarse su escuálida pensión de viudez en un árbol de navidad con fibra óptica.
Ese fantástico artilugio luminiscente le produce un placer pueril, la hipnotiza con el suave y rítmico tintinear de sus luces multicolores y le obsequia un microuniverso de estrellas que brillan solo para ella. Fascinada lo observa incansablemente, sintiéndose niña y feliz.