Llueve. El camino discurre entre los árboles y el césped verde recién cortado.
Nosotros desentonamos con el romántico paisaje. Nuestro silencio es gris. Las palabras sin sentido, los reclamos y los reproches han muerto hace unos días.
Ahora, tu mirada se arrastra por el pavimento, mientras la mía se pierde entre las gotas que desaparecen luego de deslizarse por el parabrisas.
Todo se desvanece: el amor, los momentos felices...
¿Adónde irán a parar los recuerdos?
Observo la curva del camino que se acerca con esa sensación de final que lo abarca todo. Después de esa curva, el adiós.

Despedirnos de proyectos, de los hijos que soñamos tener y del pequeño mundo que habíamos comenzado a construir.

Tus dedos se crispan sobre el volante; no me atrevo a mirar tu rostro.
Frenas y me bajo en la estación.
Me ayudas con mi equipaje triste y liviano, pero cargado de frustraciones.
Mi boca con sabor a sal roza tu mejilla. La despedida. Más lluvia silenciosa y resignada.
Y luego el tren que se detiene y yo me subo y la gente sonríe y estoy sola.