Cuento
LOS PIES DE ANTONIO
2003, octubre, primavera, jubilados, cesantes, estudiantes, dueñas casa y niños, disfrutan a esa hora del atardecer, de la brisa, de los juegos y de la relativa comodidad de los viejos y cansados bancos de aquella plaza poblada de enormes y añosos árboles, que conocieron tiempos mejores y hoy desafían el ruido y el smog de la modernidad, ubicada en un antiguo barrio de Santiago. La rodean antiguas y señoriales mansiones venidas a menos y que muestran en sus otrora elegantes fachadas, la inclemencia de los años y la decadencia de los dueños. Muchas de estas casonas se han transformado en locales comerciales, consultas médicas, talleres y oficinas.
Con los ojos entrecerrados, en la penumbra de su oficina-consulta del Centro de Estética de su propiedad, ubicado en la acera norte de aquella plaza, y sus oídos atentos a la melodía y voz de Serrat provenientes de un pequeño equipo de música, que recita:
—"Con su bolso de piel marrón y su vestido de domingo...sentada en el andén...espera el próximo tren... "
Rosario recuerda su niñez y juventud, que hasta los dieciocho años transcurren en un elegante y tranquilo barrio de Madrid.
—¡Cómo han pasado los años!
Poco más de treinta quizás, desde que por problemas políticos o económicos, no recuerda muy bien, su familia decide dejar España y aventurar en América, en Chile, en Santiago, donde hay familiares y amigos que han emigrado antes y que si bien es cierto no han logrado fortuna, con mucho trabajo han conseguido un buen pasar.
Después de trabajar como ocho o diez años en la ferretería que su padre estableció en otro antiguo barrio de Santiago, decide hacer algo por sí y para sí.
Como nunca quiso, en realidad no pudo, ir a la universidad, decide realizar algún curso corto que le permita instalarse con su propio negocio y así alejarse de la tutela y del control familiar. Estudia Peluquería y Cosmética y además toma otro curso, algo que siempre le atrajo en su subconsciente: Podología.
Y así escuchando la voz de Serrat que canta Penélope, melodía que siempre la acompaña, recuerda que hace ya más de veinte años se instala en este lugar con su Centro de Estética.
—Señora es hora de cerrar, ya las chiquillas terminaron de atender a todos los clientes y se retiraron.-
Escucha una voz que la saca de sus añoranzas, es Isabel, su ayudante-secretaria en la consulta y su empleada-compañía en la casa, la cual queda contigua al negocio.
Casa y local comercial tienen entradas independientes por la calle y a su vez comunicación interior.
—Sí Isabel, cierra, ya es tarde —contesta y agrega:
—Yo me quedaré aquí un rato más, ordenando todas estas fichas —señalando varias carpetas dispersas en su escritorio.
Isabel le solicita permiso para ir un rato a la plaza, según ella, a fumar un cigarrillo con alguna amiga, siendo realmente otro su interés.
—Si ve, contesta Rosario, pero ten cuidado, no hables con desconocidos ni te juntes con ese grupo de marihuaneros de la otra esquina.
—Ya señora, usted me cuida más que mi mamá —responde Isabel, esbozando una dulce sonrisa, y abandona la oficina.
Isabel ya lleva como tres años con ella y a llegado a quererla, tal vez como la hija que hubiera querido tener y que nunca pudo ser, ya que nunca se casó ni tuvo pareja. Nunca en sus años de inmigrante hombre alguno cruzó la puerta de su alcoba. A los hombres de su vida solo les permitió cena y despedida, función y despedida, alguna vez un beso furtivo, una mirada insinuante, un roce y nada más. Tanto así que entre sus familiares y pocas amistades se dudaba de su sexualidad.
Isabel era una joven belleza chilena, morena, más bien baja, de exquisitas redondeces, labios tentadores, mirada vivaz y brillante, voz sonora y cantarina; era la atracción de los jóvenes habitúes de la plaza y siempre había a su alrededor una corte de solícitos y galantes pretendientes, pero su mirada buscaba entre todos, a uno: Antonio.
Este, siete u ocho años mayor que ella, alto, atlético, moreno, con aire de actor de películas románticas, siempre vestido deportivamente con polera, buzo de pantalones amplios, y zapatillas de buena marca y mejor precio, llevaba poco tiempo en el barrio.
Técnico Electromecánico, se había instalado con un taller de reparaciones de artefactos eléctricos en un local colindante con el Centro de Estética. Antonio no vive en el sector, llega todas las mañanas temprano en una motocicleta, que como él, también llama la atención de los vecinos del lugar. A cada cierto tiempo cruza la calle, se sienta en algún banco de la plaza y enciende un cigarrillo que fuma lentamente. Cuando está en la plaza se nota su presencia y no hay mujer que no se voltee a verlo cuando él pasa, sea esta una colegiala, una respetable señora o una madura solterona, pero él también busca la sonrisa y la mirada de una persona: Isabel.
Además llama la atención su forma de caminar un tanto lenta y de pasos cortos, lo cual contrasta con su atlética figura.
La primavera está en su apogeo, fines de Noviembre, ya se comienzan a notar los preparativos navideños. Aunque el sol ya dejó la plaza, las sombras aún no dan la intimidad que muchas parejas esperan, entre ellos Antonio e Isabel.
Rosario coloca la última carpeta en el estante y revisa su agenda para el día siguiente, la primera hora de atención la tiene reservada para Narciso, que es el paramédico del Centro de Salud ubicado en la acera sur de la plaza.
Cuando se dispone a abandonar la oficina, sin pensarlo, entreabre las cortinas del amplio ventanal que da a la plaza y lo primero que atrapa su mirada es la motocicleta de Antonio, enorme, blanca, color no común en éste tipo de vehículos, con muchos accesorios, adornos y algunas calcomanías de símbolos o emblemas de colores como una marca, una estrella y una cruz de color azul.
Algo le recuerda la motocicleta e inquieta sus pensamientos.
Sentada en la moto esta Isabel, con su largo pelo negro suelto a la brisa de la tarde, su blusa semitransparente que insinúa, sus piernas acortan su ya corta falda y sus labios ofreciéndose a la ávida boca de Antonio que parado a su lado acaricia sus rodillas y la besa suavemente.
Ante esta visión Rosario siente un estremecimiento, y un cosquilleo recorre su cuerpo maduro que ronda el medio siglo, estilizado y con garbo de hembra castellana, por el que corre un torrente de sangre morisca y gitana. Bajo su blanco delantal palpitan formas anhelantes. Su mirada no puede apartarse de aquel macho insinuante y recorre con sus ojos ávidos toda la extensión de ese cuerpo, lentamente de arriba a abajo y allí se detienen en los pies que calzan excelentes zapatillas y piensa, risueña y maliciosa, aquello que más de una vez a escuchado a sus empleadas: que según el tamaño de los pies es el tamaño del... amor.
De repente reacciona, asustada de sus pensamientos, no debe desear, piensa, al hombre de Isabel a la que quiere y respeta como una hija. Cierra la cortina y trata de cerrar sus pensamientos. Se dirige a su casa, se prepara un gran jarro de granadina con bastante hielo y mientras dispone una bandeja con el jarro, un vaso, un pocillo de crema y otro con rojas y maduras frutillas, frota por su cara y cuello un paño embebido en agua bien helada.
Luego mientras camina hacia su dormitorio, bastión irreductible, se va despojando del delantal, la blusa, la falda, los zapatos, se da cuenta de que no ha podido cerrar sus pensamientos. No recuerda haberse sentido como en ese momento desde hace mucho tiempo; siente su cuerpo ardiente y sudoroso, su estómago tenso, sus senos turgentes, sus glúteos temblando...
Más de una hora estuvo bajo la ducha con los ojos cerrados y la imaginación abierta. Tomó un vaso de refresco y otro más, lo necesitaba, y luego de peinar su rubia cabellera y esparcir por su cuerpo de blanca piel, un cremoso y aromático bálsamo, se tendió desnuda en su amplia cama.
Cuando se acabaron las frutillas y la crema, apagó la luz, cerró los ojos y abrió su mente a los recuerdos...
Mar Cantábrico, Golfo de Vizcaya, País Vasco, tierra de raza indómita. San Sebastián, festival, verano y playa. Fines de la década de los sesenta, tendida en la arena y por la radio a pilas la voz de Serrat, entonando "Tu nombre me sabe a hierba" de uno de sus primeros discos.
Un par de días atrás había llegado desde Madrid con su familia a disfrutar de las vacaciones. Era ésta una familia tradicional, católica, de antiguo pero dudoso linaje y de blasón familiar, pero de recursos económicos menguados. Una familia como tantas en las postrimerías del régimen franquista, que en la época del estío peninsular se acordaban de los familiares inexistentes en el resto del año.
Allí junto a ella tendido en la arena, estaba Paco, su primo lejano de tercer o cuarto grado en la genealogía familiar, hijo de los tíos estivales, que como artesanos viven del turismo y que tienen una casa pequeña en un barrio alejado de la playa, pero un corazón grande, además puertas y brazos abiertos para la familia madrileña.
Con 17 años, recién egresada de colegio de monjas, con sueños de crecer, con ansias de libertad, llena de juventud y deseos de vivir se acercó a Paco, su primo lejano, pero hombre tan cercano, ofreciéndole sus labios. Éste como esperando aquella actitud besó esa boca trémula y ardiente, luego mirándose a los ojos se juraron amor eterno... por la eternidad que duren las vacaciones.
Ese día el regreso a casa lo hicieron más apretados que nunca en la destartalada motocicleta de Paco.
Pasaron los días, ambos bebiendo del amor y ardiendo de pasión. El día en la playa era arena y sol, mar y calor, besos, promesas y caricias. Paco acariciaba los brazos, las manos, la cara, el pelo de Rosario y ella acariciaba sus pies, eran hermosos sus pies. Paco era un joven alto, rubio, hermoso, con un bello cuerpo bronceado por el sol del golfo, dulce mirada, voz agradable pero a Rosario lo que más le gustaba de él, eran sus pies.
Ese día no se dieron cuenta del paso del tiempo, ya bien entrada la noche, calurosa, sin ponerse más ropa que los trajes de baño subieron a la moto y emprendieron el regreso a la casa alejada de la playa.
Paco eligió el camino más largo y oscuro. Mientras Rosario se aferraba a la cintura de su primo, a mayor velocidad más se aferraba e insinuaba caricias atrevidas las que hacían inestable y temeraria la conducción. Al llegar a un pequeño parque apartado de casas y miradas y al amparo de un macizo de ligustrinas Paco detiene la moto, baja el soporte de estacionamiento y queda sentado, pensando en que puede o que debe hacer, pero antes que una estrella fugaz que aparece por occidente se pierda en los Pirineos, tiene frente a sí a Rosario, desnuda, a horcajadas sobre sus piernas buscando la unión jugosa de sus labios y la unión ardiente de la carne...
Los días que quedaban de vacaciones pasaron raudos y ya no fueron de mar, sol y arena, sino que fueron de sexo, amor y pasión desenfrenados.
Cuando terminaron las vacaciones y aquella eternidad prometida, Rosario se hizo otra promesa: nunca olvidaría aquellas playas, la destartalada moto, su ardiente primo y sus bellos pies...
—El desayuno está listo es hora de levantarse —lejana escuchó la voz de su tía y el ruido de la moto de Paco terminó por despertarla.
Pero no era la voz de su tía ni la moto de Paco, era la voz de Isabel y la moto de Antonio que temprano, como todos los días llegaba a abrir su taller. El Centro comienza a atender a las nueve de la mañana, ya hay clientes atendiéndose con el personal, que se compone de tres mujeres jóvenes que cortan, tiñen y peinan, una señora de más edad que es como la jefa y desempeña labores de manicura y una señora mayor que se ocupa del aseo y otros menesteres menores. La manicura se dedica en ese momento a las manos de un señor regordete, de edad indefinida, mediana estatura, finos modales, con un peinado a la gomina que fija pelo allí donde escasea, disimulando la calvicie.
Él es Narciso, paramédico del Centro de Salud vecino y que además tiene hora reservada para atenderse con su amiga la podóloga. Cuando termina con el cuidado de sus manos, se dirige rápidamente a la oficina-consulta de Rosario que ya está esperando para brindarle su atención y a la vez conversar con su amigo. Narciso comenta y regaña por las dificultades que tuvo esa mañana para llegar, debido a una cantidad de obras viales que por estos días comienzan en Santiago para modernizar los medios de desplazamiento vehicular, las cuales produjeron atochamientos en varios sectores. En cambio le faltan palabras para elogiar el funcionamiento del Ferrocarril Metropolitano o Metro, el que él toma todos los día en la estación Bellavista y espera que el próximo año, el 2004, quede lista la ampliación de la línea 2 que lo dejara más cerca de la plaza y así no tendrá que caminar tanto como ahora, lo cual perjudica sus delicados y bien cuidados pies. Rosario sigue atenta su conversación, mientras lo atiende con pulcritud y esmero. Hay entre ellos una amistad cultivada por años que comenzó con un tratamiento podológico.
Ella relata a su amigo experiencias con pies de clientes famosos que atendió alguna vez u otros de alguna trayectoria que aún requieren de sus servicios y orgullosa muestra a Narciso, colgados en una pared de su oficina, una cantidad de diplomas de cursos y reconocimiento de organizaciones afines, como así también un estante esquinero repleto de trofeos y galardones obtenidos por su Centro en eventos de Estética y Belleza. También le comenta, y no exenta de vanidad su otra pasión: la pintura, representada en la consulta por una veintena de cuadros, oleos y acuarelas, que llenan otra pared. Motivo recurrente en ellos son los pies, los hay de hombre, de mujer, de niños; los hay chicos, medianos, grandes; los hay con zapatos y desnudos, pero todos con una característica común: perfectos y bellos y en un rincón inferior su firma, Rosario. Entre el conjunto destaca uno, es el más luminoso de todos y tiene una leyenda que dice: “La belleza de un hombre se refleja en sus pies” y en un rincón su firma más una palabra entre paréntesis y casi ilegible: (Paco).
La conversación de Narciso va por otro lado. Además de hablar de ropa, gusta vestir bien, lo hace hace de un sinfín de cosas, gusta vestir bien; de perfumes, huele muy bien; de cremas, luce una piel, que muchas mujeres de menos edad que él, quisieran tener; de dietas alimenticias, con las que, por lo que se ve no le va muy bien; es otro realmente su interés, las hace de Celestino encubierto entre Rosario y su jefe, el dueño del Centro Médico, Francisco, con quién trabaja desde que llegaron a instalarse en el barrio, más o menos en la misma época que lo hizo Rosario.
Francisco, médico general, dueño del centro de salud, es un hombre cincuentón, alto, delgado, elegante, de pelo cano siempre bien peinado, de un delgado bigote muy bien cuidado; maneja siempre un auto del año, tiene una situación económica holgada y desde que quedó viudo hace como siete años ha sido cliente periódico de la peluquería y además incondicional e inconfeso admirador y pretendiente de Rosario. Aunque lo ha pensado, más de alguna vez, para lograr más cercanía ha querido poner sus pies en manos de Rosario, pero por pudor, por vergüenza o por esa timidez propia de los pretendientes de colocarse en una situación incómoda o dependiente de la persona pretendida, no lo ha hecho.
Por parte de Rosario, ésta nunca le ha demostrado ni ha comentado a otras personas como Narciso o Isabel, que son sus confidentes cercanos, algún interés manifiesto por Francisco, pero éste no le es indiferente.
Quizás por lo mismo que ha sentido Francisco cuando ella ha requerido alguna atención médica, siempre ha recurrido a los servicios de algún otro profesional del Centro Médico. Es posible que dentro de los pensamientos de Rosario haya cabida para los requerimientos de Francisco, pero, algo pasado que no ha pasado y que presiente puede volver, la hace refractaria a los devaneos del distinguido doctor y como que ignora y no escucha las interesadas e insistentes preocupaciones de Narciso por oficiarlas de moderno cupido a favor de su jefe.
Ese día transcurrió con bastante movimiento en el Centro de Estética, atendieron muchos clientes habituales, como así también más de alguno nuevo. Fue un buen y provechoso día de trabajo.
Como a las siete de la tarde entró Isabel a la consulta, trayendo una porción de torta y un vaso de granadina con hielo para su jefa. Se sentó en una banqueta cerca del ventanal y comentaron lo ajetreado que había sido la jornada y también con relación al trabajo propio de Rosario, ya que Isabel, además de ser una buena empleada y secretaria era una avanzada aprendiz de podología y pronto comenzaría a realizar un curso regular de la especialidad pagado por su patrona.
Algo atrajo la mirada de ambas mujeres desde el exterior, era Antonio que cruzaba la calle hacia la plaza. Los ojos de maestra y aprendiz siguieron su lento caminar hasta que éste se sentó y encendió un cigarrillo.
Mientras Isabel seguía atraída por el interesante paisaje de la plaza, Rosario recordó otros paisajes...
Tres años atrás, Termas de Quinamávida, cerca de la ciudad de Linares, a poco más de trescientos kilómetros al sur de Santiago. Mientras gozaba de los beneficios termales durante sus vacaciones se le acerca una joven mujer de quince o dieciséis años a ofrecer adornos de crin vegetal, confeccionada en un pueblito cercano conocido por este tipo de artesanía: Rari.
Rosario que lleva en su corazón y su espíritu recuerdos imborrables de un artesano euskalduna, se prenda de esas miniaturas de crin y queda impresionada además por el desplante y belleza juvenil de la niña que se las ofrece, tanto así, que le solicita la lleve a conocer su familia y la confección de esas maravillas de colores. Conoce el pueblo, la artesanía y la familia de la niña: padre madre y dos hermanos, todos artesanos.
Una semana más tarde vuelve a Santiago, con la maleta del auto repleta de artículos de crin y con la compañía de la joven Isabel.
Un autobús que pasa por la calle la saca de sus recuerdos y se encuentra con la mirada de la ex vendedora de artesanía, piensa que es el momento de preguntarle por algunas inquietudes que rondan su mente, pero como si algo interno las comunicara es Isabel quien comienza a hablar y le cuenta de su amor por Antonio, de sus sentimientos, de los sentimientos de él, de sus aspiraciones, de su atracción por la velocidad y los deportes mecánicos, de los riesgos, de los accidentes que alguna vez sufrió, de sus victorias , pero sobretodo, de sus intenciones para con ella, serias y responsables.
Las interrumpió el timbre de la puerta de calle, era justamente la persona motivo de la conversación, Antonio, que quería hablar con Rosario. A ambas mujeres las recorrió un pequeño temblor nervioso. Antonio quería solicitar autorización, a su vecina, para realizar un trabajo en el muro común que separaba los patios de ambas propiedades, a lo cual Rosario no puso objeción alguna.
Isabel se retiró a realizar otras labores, mientras Rosario y Antonio se ponían de acuerdo cuando se podía realizar el trabajo en el muro, acordaron que sería el fin de semana. Después la conversación derivó a temas relativos al trabajo de cada uno y a los problemas propios y comunes al vecindario de la plaza. En algún momento Antonio comentó sobre las pinturas que adornaban el muro, Rosario entusiasmada por este interés se explayo con lujo de detalles sobre su hobby pictórico y no pudo evitar dirigir su mirada a los pies de Antonio.
Después de despedirse de Rosario, Antonio estuvo un buen rato conversando en la puerta de calle con Isabel, temas propios de los jóvenes enamorados.
El día viernes temprano, Rosario recibió un llamado telefónico del padre de Isabel que le solicitaba permiso para que ésta pudiera viajar, por unos días a su casa en Rari, para acompañar a sus hermanos menores, ya que su madre había quedado hospitalizada en Linares, esperando su cuarto hijo. Solicitud a la que Rosario accedió sin poner objeción alguna. Luego se preocupó de que Isabel se preparara y viajara lo más pronto posible, le dio dinero para el viaje y para que también llevara a su familia además de una caja con regalos para sus hermanos.
Cuando salieron a la calle para abordar un taxi que llevara a Isabel al terminal de buses, las vio Antonio que estaba en la puerta de su taller. Con sus pasos cortos y lentos se acercó a ellas y al enterarse de la situación y ver que no pasaba ningún taxi disponible se ofreció para ir a dejar a su enamorada al terminal en su motocicleta.
Rosario vio alejarse la motocicleta con Isabel y sus bolsos, observando los colores llamativos de las calcomanías adheridas en distintas partes de la blanca máquina, entre ellas una cruz de color.
El día sábado hubo poco movimiento en el Centro, por lo tanto pasado el mediodía despachó a su personal y quedó sola en su oficina observando tranquila su producción pictórica y pensando que ya luego debería incrementarla, puesto que hacía ya algún tiempo que no se dedicaba a pintar.
Al poco rato la sobresaltó el sonido del llamado en la puerta de calle, era Antonio que venía a realizar el trabajo del que habían hablado días atrás. Rosario lo había olvidado, titubeo, un temblor frío recorrió su espalda, estaba sola con el hombre que más de alguna vez, al observarlo por el ventanal, había activado sus recuerdos y con ello habían despertado en ella los bríos, de hembra, por años contenidos. Recordó también que ese hombre era el pretendiente correspondido y aceptado por ella, de su empleada-secretaria-hija y esto aplacó en parte aquellos pensamientos. Abrió la puerta e hizo entrar a Antonio que con su caja de herramientas, lentamente, atravesó el patio y con cierta dificultad trepó a un cajón que adosó al muro, para poder alcanzar la altura requerida para el trabajo a realizar.
Rosario volvió a su oficina a tratar de ordenar sus papeles y sus pensamientos. Los papeles en las gavetas del estante y los pensamientos en los vericuetos del espíritu. Se acordó que tenía que ir a comprar ese medicamento que le ayudaba a conciliar el sueño en esas noches, y esta podía ser una de ellas, en que como tropel desenfrenado la invadían los recuerdos de sus pocas, pero intensas, noches de pasión en aquellas playas cantábricas tan lejanas. Mientras el equipo de música lanzaba al aire la voz de Serrat cantando la canción que para ella era un himno: Penélope. Pensó que era mejor esperar a que Antonio termine su trabajo.
Cuando éste finalizó su tarea prácticamente ya había oscurecido, recogió sus herramientas, se fue a despedir, dar las gracias y pedir disculpas por las molestias causadas. Ya en la calle Antonio observó que Rosario salía de su casa, cerraba la puerta y se disponía a cruzar la calzada, al tiempo que miraba hacia el extremo de la plaza donde está la farmacia, la cual ya se encontraba cerrada, esto detuvo a Rosario, al parecer contrariada.
Antonio se acercó a ella y al enterarse de su problema y sintiéndose culpable por aquella contrariedad le ofreció acompañarla a buscar otra farmacia, preguntándole si tendría algún inconveniente para ir en la motocicleta.
De nuevo apareció el titubeo de Rosario y el temblor que recorrió su cuerpo fue mucho más intenso que el anterior, pero al pensar lo larga que podría ser su noche y al ver la moto incitante, recordó otra moto, aceptó el ofrecimiento y demasiado ágil para su bien conservado "medio siglo" trepó a la moto, que partió rauda por las calles de Santiago en busca de un calmante de pasión.
También con ella treparon aferrados a su espalda aquellos recuerdos de las playas y calles donostiarras.
Sintió un calor sofocante y esa velocidad que para las calles santiaguinas era normal, para ella era extrema, por eso con abrazo asfixiante se aferró a la cintura del hombre de Isabel, que poco a poco iba sintiendo el calor de esta otra mujer, madura, pero ardiente y desesperada que despertó rápidamente al macho codiciado de la plaza y mientras él aceleraba e imprimía mayor velocidad al corcel mecánico, ella intensificaba su abrazo y sus manos hurgaban y buscaban igual que treinta años atrás.
Para Rosario ya no eran las calles de Santiago, eran las de San Sebastián en aquel verano loco y sus labios murmuraban:
—¡Paco, Paco! ¡Haz vuelto mi vida!
—¿Por qué tardaste tanto mi amor?
—¡No sabes cuánto te extrañé¡
—¡Paco mi vida, por favor volvamos a casa!
Se olvidaron de farmacia y calmante y sin saber cómo ni por dónde volvieron a la plaza y esos viejos árboles fueron mudos testigos del apuro de esa pasión endemoniada.
Antonio, Paco, Antonio, fue el primer hombre en cruzar el vano de la puerta de aquella inexpugnable alcoba. Rosario no supo cómo se despojó de toda su ropa, Antonio quiso sacarse sus zapatillas y su pantalón, pero ella con toda esa sed reprimida por años no lo dejó, total ello no impedía la consumación y el goce de aquella pasión en su cuerpo, por años, acumulada.
Fueron horas de cuerpos apretados, de respiración jadeante, de murmullos insinuantes, de quejidos placenteros, de piel quemante, de besos ardientes, de imaginación galopante y éxtasis sin límites.
Antonio fue Paco, aquel que tanto añoraba en sus insomnes e interminables noches, su ardiente primo vasco había regresado.
En el equipo de música aún se escuchaba a Serrat entonando la última estrofa de Penélope.
Poco a poco el sueño se apoderó de los cuerpos exhaustos y el espíritu complacido de aquellos amantes.
Junto con los primeros rayos del sol dominical Rosario abre sus ojos y observa al magnífico hombre que duerme a su lado, en su cama, que ahora sabe del amor entre un hombre y una mujer. Es Antonio. Sí, es Antonio, el codiciado Adonis de la plaza, el amante pretendiente de Isabel.
Ya no se escucha a Serrat, Paco tampoco está por ningún lado, quizás se fueron juntos. No importa, se fueron. Ahora es Antonio quien satisfará sus noches, aunque éste no lo sepa y enamorado duerma entre los brazos de Isabel.
Al recorrer con su vista y sus manos el hermoso cuerpo varonil, del primer hombre en su cama, observa que a pesar de la ardiente noche de pasión, éste todavía conserva su pantalón y su boxer enredados en las piernas y en sus pies, que aún conservan las zapatillas.
Esto despierta en Rosario, su otra pasión, y de un salto con su excelente madurez desnuda, corre a preparar su atril, un bastidor con tela, pinceles y la paleta de colores, va a pintar su gran obra de arte a la que simplemente llamará: “Los pies de Antonio”.
Desata nerviosa los cordones, con manos temblorosas los suelta bien para poder sacar de un solo movimiento ropa y zapatillas y deleitar su mirada con los pies más hermosos del mundo...
A esa hora de la mañana, día domingo, solo las palomas y gorriones habitan la desierta plaza.
En el Centro Médico hacen turnos los días domingo, hoy le toca a Francisco, el cual ya llegó y tranquilo sentado en su consulta lee el periódico y toma una taza de café...
El grito de la mujer fue desgarrador; los viejos árboles se sacudieron desde sus raíces, una nube de palomas y gorriones oscureció la plaza; Francisco derramó su taza de café.
La moto hizo tronar su motor, terminando por romper la quietud de la mañana y partió rauda, cual centella, con su conductor semi-envuelto en una sábana blanca que no alcanzaba a cubrir sus extremidades inferiores, las cuales terminaban en dos brillantes prótesis metálicas que nacían bajo sus rodillas.
Pasó como un bólido frente al Centro Médico. Francisco, en la puerta, observó estupefacto, a pesar de la velocidad, la Cruz de Malta pintada de azul en la parte posterior de la blanca motocicleta.
Incluido en libro: Cuentos al viento
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