Aquel fin de semana había dado poco- bastante poco- de sí. Con decir que no había intercambiado palabra con ser humano, da una idea ilustrativa sobre la cuestión.
Últimamente no me encontraba muy comunicativo. El mes pasado había contabilizado unas dos o tres conversaciones. Me refiero a conversaciones con alguien diferente a mí mismo. Sobre la base de entender que estas últimas no cuentan, por muy jugosas y nutritivas que puedan ser. De cara a mi interior era, posiblemente, la persona más inteligente que conocía. En el apartado exterior desbarraba un poco. Aquel blindaje de soledad lo determinaba. De haber podido ocupar una cátedra, de mi boca hubiera salido la última palabra; pero no la ocupaba y me tuve que emplear con el primero que encontré: un taxista. Me empleé a fondo con aquel taxista.Al pagarle me miró con cara de conmiseración, de encontrarse delante de un pobre hombre. Me recordó la historia de un compañero de Facultad. Una anécdota curiosa. Fue a examinarse de oral y se equivocó de departamento. Una vez que hubo expuesto el tema que le había, por cierto, correspondido al azar al sacar una bolita, el catedrático no salía de su pasmo al comprobar que el tema quince de su asignatura- Derecho Romano: el usufructo vitalicio en Roma- hubiera cambiado tanto de contenido por el camino- Hacienda Pública: diferencias entre tasas y contribuciones.
Y es que es la propia vida: todos estamos- o bastantes- antes que otra cosa desubicados.