Aquella portentosa imaginación basada en una infancia a medio escolarizar daba la media de la población y no había quien quisiera dar un paso atrás. Y era cierto. La tiranía de la mayoría y el imperio de las masas que había dicho Ortega se estaba materializando en tumbavilla y no había quien cambiara los códigos. Una angustia incesante hacía necesaria la transformación de los sistemas so pena de hacer de la villa un capitoste ajado y ajeno al entorno más inmediato y al menor.
Era menester dar un vuelco y era la ocasión propicia. Los elementos de resistencia estaban debilitados a fuerza del esfuerzo sostenido por mantener un molde que estaba quedándose viejo, caduco; pero que en último estertor podía hacer alguna baja en las filas de oposición y esa era el arma más efectiva de quienes se aferraban a su mundo con el incentivo de quien no quiere cambiar, y quiere terminar sus días en un mundo doméstico al que poder acariciar. Nos querían quitar la felinidad del gato a lo que nos oponíamos con la fuerza de quien no quiere perder su propia naturaleza. El conflicto en consecuencia estaba servido y nadie quería dar su brazo a torcer.
Con un coletazo en la agonía podía hacer mártir a cualquiera y unos por otros nadie se atrevía a colocar el cascabel. Sin embargo, aquella guerra de querrillas mosquitera también exasperaba. y en esa estábamos ahí a base de carantoñas hostiles, esperando la ocasión para dar el zarpazo definitivo. Los descontentos teníamos la fuerza que da el hambre atrasada. Aquel páramo emocional no era tan hostil como un sable, al menos para quien suscribe, aunque he de reconocer cierta inmunidad al silencio. Cada cual tiene su especialidad, es obvio. La costumbre es la que impera y el ruido de sables no había sido mi camino, pero estaba medio acostumbrado a arreglármelas solo por la vida. Era del grupo de los asistema: no teníamos más objetivo que el de preservar nuestra manera de vida, sin gabelas ni prebendas. Con nosotros venía la puerta abierta a la puerta abierta. Tendrían que ser otras generaciones las que nos llamaran reaccionarios. Por lo demás, como siempre había sido: aquella lucha contra dios, que es mayormente la experiencia de quienes preceden, y la afirmación de los nuevos criterios, haciendo borrón y cuenta nueva con independencia de perderse determinadas sutilezas.
Aquel afán perfeccionista tenía que sucumbir al nuevo credo. En definitiva, no se trataba más que hacer desaparecer los jefes intermedios, renovar la escala de mando, que ya había cumplido su misión y, sin embargo, no se resignaba al júbilo. Pero no podíamos permitir en el fondo que sucumbiera la fuerza como razón última, como si llevara aparejada por definición la estulticia. Por mucho que se repitiera o que se pretendiera otra cosa, la fuerza era la salud y el impulso de la sabia nueva. Y había una forma correcta de hacer las cosas. Y se sabía. Nuestras contradicciones serían resueltas por otras generaciones pero era menester ahora señalar que el rey iba desnudo por muy bueno que fuera su sastre. |