La memoria es quizás una de las cosas más extrañas que tiene la mente.
Hace más de 30 años que no veo a Los Picapiedras pero recuerdo que su mascota se llamaba Dino.
Hace tanto o más que no veo ni hablo ni escucho de Popeye pero recuero que tiene un ancla tatuada en el brazo. Que hechizada movía la nariz y a mi marciano favorito le salía una antena retráctil de la cabeza.
Recuerdo la primera vez que escuché la sexta de Beethoven, incluso cómo se escribe a pesar de que no lo he leído en años.
Recuerdo el día en que la conocí, el aroma de su piel, que en algún lugar sonaba Every bread you take, y cómo fue el primer beso.
Me acuerdo lo que estaba haciendo cuando me enteré del atentado de Amia.
Me acuerdo la sensación que tuve frente al cabildo el día que asumió Alfonsín.
Sé, porque lo recuerdo, que el logaritmo neperiano se basa en el número e, que equivale a 2,71, pero no uso un logaritmo desde hace más de un cuarto de siglo.
Sé, porque lo recuerdo, que 7 por 8 es 56, que factorial de 6 es 720, y que por fuera de dos desviaciones estándar hay menos del 2 por ciento de cualquier universo.
Tengo en mi memoria palabras sueltas en inglés, francés ruso, polaco, guaraní, euskera, alemán, japonés, chino, quenya, klingon y varkulets...
Así y todo, de tanto en tanto no recuerdo dónde dejé las llaves.
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