NOCHE AZUL
DE
JUAN GODOY
El regreso
Hacia meses que no había vuelto a ver la casa de sus padres, los jardines de inmensas plantas japonésas seguían igual.
A la entrada de la villa, en pleno corazón de Providencia, las rejas de acero, donde amarraba su viejo perro, recién pintadas.
Detrás de la villa la cordillera de los andes que Julián fotografió en los días de primavera entusiasmada. Las montañas, erigidas en su cuerpo de rocas, se veían como un gigante congelado.
Las nevadas de los andes trajeron ruinas y penas a Chile, escribieron una vez los diarios chilenos: junto al auto de lujo, una Harley-Davidson que usaba en verano. Como primer día de regreso, anduvo por el inmenso jardín, midiendo los mismos pasos inseguros de su niñez y, al segundo cayó enfermo. Depresión y síntomas de locura: fue internado en un sanatorio.
Semanas más tarde fue dado de alta: se dirigió a su garaje y tomó su moto: en ella atravesó toda Providencia y parte de la Alameda para llegar más rápido a la Universidad Católica.
Tuvo deseos de alejarse del lugar cuando vio llegar su viejo compañero de infancia, Andrés. Los ojos de los dos estudiantes se transformaron en fuego: el odio parecía amenaza de muerte y la sed de justicia utopía. No se oyó ni el violento rumor de los seis millones de habitantes de Santiago.
Todo el lío y el odio había nacido por causa de la fiesta anual de la Universidad Católica. En medio de canciones y bailes, ambos se habían divertido como nunca lo habían hecho en la vida. Andrés era un muchacho con cabellos ondulados y rubios, cortos, finos, y un lunar negro que decoraba con perfección su rostro lampiño que era igual al de un muñeco de porcelana, con dos ojos grandes, azules, de mirada humilde. Alto y de cuerpo amujerado, Andrés pareció triste y desilusionado por ser tan modelado. Julián, emborrachado por la belleza de su amigo, lo consolaba.
Durante aquella fiesta, sus miradas se comprometieron minuto a minuto. Julián nunca supo responder en que momento fue que sintió atracción sexual por Andrés, probablemente sucedió cuando Andrés le ofreció su vaso de Ginebra, marcado por sus labios, casi besado.
Cuando se despidieron de los amigos de la fiesta, el día se hizo primaveral, Julián le guiñó un ojo.
Andrés sonrió; su corazón parecía explotar. Tomaron un taxi, se tomaron de la mano, adelante el chofer, que ya estaba emocionado por el amor de ambos. Pasearon algunas horas por todo Santiago.
“Santiago y mis ojos son testigo de vuestro amor” decía el chofer. Y Andrés hizo como que lloraba de felicidad. Charlaban los tres y, más tarde, bebieron juntos, durante todo el día en un boliche de la capital. Fue una noche y un día que a Julián le parecían una tortura porque no podía dejar de tocar las caderas de Andrés: caderas angostas, provocantes, que en ese momento se movían a los sones de una música callejera.
Era incapaz de apartar sus manos del cuerpo de su amigo. Andrés no dejaba de mirarlo con sus ojos provocativos, incendiados de excitación.
.
El alba llegó con cantos de gallos tras los últimos tragos de despedida: y el cielo se hizo azul, trasparente, y se apoderó del día después de la noche, rociada de promesas, como juradas delante un confesionario.
Julián, al despedir al chofer del taxi, declaró con soltura que lo haría padrino de su boda. Andrés le besó las mejillas, rozando un poco su cuerpo en el de Julián. El chofer, ya bebido, dejaba el boliche en un mar de vómitos.
Cuando estaban por despedirse, a fin de irse cada uno a su casa, Julián tomó Andrés de un brazo y se sintió caliente, ilusionado, porque lo único que quería era hacer el amor con su amigo.
“¿Vamos a un hotel?” Propuso.
Andrés lo miró. Le sonrió, dándose cuenta que Julián temblaba de excitación.
“Si” dijo, acariciando las mejillas de Julián. Caminaron por las calles de la Alameda como dos enamorados.
Minutos después, cuando cruzaron la entrada del hotel, Julián se dio cuenta que sus piernas temblaban de terror: ordenó pieza separada, indeciso, si continuar con Andrés o irse a la casa de sus padres.
Andrés, con rabia, y sin mirarlo ni menos, aceptó la idea de las dos piezas. El momento se hizo hielo: se enfrío la sangre como un beso se pierde en los labios sin deseos de besar.
“¿Temes respetar tu palabra, Julián?”
“No sé qué me pasa, amigo. Bebí mucho. ¿No me darías otra oportunidad?
“No, amigo, toma tu pieza y nos vamos a dormir hasta morir; al alba, en el paraíso o en el infierno, podremos seguir nuestra discusión.
Julián, sin contestar ordena al portero del hotel que le entregara las llaves de su pieza.
Julián estaba arrepentido de su invitación al hotel. Dudó de su hombría, avergonzado. Pero cambió de idea cuando vio a Andrés en la puerta de su pieza, moviendo las caderas.
II
La humillación
Las piezas que tomaron quedaban en el segundo piso. Después de haber decidido de no dormir con Andrés, Julián entró a su habitación, se desnudó y se metió bajo la ducha y dejó que el agua fría castigara su cuerpo sudado de alcohol. Lloró de rabia.
Bajo la ducha admitió que desde pequeño amaba Andrés. Si, se respondió, de pequeño le gustaban hombres y mujeres, y dio inicio a una masturbación brutal, desconocida y confusa que se adueñó del aquel instante, apretándose sus testículos, prepotentemente endurecidos, como si estuvieran por explotar. Se sintió humillado. Tenía los ojos envilecidos por un llanto doloroso. Se avergonzaba.
Quería matarse. Habían momentos que perdía toda noción del tiempo. Quería saltar de la ventana, para morir. Cuando la abrió las calles estaban desiertas. Se subió completamente desnudo sobre ella y se detuvo a pensar. De frente al hotel había una casa vieja, abandonada que soñó comprar para él y Andrés; las otras casas estaban ocupadas y desde ellas llegaba una luz débil. Volvió a la ducha y dio el agua lentamente para que acariciara dulcemente su cuerpo incendiado de excitación.
Se vistió sobre la cama y salió a caminar al pasillo del hotel. Tenía la garganta seca. Le dolía la cabeza. Salió a comprar una botella de whisky y volvió a su pieza. Tomó tres tragos y se lavó la cara. Estaba indeciso. Al cuarto trago, se dio cuenta de que no quería dejar que Andrés durmiera solo. Tenía miedo y terror. Miedo de quedarse y terror de escapar porque en Santiago el día era para amar, el cielo azul calienta a los chilenos. Porque el azul era total y no amar era imperdonable. Salió de su pieza, se detuvo delante a la de Andrés, espió y volvió a la suya; bebió otro trago de whisky y se volvió a desnudar. Se metió bajo la ducha y lloró. Las horas pasaban y la botella de whisky se había consumado.
se preguntó, . Abrió nuevamente la ventana de su pieza y, desnudo, subió en ella. Santiago que no ve nada, Santiago que descubre en los funerales las debilidades de sus hijos. De las casas de frente al hotel ya no llegaba la luz. Todo era oscuro. Se sintió triste; intentó de mirar el cielo pero los árboles lo impedían. La noche había llegado, noche azul donde los chilenos hacen el amor a luz apagada, donde el resplandor de la luna que ingresa por las ventanas enfoca los cuerpos de los amantes sudados de calentura. Se sintió cobarde, deslumbrado.
Andrés, su amigo de infancia y de universidad lo había seducido. Era como un hermano. Debía ser virgen, y toda su intemperancia estaba en las caderas, se dijo. Pero también pensó que ahora Andrés lo odiará para toda la vida. Lo impresionó la calentura que sentía por su compañero. Dejó la idea del suicidio y se vistió. Salió al pasillo, y en ese momento sintió toser a su amigo. Se acercó al cuarto y abrió lentamente la puerta.
Andrés dormía de cara hacia abajo y con la ventana abierta. Una brisa suave, cómplice y nocturna, levantó las sabanas y dejaron ver a Julián las finas caderas desnudas de su amigo. Ahí, sintió que su sexo le hería su abdomen, sintió que goteaba como gotean los potros delante una yegua en amor. Andrés hizo un movimiento, abrió sus ojos y vio a Julián parado en la puerta. Se miraron ardientemente.
Julián entró a la pieza y encendió la luz. Se acostó a su lado y se dio cuenta que el cuerpo de Andrés temblaba de emoción, rítmico, como los orgasmos de dos gatos. Se recostó sobre él. Y Andrés temblaba. Julián sin dejar de mirar el cuerpo de Andrés estiró sus manos suavemente y empezó a acariciar sus caderas, sintió un leve quejido de su amigo y le acarició los labios. Se recostó con mas comodidad en el cuerpo de él haciéndole sentir su sexo duro y quemante como un metal apenas salido del horno de una fundición.
“Quiero amarte, amigo, quiero amarte” le decía con una voz harinosa por el licor “eres más hermoso de una mujer…”
Y empezó a besarlo con violencia, sin dejar de acariciar sus caderas, recorría con sus manos los muslos, las nalgas, Andrés temblaba. Julián le besó el cuello:
“Que bello eres, amigo” le dijo y fue ahí que Andrés advirtió que sentía miedo. Quería levantarse de la cama y salir corriendo: tenía los ojos desorbitados.
“No te asustes, amigo…”
“No quiero…, jamás he dormido con un hombre” susurró él, con vergüenza.
“No quiero…” Y entonces Julián le amarró las manos en el catre. Andrés intentó gritar pero Julián le amarró la boca con un pañuelo, y se acostó sobre él, tocándolo, besándole el cuerpo y prometiéndole amor eterno.
Andrés sacudía sus piernas, aterrorizado, y entonces fue que Julián, totalmente fuera de sí, le rompió los calzoncillos y se desvistió. Y en el momento de penetrarlo, Andrés lanzó un chillido de dolor. Pero como Andrés lloraba, Julián se embrutecía mucho más hasta dejarlo sin conocimiento.
III
La denuncia
El nuevo día había amanecido nublado, lívido como una fotografía de los bosques desojados en otoño, pero con el pasar de algunas horas fue apareciendo el sol.
Las miradas de ambos no fue la más alegre.
Andrés se había vestido y se había ido a la estación de policía a denunciar a su amigo por violación. De modo que había que pensar en dos posibilidades: escapar como un violador, o dar la culpa al licor.
Julián no supo nada de la denuncia hasta principios del quinto mes, cuando un policía, tuerto, conocido con el epíteto de colombo tocó el timbre de la puerta de la villa a la hora del almuerzo. Era un tipo medio raquítico, y andaba con sandalias que un viejo detenido le había mandado de la penitenciaria de Santiago para recordarle que aun vivía y, en cuanto saldría de la prisión, lo mataría. El comisario tenía la mala fama de ser un torturador bárbaro y corrompido, aunque en el servicio de investigaciones lo sabían cerraban un ojo porque conocía secretos de sus jefes que podía hacer derrumbar toda la nación…
Julián lo recibió de mala gana, pensaba que era un jardinero. Colombo habló tanto del honor, de la familia y de una denuncia, que a Julián le llegaron vómitos.
“Si desea dinero, dígamelo sin escrúpulo” respondió Julián.
“Estás delante una situación muy grave”, dijo el policía, “y yo soy el único que puedo remediar el problema”.
“No veo el porque no podría solucionarlo”, dijo Julián. “Cuando dos personas se entienden es porque son buenos chilenos, que yo sepa, ni seremos responsables de un mal tan grande como para que la sociedad nos condene”.
El policía le dijo que mañana lo esperaba en su oficina.
Colombo había alterado el día, por culpa de Andrés.
Julián, nervioso y desesperado, tomó su moto y corrió a casa de Andrés: lo encontró leyendo unas poesías de Oscar Wilde. Lo abrazó. Fue un abrazo de dos amigos, aunque resultaba frío, Julián apretaba el cuerpo de Andrés. El frío de esos dos cuerpos acusaba un cierto embarazo, que era como el regreso a la noche en el hotel.
Ambos se miraron por largos minutos y, aun en contra el deseo de Andrés, tuvieron que beber un té y hablar sobre el accidente de aquella noche azul. Para Andrés estaba todo claro. Siempre pensó de amar a Julián, pero el miedo de declarar su amor lo obligaba a creer lo contrario. Julián, pues, tenía plena conciencia de que las caderas de su amigo eran la perdición de su machismo. Sin embargo, Andrés había decidido de mandar a la cárcel a Julián.
IV
La servidumbre humana
Colombo recibió a Julián con amabilidad. Lo llevó a su oficina y él habló primero. Lo hizo como habla un padre a su hijo, suave, con amor, pero todavía mintiendo como no lo hacen los padres.
“Este país era una casa de puta, hijo. Allende había destruido su belleza y los valores éticos y morales de una nación que cree en Dios y en sus sucesos militares: rindo homenaje a los primeros miembros de la primera Junta del 18 de septiembre del 1810.
¿Conoces la historia de Chile?
“Completamente”.
“¿Has leído la Biblia?”
“Algo”.
“Pues te educaste como un buen capitalista hereje, hijo; ahora tenemos Chile más católico que marxista. Y así es mejor”.
“¿Cuánto dinero, amigo?”, preguntó Julián.
“No estoy hablando de dinero”.
La voz del policía sonó prepotente, como un mensaje. Julián recuperó su terror. ¿Era, pues, una trampa para sacarle mucho más dinero de lo que él pensaba de pagar?
“Seré franco contigo, hijo; espero que no sientas rencor porque yo te haya traído hasta mi oficina, pero tú te has violado un amigo tuyo, un tal Andrés…” Hizo una pausa para preparar dos taza de té, y se paró detrás de Julián.
“¿Andrés?” Repitió Julián.
“Sí, Andrés. Sabemos que su padre es un desaparecido comunista, pero tú comprenderás…”
Julián recibió la taza de té. Estaba por llorar.
“¿Qué pasa?”.
“Lo siento por Andrés”.
“Llegó aquí a mi oficina con el culo todo ensangrentado”.
“Yo y él nos queremos mucho. Ese día estuvimos bebiendo juntos. Luego lo dejé en un hotel y yo me volví a mi casa…”
“Comprendo tu dolor, hijo, pero tengo que hacerte otras preguntas.
“Para eso vine, señor…
“Tengo entendido que tú dormiste con Andrés”
“No, no. Bebimos juntos, nada más”.
“Explícate mejor”.
Julián pidió más té, tratando de ganar tiempo; tampoco no debía declarar la verdad, así lo entendía él. El policía agregó:
“Entiende, hijo, Andrés es hijo de un desaparecido y nosotros debemos ayudarte”.
“Si, lo sé … Bueno, escuche; me encontré con Andrés en la fiesta de la universidad. Al alba estaba por volver a mi casa pero Andrés, no quiso. Estaba ebrio: entonces tomamos un taxi y nos fuimos de parranda durante todo el día. Todo esto me parecía razonable porque somos como dos hermanos. Tomamos, la sed, usted sabe, es desgraciada también en las tomateras y yo que nunca he tomado…, y no era mi ambiente, no sé, el caso es que decidí de proteger a Andrés.
“¿Contra quién?”
“No sé exactamente…, pero muchos hombres lo miraban con perversidad…”
“Continua, hijo”.
“Recomendé a Andrés de volver a casa, pero él se negó. Me pidió que lo llevara a un hotel porque temía que su madre lo viera en aquel estado”.
“¿Qué pasó luego?”
“Bueno yo pagué la pieza y lo acompañé a su cama, lo desvestí y luego dejé el lugar”.
“El taxista que los acompañó en la parranda se retiró temprano” dijo el policía, y Julián se preguntó si era importante recordar el taxista.
“Andrés fue violado, hijo.
Simplemente estoy tratando de buscar una salida a tu problema”.
“Entiendo” y, haciendo uso de la posibilidad que le ofrecía el comisario, Julián, maliciosamente agregó: “Señor, pienso que la violación sea una venganza de la izquierda por no haber reclamado por la muerte de su padre”.
“No no. No son así los de la izquierda: los conozco”.
“¿Tu piensas qué Andrés se está vengando contra ti?”
“Es posible. Yo soy hijo de un banquero y él de un desaparecido…”
El policía se acercó a Julián.
“Te puedes ir a tu casa, hijo, y disculpa mi molestia. Te ruego que no salgas de Santiago. ¿Supongo que no tienes una denuncia contra Andrés, digo…, por injurias?”
Julián penso un instante.
“No” dijo. “Ninguna denuncia ni ningún otro recuerdo”.
V
Los derechos sin derechos
…Porque sin ideales...
Nuestros días…
al evocar una poesía de Wilde sintió un dolor violento en su garganta. Andrés tomó un poco de agua y salió a la calle. Tomó un autobús y vagó por Santiago. No debía quedarse en la casa en compañía de los libros de Wilde. De todas formas los libros eran su mejor amigo y entró a una biblioteca. Iba a tomar un libro de José Donoso cuando vio que muy cerca de él estaba, Julián.
Había reventado, pues, la calma. Andrés recordó en aquel momento unos versos del infierno de Dante.
A mitad del camino de la vida
yo me encontraba en una selva oscura con la senda ya perdida.
Tal poema comparaba al fascismo y a Julián con la senda perdida. Pero bajo los cantos que Andrés conocía de memoria algo estaba transformando sus ansias en signo de muerte.
Julián se acerca a Andrés y le susurra:
“Si yo tuviera un padre desaparecido retiraría la denuncia…”
A Andrés le parecía imposible que su mejor amigo le hubiera propuesto, después de violarlo, de retirar una denuncia.
“¿Y por qué debería retirarla?”
“Porque no hay modo de que reconozcan tus derechos” dijo Julián.
“Entonces deberé hacer justicia” respondió Andrés, “porque tus derechos han manchado de sangre nuestros días”.
“Al contrario” dijo Julián: “más bien, mis derechos evitaron el fin de Chile”.
Ambos se miraron atentos. Para Andrés estaba claro: Julián estaba dispuesto a traicionarlo delante la justicia, declararía sobre los documentos que él tenía en la universidad contra la junta militar.
Sin embargo, Julián estaba dispuesto salvar su nombre y antes de retirarse de la biblioteca dijo:
“Andrés recuerda que puedo hablar de tus documentos…”
.
VI
Parece mujer
“Buenos días” dijo colombo.
“Hijo, necesito que me acompañes a mi oficina”.
“No he desayunado, señor”.
“En mi despacho te prepararé un buen té”.
“Tomen aquí el té, señores” exclamó paca, la sirvienta.
Paca tenía veinte años y era la amante obligada de Julián. Antes que llegara el comisario él se había dado un baño. Paca debió secarlo como se seca un niño.
“Paquita, puedes entrar” le había gritado. Ella entró a la sala y vio a Julián en pies, con su falo erecto, rojo y fulgurante. Ella, que conocía el juego, debía entrar con su blusa abierta y mientras secaba el cuerpo mojado de su patrón debía dar la posibilidad al muchacho de mirar sus senos jóvenes y frescos. Julián tocaba esas montañas de carne dura y las apretaba con sus palmas. Paca cerraba sus ojos y continuaba secando. Ahora la espalda, luego las nalgas, y luego, girándolo, le secaba los testículos y llegaba al pene. Ahí terminaba todo. Julián le ordenaba de desvestirse y la usaba como solía hacerlo con las putas que acostumbraba frecuentar.
La paca sabía que Julián era raro. Muchas veces tuvo que vestirse de hombre y tratarlo como mujer. Le había penetrado hasta una zanahoria porque sino el señorito la despedía de su trabajo: lo odiaba como también odiaba todo el resto de su familia. Paca, emigrada del sur, había encontrado el empleo en la villa de los padres de Julián, gracias a su madre que trabajaba en uno de los fundos del señorito. Había llegado con solo trece años a Santiago, la edad que tenía Julián. Sus orígenes eran españoles, y había nacido en Linares, a centenares de kilómetros de la capital. Cuando había llorado la pobre paca: su familia había sido millonaria y de izquierda, pero con el golpe de Pinochet había perdido sus riquezas. Su padre, que debía dineros a los bancos de la familia de Julián, se suicidó, así escribió la prensa, al deber entregar sus tierras al banco: muchos habían perdido sus tierras. La familia de la paca tuvo que trasladarse a las casas de los peones y dejar el palacio a los señores. Paca, era la ultima de siete hijos. Tres hombres y cuatro mujeres. Unos se habían ya casado, otro habían salido al exilio y dos habían muertos misteriosamente en un baleó contra los militares. La prensa los había acusado de terroristas. Paca estaba cursando el primero medio: tuvo que abandonar la escuela y emigrar a Santiago. Prometió a su madre que un día ella misma haría justicia. Lloró mil noches. Planeó mil días los pasos que debía dar para retomar lo que los padres de Julián le habían robado. Para colmo, amigos lectores, Julián la había violado al tercer día. Ahora, paca lo denunció pero no le creyeron. Su padre, gallego, le había enseñado a luchar hasta la muerte: paca sabía que su padre había sido asesinado: tarde o temprano se las pagarían.
El comisario esperaba.
Dejó que Julián acompañara al comisario.
“¿Debo denunciar a Andrés, comisario?”
“En la oficina hablaremos”
“¿Hablaremos del pasado?”
“Hijo: intento ser formal”
“En Chile no hay que ser formar con los hijos de los desaparecidos, comisario”.
Viajaron a la oficina en completo silencio. Julián prefirió no insistir en el pasado de su amigo. El comisario era indiferente, a pesar del apellido de Julián.
Cuando llegó a la oficina el comisario le preparó un té y le ofreció galletas.
“Escucha, hijo” dijo el comisario, metiéndole azúcar a la taza de Julián “voy a ser honesto: en la violación hay una tonelada de cosas que no cuadran. Cuéntame de nuevo, con pelos y señales, que hiciste con Andrés”.
Julián obedeció. Durante un par de horas repitió, con gran cinismo, lo que ya había declarado.
“¿Quieres mi opinión, hijo?”, dijo el comisario, mirando fijamente al muchacho. Julián lo miró, moviendo afirmativamente la cabeza.
“Creo en tu frialdad y tu inteligencia”.
Julián no respondió.
“Es curioso que el pañuelo que nos trajo Andrés tenga tus iniciales”.
“¿Se lo habré prestado?”
“Pero en tu relato no hablamos del pañuelo”
Julián se sintió humillado.
“En la cama del hotel encontramos todas tus huellas digitales”.
“Precisamente por eso hay tantas ya que lo desvestí y lo acosté. Toqué la cama por fuerza”.
“Mira, hijo, tú eres un muchacho muy rico, estudias en la universidad y hablas diversos idiomas, eso en Chile no es el pan de cada día. Estudias en un momento muy importante de nuestra historia. Nuestro general, según las noticias que manejo, ha decidido de mandarte como diplomático chileno a Suiza. Además, hijo, tu debilidad nos escandalizó, estuviste apunto de suicidarte dos veces…, lo sabemos todo”.
Julián debió abrir sus puños cerrados para no golpear la mesa.
“Somos amigos desde pequeño. Cuando yo dejé el hotel no había alma en la calle”.
“Es lindo tu amigo, ¿no?” El comisario lo observaba, sirviéndole otra taza de té.
“Si, parece mujer”.
VII
En busca de un compromiso
Otra vez el comisario lo mira fijo a los ojos, hasta que Julián se reprochó que era inútil seguir jugando al gato y el ratón. Debía ofrecer mucho dinero, pero no encontraba el momento justo.
“Hay una persona que te quiere saludar” dijo el comisario. Y salió de su oficina. Entró con un agente de la CNI. El tipo tenía unos treinta años. Alto, de melena negra larga y sucia: rostro pálido y barbudo, ojos grandes como su nariz, labios partidos por causa de tanto Pisco. Manos de gigante, venosas, dedos largos y grueso, llenos de anillos enchapados en oro. Camisa blanca con un cuello completamente mugriento, con algunos botones negros y otros blancos, mal cocidos, arrugada y un poco pequeña para su cuerpo. Vestía casaca y pantalones de cuero color plomo. Usaba botas de militar, negras. Era un tipo vulgar, de los que no se sabe si son maníacos o agentes. Se sentó de frente a Julián y empezó a jugar con un elástico. Por la actitud del agente, Julián pensó que no podía ser otra cosa que un torturador.
“¿Me conoces?”
“No”.
“Comandante de la CNI”.
Julián lo ignoró.
“¿La CNI no te dice nada?”
“No”.
“Claro, tú eres hijo de banquero”.
“¿Es un delito?”
El agente lo miró varias veces: después sacó un cigarrillo y lo encendió.
“Estás en un problema muy complicado, muchacho”.
“Yo he dicho todo lo que tenía que decir”.
“No me interesa lo que declaraste, amigo” dijo el agente en tono despreciativo, casi amenazador: “Yo sé que violaste un hijo de un desaparecido. Podría ocupar un par de horas en probarlo, pero no quiero hacerte sufrir. Si yo quiero hacerte firmar una declaración, lo hago y se acabo, ¿Entiendes, amigo? Porque no vayas a pensar que porque estamos en el poder tú puedes pasar por las armas hasta los caballos del general; no, eso lo hace solo Don Augusto. De tal modo, amigo quiero que hablemos con franqueza”.
“Yo no violé a nadie”.
“Amigo, cuando digo que debemos ser francos, quiero decir que yo sé que tú violaste a paca, la sirvienta, y ahora a tu amigo. No sabemos por que lo hiciste, a mí me pagan por descubrirlo. Si tú quieres confesar…”
Julián sintió que se orinaba en los pantalones. Había leído los documentos secretos que Andrés le había confiado: cuyas escrituras denunciaban las grandes barbaridades cometidas por la CNI.
“¿Seré torturado, comandante? Como sostenedor de Pinochet siempre creí que la tortura lo reservaban para los de izquierda”.
“La tortura, amigo, no es un asunto que discutimos con depravados, lo que quiero decir que es una lástima para nuestro general de saber que tú lo has arruinado todo.
“¿Qué tiene que ver Pinochet con esto?”
“Porque él esperaba tanto de ti”
“¿Qué quiere decir, comandante?”
“Te repito por última vez, amigo: tus antecedentes los hemos mantenido siempre limpios. “¿Te das cuenta que cagada has dejado? Y la segunda…, digo, la segunda violación arruina todo. Por eso quiero que seas franco, y si confiesas, podré ayudarte”.
“No entiendo su propuesta, aun en el caso que yo haya violado a paca o Andrés”.
“Digo si confiesas podemos arreglar tu futuro. Me interesa tu futuro. Quiero sacarte de la mierda. ¿Entiendes?”
“Yo no violé a Andrés”.
“Mierda, ¡idiota!” Se secó el sudor con las manos. ” Todo lo que debes hacer es decir la verdad, y te puedes ir a tu casa. Yo arreglaré el resto. Y después te mandaremos como diplomático a Europa, entiéndelo, amigo. Necesitamos tu inteligencia. El enemigo se encuentra en dos frentes, al interno de Chile y en el extranjero, nuestro deseo es que tu nos ayudes a combatirlo, para poder vivir en paz. Si te pido que confieses es porque nuestra sociedad esta edificando el orden, se trata del orden en el cual no podemos permitir ni comunistas ni depravados en nuestra nación, es una falta de ética, es contra la religión y nuestro estado.
Julián escuchaba en silencio. El agente se sintió más seguro, se fumó otro cigarrillo y volvió a hablar con tono más suave:
“Escucha, amigo, la cosa es que tú confieses la última violación, y yo arreglo el resto. El general no quiere que se manchen tus antecedentes”.
Julián sentía miedo del comandante de la CNI, pero si él negaba ellos tenían el derecho a creerle.
Andrés podría ser llamado a declarar, pero era la última persona que podría jurar contra Julián.
Habían momentos que Julián pensaba en Andrés y se enloquecía de calentura. Ahora seguiría negando la violación.
“¿Confiesas, amigo?”
“No tengo nada que confesar, yo no he violado a Andrés”.
“Eres depravado y testarudo. Pero, mira, hay un testigo que te hará confesar, un taxista, ¿No se aplaude mi buena idea…?”
VIII
La orden
Julián sintió los pies helados. Sus manos se acalambraron. El taxista entró a la oficina. Era de estatura baja, de cabeza grande y pelada. Orejas de elefante, rojas y deformadas. Sus ojos amarillentos, infecciones a los riñones, decían sus amigos, cara redonda afeitada, repleta de finas venas violeta y nariz ñata. Camisa azul a cuadros, bien planchada, corbata amarilla, ancha como esa que usan los payasos en el circo, chaqueta y pantalones negros, calzados café, de esos que se compran en la penitenciaria, de calidad mediocre. Sus manos, hinchadas, pequeñas y bien curadas.
“¿Conoces a este muchacho? “ Señalando a Julián.
El taxista lo mira.
“Sí”.
“Declaraste que este muchacho te habría invitado a su boda que haría junto a un chulito, “¿Lo declaras delante de él?”
“Sí”
“Gracias” el comandante estaba orgulloso de su trabajo.
“Te debo mandar a Suiza como diplomático de Chile, es una orden de Pinochet, amigo” le dijo.
Después el comandante ordenó la detención de Andrés.
IX
La fuga
No obstante, que el comandante dio la orden de detener a Andrés, Julián buscó a su amigo por todo Santiago. Lo encontró en el museo de arte. Le preguntó si sabía ya que la CNI lo buscaba, y él contestó que no. Julián se lo confirmó en el museo. Andrés, confundido, preguntó:
“¿Y por qué me buscan?”
“Porque no hay modo de hacer valer tus derechos”.
“Entonces debo escapar” dijo
Andrés, “porque tus perros tienen la rabia”.
“Al contrario” respondió Julián: “más bien el perro eres tú y deberás morir para salvar tu país. Eso fue lo que escuché de la CNI”.
“No importa en la forma que moriré” precisó Andrés, “siempre que no muera como mi padre”.
Julián comprendió en aquel momento, como un golpe de electricidad, cuál era el sentido de su amor.
“No, Andrés no dejaré que te maten”, dijo, con seguridad. “Pero si debes morir ha de ser junto a mí”.
Se abrazaron y lloraron de desesperación. Andrés habría deseado informar a su madre: no había tiempo para despedirse: se entraba a la clandestinidad. Dejaron el museo a toda carrera. A la salida estaba el auto de Julián. No sabía dónde podía esconder a Andrés. Giró por la alameda unas diez veces.
“Nos mataran, amigo, presiento que nos mataran” gritaba Julián.
Andrés lloraba. Mientras bajaban desde la plaza Italia hacia la estación central un auto patrulla los siguió y les ordenaba parar.
“Abre la guantera y saca el revolver” ordenó Julián.
“No, nunca he matado a nadie: además, no podemos dispararles a quemarropa” exclamó Andrés.
“Ellos mataron a tu padre ¿lo has olvidado? Si no disparas nos mataran, amigo mío”.
Andrés preparó el revolver. Se detuvieron de frente a la estación central. Los carabineros, con sus ametralladoras preparadas se acercaron al coche de Julián.
“Documentos” gritaron. Andrés, de tanto temblor, perdió el revolver entre sus piernas.
Julián tuvo que mostrar sus documentos. El carabinero, al leer su apellido, se cuadró delante el muchacho. “Le deseo un buen día, señor” le dijo y se retiró.
Continuaron vagando por la ciudad hasta que Julián encontró un escondite en la casa de una tía, a veinte kilómetros de Santiago. Estaba consciente de que su vida caería en desgracia. En la ciudad la CNI ya buscaban a Andrés, pero no faltó quien mintiera en favor de él. El comandante, furioso, ordenó de matar a Andrés.
Julián cuando volvió a la ciudad, ya más tranquilo, encontró al comandante sentado en el prado de su villa. El muchacho lo saludó, y sólo cuando el comandante se puso de pie sintió miedo.
Era el edéntico miedo que sentía Andrés
“El chulito desapareció de la circulación, en cuanto lo encuentre le reventaré el corazón”. Julián intentó calmarlo. El comandante lo impidió.
“Si no lo encuentro tendré que detenerte por conspiración”.
“Comandante, su amenaza es como si ya me hubiese disparado la mitad de una bala” le dijo.
“La otra mitad te la disparo mañana”.
X
El terror
Al alba vinieron a detener a Julián. Paca se encontraba encerando un pasillo de la villa.
“¿Debo informa a su madre, señorito?
pregunto irónicamente.
“Le informaré yo” interrumpió el comandante.
Le vendaron los ojos y lo llevaron a un centro de torturas: lo metieron en un calabozo. Lo dejaron solo: escuchó que el comandante daba ordenes de hacerlo firmar una declaración. Julián no tenía tiempo para pensar, todo procedía muy rápido.
Más tarde, un agente entró al calabozo y se lo llevó a otro lugar. En silencio, pensando en Andrés, llegó a otro centro, en donde otros agentes le tomaron los datos y le quitaron su cédula de identidad. Lo desvistieron y lo dejaron todo el día encerrado en un calabozo. Jamás había sido tratado de tal forma. El calabozo era frío: olor a muertos. En la oscuridad intentó de acomodarse en una esquina pero al dar su primer paso sus pies se posaron sobre unas ratas muertas, agusanadas. Julián gritó de terror. Cayó al suelo sobre cientos y cientos de ratas mutiladas. Ahora sus gritos eran de locura.
Entonces llegó el comandante al centro y, después de haberle sacado del calabozo, le entregó las ropas, se lo llevó a otra celda, donde había cinco detenidos. Julián imploraba humanidad, inútil, debía declarar el escondite de Andrés. El comandante le indicó que entrara. Después desapareció. El calabozo tenía un aroma a frutilla, a frutas tropicales a bosques. A Julián se le calmaron los nervios.
Durante todo el día, Julián volvió a pensar en el amor que sentía por Andrés. Pensó que, no obstante su apellido y sus amistades, él no podría evitar la muerte de su amigo.
En un interrogatorio, afirmaría que él no sabe nada del paradero de Andrés. Era obvio que el comandante estaba furioso y que él, torpemente, le había dado la información. Si lo torturaban podía decir que firmó por miedo de seguir soportando los golpes de electricidad en el ano, en los testículos, en las uñas y los dientes. Pero lo que sí lo preocupaba eran los cinco detenidos en su celda. No creía que fueran de izquierda ya que hablaban animosamente y nadie se lamentaba de alguna tortura.
“No vayas a pensar que mis calabozos son como las oficinas de los bancos de tu padre” le había dicho el comandante antes de meterlo en las celdas.
La mazmorra era diversa a la otra, eso Julián ya lo había notado. No habló con ninguno de ellos, ni mucho menos la pregunta tradicional que se hace a cada prisionero nuevo “¿por qué caíste? fue necesaria. No se veía nada. Uno de los cinco le tocó el traste, no supo sí intencionalmente o casualmente. Se sentó en un rincón. Al improviso los cinco hombres lo rodearon y le orinaron el rostro. Gritó. Vomitó. Durante toda la noche sufrió humillaciones pero ninguno lo golpeó.
Fue una noche maquiavélica. Muy temprano, los agentes de guardia sacaron a los cinco del calabozo y el protocolario decía así:
Equipo de choque Numero 4:
Subof Raúl Loyola
SG1 Javier Álvarez,
SG2 Carlos Morales
CB2 Manuel Ramírez
CB1 Carlos Contreras.
Los cinco uniformados asumieron con responsabilidad patriótica la tarea de proteger al ciudadano, Julián Esteban Echevarría Edward, contra las amenazas de un dirigente del Partido Comunista, Andrés Galves Pereira, que, en el plan busca eliminar a Julián Esteban Echevarría Edward por ser sostenedor activo de nuestro régimen militar.
Julián estaba muy cansado y a las 8 de la mañana, se escuchó un rumor en el calabozo. Parecía ser de un micrófono encendido. Chillaba. Julián lloraba, y pensó de matarse con un solo golpe de cabeza contra el muro de la celda. No debía haber violado a su amigo. ¿Por qué había perdido el control? ¿Cómo era posible que por las caderas de Andrés se había convertido en un enemigo de la junta? Andrés no podría retirar la denuncia, era demasiado tarde. El comandante debía matarlo para esconder su falta que había cometido. Se declaró contrincante de la junta militar.
se dijo pensando en la noche del hotel.
Y entonces entró a su celda el comandante. Julián creyó de morir.
“Sale, muchacho”.
Julián obedeció. Estaba completamente mojado por la orina de los otros agentes; le dolía el estomago, se sentía débil, violado, aniquilado.
“Los denunciaré” gritó.
“Muchacho, escucha, eres libre. Pero antes te darás una ducha y te cambiaras tu ropa. La sucia la dejaras aquí. Luego vienes a mi oficina por que quiero hablar contigo un asunto.
“¿Encontraron a Andrés?”
“No hagas el toni; al chulito lo has escondido tú. Yo no tengo dudas, e incluso ahora creo qué ya sé porque lo escondiste; quieres casarte con él”.
XI
Chileno de exterminar
Se había derretido ya la luna y nacido el alba cuando Andrés sintió que las lágrimas le bajaban por las mejillas. Desde el golpe militar su apellido había sido memorizado por los agentes de la CNI y lo condenaba a vivir como un chileno de exterminar por ser hijo de un funcionario del partido comunista. El 1977, fecha en que fue detenido su padre, los agentes lo habían llevado a presenciar como lo torturaban, solo así podía delatar a sus compañeros que habían pasado a la clandestinidad. Su padre, nunca se supo si lo hizo, pidió que libraran a su hijo y él confesaría. Los agentes se lo devolvieron a la madre: ella lo entendió como un mensaje. Pasó inmediatamente a la clandestinidad con su hijo porque su marido sería asesinado. Dicho y echo. Cuando los agentes volvieron a interrogar a su padre, él se rió en la cara de ellos y le dijo que actualmente la junta había tomado el mando del poder con bombas y fusilamientos pero que el pueblo lo retomaría con inteligencia y civilidad: todo esto le costó la vida. Andrés vivió años de clandestinidad hasta que el comité de los desaparecidos logró que Andrés y su madre volvieran a vivir en la legalidad.
Hoy volvía a vivir en clandestinidad. La casa de la tía de Julián era lujosa y Andrés no podía lamentarse. Compartía con la mujer una lujosa villa con sala de música, biblioteca baños turcos y piscina. Para Yolanda Echevarría, hermana del padre de Julián, solterona, sin novios y pocos romances conocidos, todo había salido mal en los ultimas horas. Estaba tan deprimida que tenía que hacer grandes esfuerzos para no denunciar a Andrés. No podía conformarse que su único sobrino estuviera detenido por causa de un chulito. Sabía que Julián estaba perdidamente enamorado de él.
Yolanda era una mujer misteriosa, desconfiada y vanidosa. Odiaba la vulgaridad de los chilenos: se sentía más europea que chilena. Nunca se supo, en la buena sociedad chilena, porque rompió con su único novio que había tenido años atrás. Era un buen partido porque Charles Gerin, americano y millonario, deseaba casarse con ella. Paca lo sabía. Ella había visto a Charles en la casa del señorito. Una mañana, cuando entró al dormitorio de Julián para servirle el desayuno, encontró a Charles en una posición penosa y Julián que lo penetraba. Paca llamó por teléfono a Yolanda y le contó lo que había visto. Ambos confesaron delante Yolanda. Ahora ella lo botó de la casa. Paca fue premiada con un chocolate. Yolanda era una mujer como todas aquellas de la burguesía chilena: litros de amoniaco en los cabellos, párpados pestañas y labios iguales al de las jirafas. No sabían, nunca han podido, maquillarse. Cada cosa extremadamente mal. Yolanda era de cuerpo un poco raquítico, huesuda y sin formas femeninas. La única cosa sensual que tenía era un lunar al lado de sus labios. Era un lunar que se veía a leguas de distancia: los chilenos son débiles de frente a estas cosas que dan erotismo.
“El amor es tan misterioso que la palabra en si esconde miles de secretos” le había dicho a Andrés. Andrés buscó una repuesta a las palabras de la mujer. No imaginaba que cosa había inventado Julián para convencer a su tía de permitir que él se escondiera ahí.
“Stendhal, en el libro , entrega algunas opiniones sobre este delicado tema: y hasta habló bien del libro.
Stendhal, amiga, escribió que existen cuatro tipos de amor: el primero el amor pasión; el segundo el amor caprichoso; el tercero el amor físico y el cuarto el amor de la vanidad” dijo Andrés.
“L´Amour…Yo misma he sentido amor físico por otras mujeres, no pienses que nuestra familia sea depravada, es simplemente que somos más honestos y naturales hacerlo con ambos sexos”.
Había entendido, Andrés. La tía de Julián era como él.
“Yo, Andrés, te hago una pregunta que no tiene nada de personal ni tampoco de discriminación contra tu capa social. ¿Amas a Julián por su dinero o por su corazón?” Andrés le dijo que él hacia suya la primera teoría de Stendhal . La tía se calmó y le ofreció de regalo todos los gastos para la luna de miel.
“Lo que no entiendo, Andrés, es la detención de Julián: mi cuñada me ha informado que los agentes lo llevaron a investigaciones. Yo llamé a unos amigos del ejército y me han respondido que es falso. Ahora, yo quiero que tú seas sincero y me digas toda la verdad”. El muchacho se sorprendió. Julián no soportaría las torturas. Pensó en él y a las preguntas de su tía. Andrés era un tipo de grandes cualidades oratorias. Habló de mil asuntos pero jamás tocó la violación. La tía se rindió. Creía en el amor de ambos.
“Para terminar, dime, ¿cómo inició vuestro amor?” Andrés, inició con unos relatos que correspondían a la época de la escuela preparatoria hasta el ingreso a la universidad. Dijo que el amor de ambos, al inicio, fue puramente físico y que nació con la contemplación: ambos se amaban con fuerza y rabia.
La tía lloraba de emoción. Julián era para ella algo especial: ¿adónde se puede encontrar un sobrino así?
La villa de Yolanda, amueblada con lujo y mucha superficialidad, no escondía el gusto por las cosas snob. Si uno miraba las ventanas se encontraba con las cortinas color violeta y con algunos dibujos esotéricos. De cuadros se podían admirar los de Miro: el resto eran producciones de arte moderna que no se entendían con mucha claridad donde se encontraba la modernidad. Unos tenedores manchados con salsa de tomates pegados a un plato con restos de tallarines y un fondo azul con conchitas del mar muerto, era la opera de un conocido pintor chileno. En otro cuadro moderno se veía una mascara de gas encolado a una empanada: no se entendía el mensaje si la idea era contra las cebollas de la empanada o por la carne: se pensaba que el pintor era vegetariano. A cada paso un golpe en el ojo: los cuadros repugnaban a Julián. Yolanda no tenía servidumbre. Por su villa pasaban centenares de amigos y todos, muy educados por cierto, limpiaban junto a ella todo lo que habían ensuciado. No era por emancipación: se ahorraba mucho dinero. Si un invitado usaba el servicio debía orinar sentado porque así no salpicaba orina en el borde de la taza. Era una orden, no un deseo de Yolanda. Muchos se acostumbraron a orinar sentados que se llegó a pensar que eran maricones.
“Hoy vienen los Garzas a mi casa y quiero que tú participes a nuestra reunión” dijo Yolanda. Andrés no debía ser visto por nadie, era una orden de Julián.
“¿Quiénes son los Garzas?” Preguntó.
“Hijo, Garzas es el embajador de Argentina, y viene a tomar el té junto a su esposa”.
“De Argentina…”
“Sí, de Argentina”.
XII
Un desaparecido más asegurará tu futuro
Julián dejó la celda y se metió bajo una ducha fría.
, se dijo, . Ahora se había cambiado ropa. Le pareció que los agentes eran más gentiles. El comandante le preguntó cómo se sentía.
“Como un estropajo. Me orinaron la cara, me ofendieron la familia etc.”
“Los cinco detenidos los he mandado a un campo de concentración”.
Julián preguntó si podía llamar a su madre. El comandante le pasó el teléfono. Escuchó todo. Cuando terminó de hablar el comandante reía. Le ofreció un té, que aceptó.
“¿No entiendo su amabilidad?. Primero me trata como un animal y luego se comporta como un protector”.
“Eres un buen actor, muchacho”. Lo dijo en tono serio.
“¿Por qué actor?
“Porque podías denunciarnos por la noche que te hice pasar en los calabozos, ¿no?”
Julián no respondió; sus ojos comenzaron a lagrimear.
“Así es, comandante, he mentido a mi madre.
“Sin olvidar que mientes también al general”.
Julián bebió el té. Miró al comandante, dándose cuenta que seguiría prisionero.
“Eres un actor, muchacho, un buen actor pero sigues en una situación con la mierda hasta el cuello.
“Hasta cuando no lo sepa mi padre”.
“No”, dijo el comandante, frío, calculador, “tú no conoces a tu padre. Julián, dime donde has escondido a Andrés y yo te prometo que el asunto termina. Te doy los documentos, y te enviamos a Europa. Un desaparecido más en Chile asegurará tu futuro”.
“No sé nada del escondite de Andrés”.
XIII
Esperando el fin
El comandante deja su oficina y, minutos más tarde entran tres agentes. Julián fue transportado a otro lugar de torturas.
Lo metieron en un calabozo de prisioneros políticos: algunos se arrastraban por el suelo, perdidos en la oscuridad de una muerte cercana o lejana ya que algunos estaban desde hace años encerrados en las celdas de la CNI.
Llegó la noche.
El dolor se reunía al mismo tiempo que la noche encendía todas sus estrellas. Los chilenos se encontraban detenidos sin más denuncia común que la de ser militantes o simpatizantes de izquierda, ayudándose unos con otros, limpiándose las heridas unos con otros, acostando en el suelo a los más torturados y débiles: solidarios se ayudaban. Unos se dormían de pie con la cabeza apoyada en el muro. Cansados caían al suelo golpeando la cara contra el pavimento; otros soñaban y veían desfilar en las tinieblas a sus hijos con hambre, sus mujeres humilladas, sus parientes masacrados, tambores llenos de mierda y prisioneros que morían sumergidos sin saber si tendrían sepultura.
Julián ofrecía su puesto a los heridos y, no pudiendo dormir, sentía gritos de los torturados. A veces sentía el sollozar de un hombre que se soñaba cubierto de gusanos, colgado de los pies en un sótano de la tortura, como olvidado por sus torturadores. A veces sentía que un mudo lo tocaba y lloraba de miedo porque no podía responder a los torturadores.
Esto sucedería a Andrés si lo encontraban. Era una fuga desesperada, obligada.
Afuera del centro de torturas maullaban gatos en amor, se oían ofensas y amenazas, y, los más asustados pedían a sus compañeros de calabozo que los estrangularan.
Julián fue cambiado de celda. Había luz en el calabozo.
Encontró una mujer sentada en el suelo. Tenía sus veinte años y deliraba; la habían violado con perros amaestrados.
Julián estaba enloqueciendo.
, gritaba.
La muchacha abrió los ojos de repente, como el que lucha por no ser violado: se revolcaba en el suelo más y más encogiéndose toda en ellas; luego perdía el conocimiento.
Los agentes se sentían victoriosos, reían, sabían que Julián había perdido su fuerza, ahora confesaría al comandante el escondite de Andrés.
XIV
El tango
Los Garzas llegaron puntualmente al té. Era un matrimonio joven, ambos de cuarenta años, bien vestidos, bien perfumados y muy educados. La señora Isabel Garzas, parecía ser un fantasma de la Isabel Perón. Su peinado era idéntico, su maquillaje, con clase, su cutis muy bien cuidado, sin arrugas: se veían solo cuando reía porque se dibujaban surcos como la línea de las palmas de la mano: ¡Que rabia! Las líneas quedaban marcadas en la piel. Por eso cuanto terminaba de reír salía lanzada al baño y de frente al espejo borraba esas arrugas que son el horror de las mujeres.
La sensualidad de la señora Garzas se encontraba por todos lados: labios carnosos, muy bien pintados, nariz romana. No era fea la señora Garzas. El señor Garzas, en cambio era ya un poquito feo: cabeza pequeña, cabellera de gaucho, piel dura como las de un vaquero, medio gordo, no tanto, manos grandes y de piernas cortas. Tenía una nariz grande que parecía ser la de Pinocho. Tenía un acento mendozino, pero insistía que era de Buenos Aires.
Andrés había preparado unos dulces chilenos. El matrimonio admiró la belleza del muchacho cosa que a Yolanda la maravilló.
“Es mi sobrino de segundo grado” exclamó ella.
Había empezado a mentir como mienten los embusteros.
“Desde hace años que no veíamos una belleza tan resplandeciente” exclamó la mujer del embajador.
“La belleza de hoy no es como la de tiempos pasados, ahora hay bastardos por todos lados” dijo Yolanda.
Andrés intentó seguir la discusión. No sabía cómo se las arreglaría para, al mismo tiempo, preparar su fuga hacia Buenos Aires.
Era el mejor momento para salvar su vida. Andrés hablaba muy bien de la Argentina.
“Me gusta hasta el tango de Carlos Gardel” decía. Me da pasión, vida, amor…
“Pues, bailemos uno” dijo la señora Garzas.
Andres la sacó de un brazo al centro de la sala. Yolanda puso la música. Andrés tenía facultad para ser el centro de todas las cosas. La señora Garzas se derrumba en los hombros del muchacho y Andrés, no notaba que había conquistado a la mujer. Ella bailaba como un trompo.
Incluso, en los tres primeros tangos que bailaron, encontró suficiente espacio y posibilidades para invitarse a la embajada Argentina en Santiago.
Claro que ahora debería convencer al embajador. En aquel ambiente, la mentira tiene su elegancia, los cuatro la hacían brillar como el diamante.
Luego estaba el estilo de la tía de Julián, su falsedad, que la hacia aparecer la primera entre todos aquellos que controlan el poder económico de una nación. Porque a ella le gustaba hablar de sus bancos, de sus viajes por el mundo, de su buen francés, de sus pieles de París, de sus joyas que había escondido en Nueva York cuando Allende era el Presidente de Chile, de los militares que conoce en Argentina, Perú, Bolivia, Brasil, Paraguay Uruguay etc. Los Garzas, hablaban de sus riquezas, de su sangre de no sé de qué cosa, y de la noble lucha que llevaron a cabo contra los subversivos argentinos.
“Dicen que los últimos años han sido buenos para Argentina y que nuevas familias han visto nacer riquezas jamás vistas en vuestra sociedad” dijo Andrés
“¿Qué ves para Chile?, preguntó el embajador. Julian no esperaba esa pregunta: por primera vez en su vida titubeaba. Dijo que hablar de Chile no es simple porque su dimensión cultural no es muy parecida a la argentina y que la nueva generación de hoy lo hacía ser más chileno que los porotos.
“Eres poético y de pensamiento largo” le dijo la señora Garzas.
Andrés reía por dentro, se había convertido en un buen charlatán.
XV
La depresión
Los prisioneros políticos en los campos de tortura habían perturbado el equilibrio de Julián. Buscaba en su memoria los relatos que le había hecho su padre sobre el humanismo de la junta militar. Tal vez influido por la riqueza que parecía presidir su egoísmo. Pensaba que probablemente ha influido el dominio de unos pocos contra el resto de los chilenos, pero lo cierto es que, mientras buscaba otros elementos de culpa en su mente, notó que sus manos temblaban y, al final, se descubrió, cómplice y lleno de responsabilidad por estas desgracias.
Cuando el comandante le sacó del calabozo Julián cayó de rodillas delante él.
El comandante al verlo así, quebrado en el suelo, se sintió orgulloso y preso de una enorme felicidad.
“Generalmente, en cuanto hago encerrar un político, estos firman a las pocas horas una confesión”. Le dijo.
Julián, a tal punto parecía no escuchar al comandante.
“Ven, muchacho, te preparo un té”.
Julián lo siguió.
“Dime, amigo, tu me das la dirección del escondite del chulito y podrás irte”.
“No. Desgraciadamente la memoria de un hombre cuando es prisionera no es sólida, ni tampoco útil; ni siquiera sé que hago aquí”.
“El sexo junto a Andrés, amigo, la violación ¿La has olvidado?”
“¿Quién es Andrés?
“El chulito, aquel con el cuerpo de mujer”.
“Yo quiero volver a mi celda”.
“El sexo, amigo, aquel que penetró a Andrés. El sexo ha herido a tu amigo y hoy vuela como un pájaro herido por Santiago manchando tu nombre.
“Quiero volver a mi celda”.
“Julián, el general quiere que me digas donde escondiste al chulito, es tu general que me pide esto”.
“Yo no sé quien es el general ni tampoco el chulito”.
“Julián, hijo de puta, nosotros no te hemos torturado. Julián, fue tu padre que nos autorizó, fue él que nos dio la idea de encerrarte para que vieras como se tratan a los enemigos de Chile”.
“Quiero volver a mi celda”, dijo y cayó inconsciente al suelo.
XVI
Las risas
Julián, la locura. Se despertó en una clínica privada. Abre sus ojos, ve rostros descoloridos que se pierden en la luz de la sala. Julián pierde el conocimiento.
Llega su padre, junto al general. Se preguntaban como habría sobrevivo Julián como soldado de Chile. Había que matar, disparar a niños, ancianos, comer valium, tantos valium, había que robar, violar, meter dinamita en los bolsillos de los prisioneros y hacerlos saltar: el juramento a la bandera era uno solo: matar al enemigo, aniquilarlo, destruirlo.
Julián, en cuanto se despertaba, lloraba, gritaba como la muchacha que había sido violada por los perros. Oía las risas de los torturadores, y empezó a morder las sabanas de su cama. El teléfono de su velador lo sacaron porque Julián había intentado ahorcarse con su cable. Le habían metido camisa de fuerza: tenía los pies amarrado al catre porque había intentando saltar desde su ventana y matarse.
.
XVII
Amante académico
Mientras Andrés bailaba otro tango con la señora Garzas, le dijo: “¿No le gustaría que la visite a la embajada?”
“¿No tienes miedo?” Lo miró fijo a los ojos.
“¿Miedo de qué?”, preguntó.
“De que te tome por un amante”. Julián rió y la llamó yegua caliente.
El embajador no perdía tiempo. Mordía ya los pezones de la tía de Julián.
Andrés se llevó la señora Garzas a su habitación. Tenía ganas de vomitar, lo hizo cuando fue al baño. Volvió la desvistió y metió su cabeza entre las piernas de la señora Garzas. Sus salivas se confundieron con las sales del sexo de la mujer. Se revolcaban en la cama, se insultaban y se mordían porque habían visto en la televisión que ciertos modos violentos sirven para alcanzar unos orgasmos felices y capturar el deseo para la próxima vez.
Los tres orgasmos que la señora Garzas soltó –si su atención no hubiera sido interrumpida por los gritos de Yolanda, que devoraba al embajador -, habrían llegado quizás a cuatro.
Andrés, había hecho un buen trabajo –trabajo de no poco valor, amigos lectores, ya que era la primera vez que hacia el amor con una mujer -, tan bueno ya que esto ocurría solamente en películas americanas. Nadie, ni el mismo embajador, pensó que su mujer reaccionaría así delante un muchacho que podía ser su hijo.
Una hora después de los orgasmos, se juntaron los cuatro en la sala de té. Hicieron algunos comentarios del futuro. Andrés fue a dormir a la embajada; y quizá para siempre, si su desempeño como amante académico continuaba a enloquecer a la señora Garzas.
XVIII
Las cicatrices en la cara
La violencia había dejado huellas en los ojos del muchacho. Había nacido en el rostro de Julián una vejez prematura como una maldición que ha llegado intencionalmente. En la sala flotaba un aire seco, presagio del dolor. Julián tardó más de tres meses en recuperar su salud. Yolanda se quejó contra el general y los agentes de la CNI. “A ellos les debería pasar lo mismo”, dijo.
El padre de Julián se encogió de hombros cuando escuchó a su hermana.
Julián intentó bajar de la cama en la que se ha sentado su tía.
“No te aflijas, mi amor. Apenas vengas a mi casa te informaré de lo que ha sucedido”.
“Aún no sana, y tú ya lo quieres en tu grupo del té” le dijo su hermano.
Mientras Julián dejaba la clínica, su padre aprovechó para hablar rápidamente con el comandante que se encontraba a la salida. A pesar de las tensiones de Julián, quiso explicaciones.
El comandante sintió un escalofrío de terror que le recorre todo el cuerpo ante la prepotencia de un hombre potente.
El comandante, con la vista alta, como lo hacen los soldados delante su superior, prometió que castigaría duramente a los responsables.
Prometido y cumplido. Carlos Morales, y Luis Contreras, torturadores y sin oficios, fueron destituido del cargo y, más, el comandante mandó sus hombres a que le dieran una gran paliza. Orden recibida y cumplida. Los ex agentes perdieron todos sus dientes y ganaron, por sus años de servicio, una cicatriz larga que iniciaba desde el ojo izquierdo y llegaba hasta el mentón que luego subía hasta el derecho.
XIX
Pasos de buscado
Andrés había empezado a escribir días antes la carta. La abandonó por una cólica a los riñones, volvió a escribir cuando dejó la cama; se dejaba ir lentamente en las lágrimas, por el fatídico libro de su vida. Esa mañana, después de haber escrito la carta a Julián y beber un té con la señora Garzas, volvió a escribir otra carta.
Sentado en su cama, de espaldas a la puerta, dejó que su llanto invadiera sus mejillas.
Minuto a minuto, absorbido por el recuerdo de la noche en el hotel, se dejaba llevar hacia las imágenes que se concentraban en su memoria y, sin quererlo, adquirían vida y sentimientos. Sentía deseos de abandonar la embajada y salir a buscar a Julián; todo esto le costaría su misma vida si se atrevía salir.
Dejó la embajada una tarde de inmenso calor. En santiago todos los transeúntes caminaban como drogados, sudados por el terrible sol que devoraba la piel del hombre. Andrés, prometió a la señora Garzas que volvería cerca de las once de la noche.
Al comandante no le había servido para nada la tortura psicológica que había llevado acabo contra Julián. Los CNI, en las calles se arrastraban como gusanos en la carne muerta, se reproducían por cientos ya que el malestar y la rebeldía de los partidos en clandestinidad se iban consolidando día a día.
Andrés, era un blanco ideal para los franco tiradores de la CNI. Caminaba con urgencia, como nunca se ha visto caminar a otras personas. Sus pasos eran como un ballet del pánico, sin embargo, esos pasos de perseguido no pareció despertar sospechas.
Tomó un autobús: horas más tarde se encontró en la villa de Yolanda.
“¡No! ¡Imposible! ¡La yegua te dejó salir!”, exclamó la mujer al verlo en la puerta.
Fue tan inesperada la visita que Yolanda se había como atontada.
XX
Desalojo
Julián se había ido a Estados Unidos. Se había dado cuenta que al no delatar el escondite de Andrés, había pagado su deuda. Yolanda mostró a Andrés la fotografía que le hicieron a Julián al subir al avión. El muchacho prefirió esconder sus lágrimas y meditar sobre su suerte. Cuando volvió a la embajada, puso la foto de Julián sobre su velador. Nadie podía imaginar que Andrés era buscado para ser eliminado. Después de haber comido junto a los Garzas, Andrés tomó un par de whisky y se fue a dormir.
Al alba, la señora Garzas le comunicó que debía dejar la embajada porque la había llamado Yolanda la cual le informó que la CNI lo buscaba. Andrés pidió que lo acompañara en auto hasta una población callampa ubicada a la periferia de Santiago.
Llegó a un lugar olvidado por los hombres. Los caminos llenos de excrementos de perros, de vacas, de los pobres. Casas de maderas, de cartón, de latas, de carpas, de fonolas. Sitios desamparados donde las ratas tenían sus nidos, donde el viento se había llevado hasta los nombres de cada habitante. Peleas de perros, que sangraban, y luego al morir venían asados a la parrilla. Caza a los gatos porque tenían sabor de conejos, trampas para los pájaros porque aquel que comía volátiles era fino... Mujeres borrachas, acompañadas de hombres borrachos, niños harapientos seguidos de otros pequeños harapientos. Peleas con cuchillos en la mano por la perra, una mujer de nadie y de todos, que daba su cuerpo solamente al hombre que haya mandado al hospital al otro aspirante. Calumnias, ofensas, cantos, poesías, mentiras y mil verdades más.
En una casa de madera encontró un hermano de su padre. Le explicó que era buscado y que su vida corría peligro. Don, Hugo, viejo militante del partido comunista, lo miró de pies a cabeza.
“Hijo, vestido de esta forma y con tus cabellos rubios te encontraran en menos que cante un gallo. Siéntete que te pelaré al rape”. Andrés, el bello, perdió toda su hermosura. Don Hugo metió su ropa en un saco plástico y lo enterró en su pequeño jardín. Ahora debía salir a trabajar con él a la calle. Sus vestidos harapientos, la cara sucia, con calzados de invierno en pleno verano, eran la nueva identidad del muchacho. Trabajaban en reparaciones de paraguas, en soldaduras de ollas rotas o vendiendo cloro.
En la casa de madera, empapelada con hojas de periódicos había solo una cama. A los pies un baúl viejo, roñoso y carcomido por las ratas: a la derecha unos cajones de tomates que servían de mesa y, al centro, un brasero. No había ventana ni piso de leña; solo tierra.
“Los CNI no llegan aquí” le dijo don Hugo. Mis vecinos, la mayoría, son matarifes, putas o lanzas. Verás peleas, escucharás ofensas, y no lo descarto algún muerto por celosía.
La primera noche que durmió con su tío, lo hizo vestido. La segunda medio desnudo y a la tercera sólo en calzoncillos.
“Mi hermano siempre decía que tú debías ser mujer” le dijo al ver el cuerpo de Andrés. “Dime, sobrino, ¿por qué te busca la CNI?” Preguntó.
Andrés derramó lágrimas. Narró la verdad.
“Hijos de putas”, gritó don Hugo.
XXI
Un ex agente de la CNI
Una noche de viernes, a la entrada de la casa de don Hugo, se encontraba un hombre que esperaba a Andrés.
Era un ex agente de la CNI. Chico, panzudo, de bigotes rubios y con una cicatriz que iniciaba en el ojo izquierdo y terminaba en el derecho. Su rostro mugriento, sus ojos eran los de un alcoholizado. Causaba asco mirarlo ya que parecía a Mefistófeles. Harapiento y sin camisa: una camiseta del Colo Colo decoraba su pobreza.
Cuando lo vio aparecer, con paraguas ollas y materiales de soldadura que colgaban de su cuerpo, , se lanzó a reír como si hubiese visto a cantinflas.
Don Hugo sabía quién era. Había sido él que lo había invitado a su casa.
Entraron a su interior y abrió una botella de vino.
“Mi sobrino fue violado por un capitalista y ahora tus ex patrones buscan eliminarlo”. Le dijo con tristeza.
El hombre bebió un vaso de vino y miró atentamente los ojos de Andrés.
“Yo tuve al capitalista en los calabozos, y, te cuento, muchacho, lo hice casi enloquecer”. Andrés escuchaba.
“Te buscábamos por todos lados, menos en la casa de unos de los Echevarría. Si quieres mi ayuda, muchacho, yo te puedo dar una mano, pero cuesta tres mil dólares”.
“¿Tres mil dólares?”
“ Tu sobrino es una minera, amigo. Yo le consigo pasaporte falso, carta de identidad falsa y lo hago acompañar hasta Lima. Ahí se puede dirigir a Estados Unidos o a Europa”.
“Yo no tengo ni un dólar” dijo Andrés.
“La señora Echevarría, amigo, o la mujer del embajador argentino que te estuvo bombeando por meses, ellos tienen tus dólares”.
“Chantaje”. Grito Andrés.
“El chantaje te salvará la vida, amigo porque aquí ya se habla mucho de tu presencia”.
Don Hugo bebió silencioso. Acordó que en una semana tendría los tres mil dólares para sacar a Andrés de Chile.
XXII
Nueva identidad
Desde que don Hugo habló con el ex agente, andaba siempre con miles de dólares en sus bolsillos. No le gustaba –se lo había ordenado su partido- era para pagar informaciones sobre todos los desaparecidos. Su tarea se le fue haciendo difícíl ya que una noche, a raíz de las ordenes de la célula en clandestinidad –dejó las callampas. No debía volver nunca más, ni contactar con sus vecinos para nada. No sólo porque eran lanzas y matarifes, sino sobre todo porque no toleraban que la CNI lo descubriera. Su sobrino, además de buscado, era para ellos un peligro. Don Hugo, junto a Andrés abandonaron la casa como lo hacían cada día, gritando: , más tarde la célula la incendió. Caminaron una hora por poblaciones y más poblaciones. Una camioneta los esperaba. Subieron a su interior con toda naturalidad. Más tarde la camioneta entró a un garaje: pasaron a una habitación. A don Hugo se le entregó ropa nueva y nombre nuevo. Andrés recibió ropa de mujer, peluca rubia de mujer y nombre de mujer.
La recibió diciendo:
“Creí oír que me ayudarían” –observó -. “Y que no debía tener nada de mujer”.
“Si… Pero hay que reconocer que te ves más seguro de mujer que de hombre”.
“No me habían hablado de cambiar sexo”.
“Bueno, tenemos que salvarte la vida, ¿no?”
“Por lo menos podían haberme consultado”.
“Es que no consultamos ciertas cosas”.
Andrés, con la ropa en la mano pensó unos minutos y dijo:
“Acepto. Me encantaría usar falda… pero tengo las piernas muy velludas”.
“Te la depilamos”.
“No me vengan con esas huevadas...”
“Tenemos millones de problema y no podemos perder tiempo por si depilamos o no depilamos tus piernas”.
“Supongo qué no duele?…”
“No duele”.
XXIII
Pasos de mujer
Hasta hace poco Andrés tenía modos de hombre, donde un piropo suyo volvía locos a hombres y mujeres.
Ahora le habían enseñado a mover hasta las cejas con feminidad. Caminaba con tacos altos como era costumbre de una señora con titulo de doctora. Andrés, ahora, se llamaba, Edit Pilar Dartagne, de nacionalidad francesa. Su pasaporte era original y también su carta de identidad. Tenía visa de turista que ya estaba por terminar. Nunca nadie podría haber descubierto que era un hombre. Era la mujer más hermosa que nadie haya visto en nuestros días. Andrés salía a pasear con un perro chihuahua. Iba al parque forestal, iba al cine, al teatro o al cerro San Cristóbal: desde ahí miraba todo lo que era Santiago: una ciudad llena de silencio y tristeza. Un día decidió ir a la embajada Argentina.
Lo recibió personalmente el embajador Garzas. Le ofreció el té y la nacionalidad argentina. Andrés respondió en un francés perfecto. Pidió de ver a la señora Garzas; dijo que venía en nombre de Yolanda Echevarría.
Andrés no supo nunca porque había ido a ver la señora Garzas. En fin, había sido la primera mujer de su vida.
La señora Garzas, elegante y dulce como siempre, lo recibió en su estudio. Miró largamente los ojos de Andrés y sintió frío.
La finesa del muchacho la dejaba sin respiro.Andrés se acercó a ella le besó las mejillas y desapareció.
De la misma forma lo hizo con Yolanda. Dijo que lo había mandado la señora Garzas. Habló con ella en francés y salió de la villa con la dirección de Julián en los Estados Unidos.
“Si vous mariez n´on oubliez pas de m´inviter” dijo Yolanda.
XXIV
El viaje
Andrés se pasó toda la noche en vela. El ruido de los autos de la CNI lo asustó con violencia y le llegaron sensaciones de terror.
No dormía porque en cuanto cerraba los ojos veía a su padre, colgado de los dedos y sangrando hasta por los oídos. Se levantó al término del toque de queda. Era algo de las siete cuando salió de la casa a mirar, por última vez, la cordillera de los Andes. Se sentía un cobarde. Momentáneamente su tío lo había salvado, pero, si lo descubrían en el aeropuerto, era el fin de todos.
Recordaba la advertencia de Julián: . Y tenía razón. Todos lo buscaban para matarlo: en primer lugar, se encontraba atrapado por su experiencia con Julián, al que amaba y odiaba. En segundo lugar, lo había denunciado, buscando de hacer un escándalo contra la prepotencia de los sostenedores de la junta, pero su denuncia fue como una bomba que explotó en sus propias manos. En Chile se encontraban cadáveres por todos lados, y éste era material precioso para condenar los militares, sobre todo a Pinochet. Era probable que si lo descubrían, aunque enseguida lo mataran, su nombre sería borrado de la historia. En tercer lugar, aunque lograra dejar Chile, para él sería una derrota. Peligraba, no podía traicionarse, sino todo lo contrario.
No deseaba huir, su puesto estaba ahí, en Santiago. En la universidad, sus amigos lo ayudarían a denunciar a Julián y el apoyo que le entregaba Pinochet.
Y Julián ¿Por qué había hecho todo eso? Estaba loco ese muchacho. Una especie de fetichista, verdaderamente, y no era para distraerse. ¿Por qué lo había salvado? ¿Escondiéndolo en la casa de su tía? ¿Era normal, aquel muchacho? Normal o loco, se dijo, su deber era denunciarlo, porque él le había arruinado su vida. De hecho, Julián estaba atrapado. ¿Y si la violación fuera para vengarse contra su misma familia? Podía ser posible… ¿Y por qué se descargo contra su mejor amigo y no contra sus parientes? En fin, Andrés sabía, ahora, que Julián era capaz de todo.
Además, debía denunciarlo en la universidad. Si, por más que fuese un muchacho caliente, salvaje, loco, debía denunciarlo. Si lo denunciara, ¿vendría a su casa y lo violentaría como la primera vez, con toda esa brutalidad? ¿Y sí se habían enamorado? Andrés se estaba volviendo loco. No se entendía: su amigo, corrompido por su locura, lo tenía en sus manos.
XXV
El fracaso
Una hora más tarde llegó un funcionario del partido comunista, informó que el plan de sacar a Andrés de Chile había que cambiarlo: habían encontrado el cuerpo sin vida del ex agente que había conseguido el pasaporte.
Había una atmósfera de violencia esa mañana en Santiago. Se rumoreaba que agentes contra ex agentes se habían baleado en la vía pública lo cual profetizaba una lucha continua entre ellos.
Andrés salió al jardín de la casa para, desconcertado por la noticia, volver inmediatamente, dio vueltas y vueltas por el comedor, parándose, de frente a un espejo, a contemplar su cuerpo que ya conocía de memoria o a desordenar su peinado.
Era elegante. Una camisa de seda azul, le daba un aspecto convencional. Una falda angosta y corta, dejaban ver sus piernas depiladas que se balanceaban sobre un par de zapatos de taco alto; su cuerpo fino, con dos senos postizos y con dos labios sangrientos le daba una estampa de una mujer europea.
“Deberemos buscar otro escondite para Andrés”.
El muchacho dio una mirada negativa ante aquella orden, y botando la peluca al suelo, poseído por el miedo de un perseguido que no han conocido la paz, gritó:
“Pues me las arreglaré solo”.
Don Hugo levantó los ojos al cielo, había que buscar una solución rápida.
XXVI
La hermosa piba
Andrés era el hombre más buscado y amargado de Chile. Racha de los desgraciados. Santiago se enoja no con sus calles o ríos, sino con la historia maldita. Temporal de cuchillos y cuchilladas en las calles de Chile. Ametralladoras por todos los rincones. Así se defiende una patria. Andrés no era ni general ni soldado: era un ciudadano de segunda clase.
Don Hugo decidió, por voluntad de Andrés, dejarlo en Chile.
Se le entregó otra dirección, junto a un muchacho argentino, Juan Carlos Zanelli, también hijo de un desaparecido, y nueva identidad. Ahora era Argentina, novia de Juan Carlos y su nombre, Gloria Puigge, alías,
la hermosa Piba.
Juan Carlos, nacido en Buenos Aires, jamás había pensado dejar Argentina. Su padre era un activo militante anarquista. Los abuelos de Juan Carlos eran emigrados italianos, napolitanos, habían dejado la Italia cuando el Duce deportó a todos los hebreos. Llegaron a la casa de unos primos. Su padre se casó con una paisana suya y nació Juan Carlos. Los años pasaron entre tangos y peronismo hasta que llegó el golpe militar de Videla contra Isabel Peron. La persecución, brutal y fascista se vio en todas las casas de Argentina. Al padre de Juan Carlos lo detuvieron en Corrientes, lo llevaron a un regimiento y ahí, junto a unos chilenos que habían escapado del Pinochet, los hicieron saltar con dinamita. Así murió su padre anarquista. Juan Carlos, buscado por los militares, escapó a Chile bajo otro nombre: engañó a los fronterizos y entregó una carta a un tal, salvador, el cual lo integró a la resistencia chilena.
Ahora Andrés era la novia de Juan Carlos.
Una Gloria Puigge que rompía el corazón a todos los hombres que la veían pasar, con sus cabellos rubios tapándole hasta los hombros.
Con el tiempo, cuando se pensó que la CNI lo había olvidado, Andrés se acercó a la universidad, entró unos metros, pero permaneció largo tiempo en silencio. Buscaba algo en su memoria. Tanto como el rector, profesores y empleados eran pinochetistas.. Temió ser descubierto
“Usted tiene cara conocida” le dijo el portero. Lentamente se acercó a Andrés, le miró sus ojos, pero permaneció en silencio.
Lo miraba. Andrés se metió anteojos de sol. Temió que la mirada del portero lo descubriera.
“¡Qué bella! Los estudiantes perderán la cabeza y, algunos, con tu cuerpo que emborracha hasta el más abstemio, perderá hasta el semestre, muchacha”.
Andrés se calmó. Le hablaría de sus deseos de ingresar a la universidad y de sus éxitos en periodismo.
No pudo hacerlo. Llegó el rector, un hombre bajo, con cara de cuervo desnutrido, se presentó.
“A los porteros los mandaría a castrar negros al Sudáfrica” dijo en tono humorístico. Andrés ya había tenido el gusto de conocerlo. Era un pinochetista visceral. Decía que después de Dios venía el general y al tercer puesto el Papa.
“Estamos cerca del cielo con nuestra junta, ¿señorita?”
“Gloria Piggue, señor”.
El rector la invitó a su oficina y habló y habló por algo de una hora. Andrés, con pocas palabras, salió de la oficina con la admisión a la universidad en la carrera de periodismo. A cambio del acceso tuvo que aceptar la invitación del rector al teatro municipal.
XXVII
Encuentro con Pinochet
En el teatro municipal, Andrés encontró caras conocidas. Los Garzas, Yolanda y los padres de Julián. Una infinidad de militares, e invitados. Andrés caminaba lentamente cerca de las butacas cuando un acomodador, de baja estatura, de bigotes muy finos y de mirada obscena, le había tocado el traste con la excusa de abrir paso a su excelencia, el general Pinochet.
Andrés podría haberlo asesinado: jamás habría pensado de encontrar al general personalmente.
Él venía acompañado de su mujer, de sus hijos y de algunos invitados americanos. El rector saludó a Pinochet y le presentó a Andrés como si fuese su novia. El general, con su mirada de tiburón hambriento, sonrió.
“Gloria sós más bella de todas las operas del mundo”. Le dijo el rector, imitando el modismo argentino.
“Me encanta el arte lírico”. Exclamó Andrés.
“Un melodrama será un melodrama, pero tú gloria eres la luz del corazón”.
“Su tragedia, señor rector, me encanta”.
“Verdi, gloria, Verdi es un sueño, y tú eres como Aída…”
Hijo de puta, pensó Andrés, mientras le apartaba las manos de sus muslos.
XXVIII
El descontento
Un lunes Andrés ya había ingresado al aula de periodismo. Al inicio era una infiltrada del rector, con el pasar de los días, una puta que se había bombeado al rector.
Muchos de los estudiantes de periodismo gritaban contra Andrés diciendo que tanto como el fascismo de Videla y Pinochet eran responsables de grandes matanzas contra sus pueblos.
Andrés, se sentía llamado .
Sus mejores amigos, ahora se habían transformado en sus peores enemigos.
Aparecía calumniado en los muros del baño, en el café, en cada lugar que Andrés pusiera sus ojos leía injurias.
le decían algunas de sus viejas compañeras.
Sentía deseos de sacarse delante todos la peluca y dar a conocer su verdadera identidad: era una debilidad de Andrés: se sentía como una golondrina con las alas embarradas.
En las noches, cuando Andrés se desvestía y descubría su verdadero sexo, desvestía en llantos su historia.
En su aula había hijos de generales y, hijos de ricos, rebeldes.
Estaba el hijo del general encargado del campo de concentración de Pisagua. Contaba que en el campo habitan ladrones y políticos. Cuando en las noches se sentía un disparo quería decir que habían metido una bala en la nuca a un político.
Los lanzas eran obedientes con los soldados y inventaron canciones para ellos.
Una mañana lo esperaba el rector.
“¿Voy a la Argentina, quieres venir conmigo, Gloria?”
Andrés pensó que había llegado al final de su historia. Miró al rector y le sonrío. Pero, según el rector, el precio por el ingreso a la universidad era grande. Se detuvo a observar a Andrés. Su mirada pasó de la cabeza a las caderas del muchacho.
Ahí comprendió que se había enamorado. Andrés lo entendió. En su oratoria hizo notar que sentía atracción por el rector pero primero estaban sus estudios y después el amor.
Tal respuesta fue celebrada con un beso en las mejillas y un apretón de mano. En el corazón de Andrés había nacido otro pedazo de pánico.
XXIX
La búsqueda
Doña María, madre de Andrés, era la mujer más triste del planeta. Primero su marido, ahora su hijo. Recorrió la morgue, los hospitales, las cárceles, las casas de los amigos universitarios de Andrés y los regimientos.
En la morgue sufrió un ataque de nervios y cayó sobre los cuerpos de algunos muertos aún no reclamados por sus parientes, ¿tal vez eran extranjeros?. ¿Tal vez era una familia completa? Porque había mujeres con sus hijos sobre el pecho, todos ejecutados.
Doña María se revolcó en el suelo. Nadie la ayudó. Muchos entraban a buscar algunos parientes pero no volvían a salir: un ataque al corazón, así escribían los carabineros en el parte, y rápidamente al crematorio. Rápido, todo muy rápido, hitler usaba las camaras de gaz, Pinochet los crematorios.
Todos juraban venganza, menos aquellos que eran declarados muertos por ataque al corazón.
Ya no bastaba decir, la justicia tarda pero llega: esto no devuelve la vida a los muertos ni los aparecimientos de los desaparecidos.
Doña María, por coincidencia, se encontró con el comandante. Lo conocía personalmente, ya que fue él quien hizo desaparecer a su marido.
“¿No le basta mi marido?”, le gritó.
“La culpa fue de ellos”, respondió él.
“No hay justicia en Chile”.
“Justicia es la que estamos haciendo ahora, señora”.
XXX
La simpatía
Andrés había evitado, por esta vez, acompañar al rector a Buenos Aires. Era una buena idea: un día necesitaría del rector.
Sabía también que su madre lo andaba buscando, la había visto en la universidad, junto al rector pero no se atrevió acercarse por temor de romper en llantos y, también, por temor de mandar todo al aire. Toda la idea de denunciar a Julián había cambiado radicalmente. Andrés se estaba acostumbrando al nombre de gloria y, también se había familiarizado con su cuerpo de mujer, con sus senos, crecidos con inyecciones hormonales, y, con su idea de cambiar sexo.
Decididamente, amigo lector, Andrés no se estaba mintiendo.
Sus compañeros de la universidad se estaban acostumbrando a la nueva identidad de Andrés. Él, muy astuto, supo ganarse la simpatía de casi la mayoría de su clase: leía las manos y decía cosas que él ya sabía.
Muchos de sus compañeros se estaban enamorando de Andrés.
Para él contaba sólo un hombre, Julián.
XXXI
Nostalgia
Julián sentía melancolía por Chile. América no era para él.
Bebía noche y día. Una noche decidió regresar a Santiago.
Nadie lo sabía, hasta la CNI perdió los pasos del muchacho. Llegó un lunes a su casa.
“Si Chile no existiera, yo lo habría creado” dijo a su padre.
“Para mí tú estas chiflado”, respondió él.
“Los chiflados sirven para justificar la existencia de mi país”.
“La existencia del comandante” le recordó.
“Es una expresión tuya, no un terror mío”.
“No juegues con el fuego, hijo, que te puedes quemar” le recomendó.
No habían pasado dos días cuando llegó el comandante a casa de Julián.
“Todo Chile supo que llegaste, amigo, menos nosotros” le dijo el comandante.
“No me arrancará lágrimas, comandante” le respondió.
“Los obstáculos han terminado y puedes terminar tus estudios aquí en Chile, amigo, desde hoy eres un hombre libre”.
Julián, el pobre Julián, cayó de rodillas. La CNI había dado por desaparecido a Andrés y, a la vez, quería dejar claro que nadie se atrevería a afrontarla y amenazarla.
“Han matado a Andrés”, gritó.
El comandante deja la casa. Julián cayó nuevamente al hospital.
Pasó tres meses en un sanatorio para los locos.
XXXII
El reencuentro
El encuentro de Andrés y Julián aconteció en un día soleado. Se miraron por largos minutos como dos lobos se miran antes de luchar. Andrés no tenía palabras. Julián le miró las caderas.
“Princesa de mis ojos” le dijo.
Andrés lo encontraba más hermoso que antes y sonrió.
“Hermosa como las rosas, limpia y embriagadora como la chicha”.
“No soy ni rosa y mucho menos la chicha. Me llamo Gloria”.
“Ni siquiera un ciego dejaría de soñarte, gloria, ni los moribundos morirían, ni los poetas escribirían poemas porque tú eres la poesía”.
“Eres un fabricante de charlatanería, amigo”.
“Soy producto del amor, gloria, soy el fabricante de sueños”.
Andrés temía a las palabras de su viejo amigo. En el corazón de Julián se pensaba que había un cadáver, pero su latido no eran de un muerto, Andrés vivía en su interno.
Julián se había enamorado perdidamente de Andrés: le propuso matrimonio.
XXXIII
Pelotudos
A las nueve de la mañana, Andrés lo llamó por teléfono y le dijo que estaba en la casa del rector, en providencia, y que quería que él lo llevara a conocer su familia.
Julián no pudo esconder la emoción, después, cuando se calmó, pensó que la llamada tenía la confirmación de su pedido de matrimonio.
Era urgente comunicar a su padre. Todos querían conocer a gloria. Pero la llamada de Andrés contenía un plan, no lo sabía ni el mismo, si el plan ere de represalia o de amor.
En su casa estaba toda la familia, Yolanda, que no fue capaz de esconder su envidia cuando vio a Andrés delante de ella. Andrés, con mini faldas y de permanente, muy a la moda, conquistó hasta al padre de Julián.
Yolanda le pasó su auto, la madre, una tarjeta de ingreso al club de golf, y, el padre, una buena cuenta en su banco como futura nuera.
Pelotudos. Pensó el muchacho.
Julián habló de matrimonio y, Andrés, no aceptó la fecha de casamiento, sin antes conocer las fechas que tenía reservadas en los Estados Unidos.
Andrés y Julián se fueron a ver un chalet a menos de quince minutos de su casa.
Andrés era realmente la fin del mundo: llevaba una blusa de seda negra con sus botones abiertos cerca de sus senos, grandes, prepotentes como el fuego que devora las hojas secas de un bosque. Una mini falda que lo hacia aparecer más caliente de lo que era. Cuando Julián la vio entrar no pudo evitar de tocarle las caderas.
Partieron a visitar el chalet. Andrés detuvo el coche en un sitio boscoso. Sin preguntarle nada, después de haberlo besado por largos minutos, él le dijo que antes de buscar la fecha de su matrimonio debía ir por un largo periodo a Estados Unidos, a casa de su madrina. Habló de sus padres los cuales habían muerto en un accidente aéreo y se puso a llorar.
“Gloria, creo que debemos casarnos lo más pronto posible, ¿no?”
Andrés lo miró, fríamente, alargando una mano, abriéndole el cierre de los pantalones. Julián lo miraba. Andrés se tapó la boca con el sexo de Julián y, el muchacho, sintió un dolor inmenso cuando se dio cuenta que le mordían el miembro. Le pareció que de pronto desmayaría de dolor.
Tiró con violencia los cabellos de Andrés y pudo apartar la boca de su sexo.
“Bájate los calzones”, gritó
“No, tengo la… regla”.
“Bájate los calzones”.
Andrés sintió miedo, como aquella vez en el hotel.
“Hoy no, no puedo, no estamos casados” volviendo a meter en su boca el miembro de Julián y procurando no perder el control de sus emociones.
Julián respiraba como respiran los calientes.
Andrés sentía pánico. El cielo se estaba poniendo azul como aquella noche.
Andrés besaba los muslos, el estomago, la boca, las orejas, la nuca y las manos de Julián.
“Bájate los calzones, mi amor, bájatelos” y violentamente Andrés se los bajó y se sentó en el pene de Julián, y lanzó un grito, de yegua hambrienta. Y se movían con violencia, tirándose los cabellos, pellizcándose para incitarse más, y el coche de Yolanda saltaba como un canguro. Andrés había conseguido un orgasmo frenético y bestial. Y la noche azul iluminó los dos cuerpos.
XXXIV
La amputación
En América las cosas salieron como Andrés las había planeado. La amputación de su pene fue tan rápida como la rápidez que tiene un dentista cuando extrae un diente de leche.
A partir de entonces empezó a sentir deseos de sexo como todas aquellas mujeres que sufren de fiebre uterina. Se masturbaba hasta tres veces por día.
Sentía deseos de salir a caza de hombres, pero se reservó para su futuro marido.
Pasó seis meses en América. Julián tuvo que obedecer, esperar en Chile.
Cuando regresó fue a visitar al rector: Andrés le debía cincuenta mil dólares. Julián protestó. Dijo que aquel crédito no era legal y que ya se murmuraba sobre el pago.
El rector esperaba a Andrés cada día para acompañarla al metro y una vez a la semana salían juntos.
Le regaló los cincuenta mil dólares más algunos obsequios: un anillo con diamantes, abrigo de piel y mil cachivaches más.
Gastaba más de Julián, estaba totalmente enamorado.
Andrés sabía que el rector enloquecería de dolor en cuanto conociera la fecha de su casamiento con Julián.
Y así sucedió. El rector no tuvo tiempo de expulsarla de la universidad porque un golpe al corazón se lo llevó a mejor mundo.
XXXV
La mentira
Doña María se detuvo en una gruta de una iglesia a encender unas velas. Don Hugo apareció cuando rezaba un padre nuestro. Un perro orinaba en su pierna.
“Estos perros de mierda”, dijo doña María cuando vio llegar su cuñado.
“Qué tal, cuñada?
“¿Buscas desaparecer?
“Ya he desaparecido. Tú si que eres fatalista. ¿No habíamos quedado de juntarnos, cuñada?
“¡Ah! Creí que no vendrías”.
“Vamos dentro de la iglesia; allí te informare algo muy interesante.
“Si quieres me lo informas enseguida”.
“Por fortuna, cuñada, tengo la información que nuestro Andrés no ha desaparecido”
Después de la información, doña María cayó inconsciente al suelo.
Don Hugo la cargó en un taxi y la llevó a su casa.
Una mujer, que vivía junto a su cuñado, la hizo volver en sí.
“Bienvenida, compañera”.
Ambas mujeres se abrazaron.
“Háblame de Andrés, Hugo…”
Don Hugo encendió un cigarrillo, aspiró profundamente el humo y dice:
“Cuñada, Andrés, vive”.
“Eso ya lo dijiste. ¿Dónde se encuentra, en Cuba?
“Si, cuñada, vive en Cuba”.
“Lo protege el partido?”
“Si, cuñada”.
“Andrés, mi hijo en Cuba…”
Al despedirse de don Hugo murió de pena doña María.
Se fue con la idea que Andrés había muerto.
XXXVI
Cartas
De todas las cartas que te he escrito no has respondido a ninguna. No me condenes, mamá, bastante me han condenado y bastante he sufrido: Mi tío Hugo me informa de todo: discúlpame si cambié sexo, mamá. Era perfectamente natural que te enojaras conmigo: desde mi infancia tuvimos problemas a la hora de elegir mis juguetes, tú lo sabes, y puedes reír, madrecita, elegía muñecas. Soy una mujer mamá: se descubre nuestra naturaleza cuando uno se deja llevar por sus sentimientos, los poetas lo llaman el corazón.
Mamá ¿no sé si habrás notado que mi cuerpo en las fotografías es más delgado?, basta que uno se haga una foto con vestidos negros y ya se pierden unos kilos.
Me acuerdo de tus calzados, me gustaban: caminaba con tus tacos altos cuando tú salías de compra. Me acuerdo que te rompí casi todos los zapatos.
. Me decías. A veces pienso por que te molestabas todavía en comprenderme. Nuestra familia quiere hombres, no queremos chulitos… Ya sé, no retes al gato por culpa mía. No quiero que grites mi gatoooooo, el no tiene la culpa con mi cambio de sexo, mamá…
¿Cuándo responderás a mis cartas? Lo sé que prefieres que muera como hombre y no como mujer. Mi tío Hugo me entrega informaciones sobre tu salud: ¿has recibido mi regalo? Mamita, he comprado para tu cumpleaños un abrigo azul, elegante, para ti.
Buen cumpleaños, mamá.
PS. Me caso el sábado 23 de marzo. Cuando todo pase podrás conocer mi marido.
XXXVII
La critica
“Muy bien hubieras podido entregarle las cartas a doña María. Cada vez que Andrés te entregaba una, tú la leías y luego la quemabas. La mentira de que Andrés se encuentra en Cuba mató a tu cuñada. Una muerte ridícula que cambiará de golpe la vida del muchacho”.
A don Hugo le había parecido bien esconder la verdad sobre Andrés. Cada vez que volvía de un encuentro con su sobrino se metía a llorar. Iba donde su cuñada como siempre, le mentía como siempre.
Para don Hugo Andrés había muerto: ya no había razón de protegerlo otros problemas tenia él. Nunca había admitido que su sobrino se comportara como mujer. Si hubiera sabido que Andrés realizaría su sueño escondido, jamás lo habría ayudado.
El sábado, día del matrimonio de Andrés, era el funeral de doña María. Don Hugo no informó a Andrés. El mismo día de la muerte de doña María había estado con él.
“Te veo muy triste, tío Hugo” le había dicho el muchacho.
La conversación entre don Hugo y Andrés fue interrumpida por una manifestación improvisada de algunos estudiantes.
Don Hugo desapareció enseguida.
Vagó por la ciudad: se había arrepentido de no haber informado a Andrés de la muerte de su madre. Volvió hacia la casa de Julián.
XXXVIII
Es mujer
Julián estaba terminando de plantar un árbol en su jardín, tan despreocupado de lo que ocurría a pocos metros de su casa como el resto de sus vecinos que ignoraban los transeúntes.
Solamente Andrés vio lo que estaba sucediendo. Una docena de disparos de los agentes habían asesinado a don Hugo.
No sabía si correr y abrazar el cuerpo sin vida de su tío o escapar. Hizo parar un autobús y desapareció del lugar.
Al llegar a su casa y abrir su puerta, Andrés encontró en el cenador al comandante. Lo encontró fumando y acompañado de tres hombres.
Su corazón estaba por estallar de terror. Miradas que se intercambiaban entre el comandante y Andrés o entre los tres hombre y el comandante.
Pero el comandante había logrado reprimir con su silencio al pobre muchacho.
“Desnúdate” le ordenó.
Andrés temblaba. No sabía que le sucedería. Los temblores, desordenados movimientos del cuerpo, dibujaron en las miradas de los hombres unas imágenes lógicas del miedo, Andrés se dejó caer al suelo a los pies del comandante para que su dignidad fuera respetada.
“No… ¡no! Soy argentina”.
“Desnúdate”.
Andrés obedeció.
Desvestirse, delante los agentes, era una humillación más.
Andrés lloraba.
“Y que tal te va con el otro chulito?” le preguntó el comandante.
Andrés no respondió. Su mirada era triste y la de los agentes lasciva.
Desnudo se paró delante el comandante.
“¡Es mujer!”, gritó el comandante. Entonces comprendió que era hora de cerrar el caso.
Entregó los vestidos al muchacho, sin dar ninguna excusa por el hecho de que había violado la dignidad de la novia de Julián. Miró a Andrés y le dijo:
“Eres un fantasma del chulito. Eres un fantasma del chulito”.
XXXIX
La venganza
Detrás de la Iglesia, al otro lado del centro de la ciudad, había un río correntoso. Eran corrientes violentas; donde caía sólo la muerte. Cuando se puso término a la ceremonia, los recién cazados se besaron delante los invitados. Unos minutos después, Andrés se alejó de Julián y se fue derecho al río, donde alguien lo esperaba. Era de nuevo el comandante. Había descubierto que Andrés había cambiado sexo. Su silencio costaba miles de dólares. Una hora después el cuerpo del comandante había sido mutilado por las corrientes del río.
Andrés siguió festejando con los invitados por algo de siete horas.
Era el día de todas las venganzas. Muerto el comandante, moría también la fuga.
Su padre había sido vengado, don Hugo también.
La noche era azul.
A las tres de la madrugada, Andrés y Julián se despidieron de los invitados. Partieron en auto hacia la luna de miel.
Habían viajado sus dos horas cuando Andrés le pidió que se detuviera en un bosque.
“No, mi amor, lo haremos en el hotel, ¿de acuerdo? Déjame conducir”. Siguió la marcha.
“La noche es azul”, dijo Andrés, con gritos de mujer hambrienta de sexo.
Sus ojos azules eran rojos fuego, violentos. Julián se dijo que no tenía paciencia, que tendrían toda la vida; debía ser una muchacha con fiebre uterina. Esperemos el hotel, gloria, esperemos el hotel, y empezó a gritar y a correr más veloz en la carretera, cuando sintió una mano fría en su pene.
“Esperemos el hotel” retirando aquella palma de carne convertida en hielo.
“Quiero hacerlo ahora”.
“En el hotel, gloria, por favor, somos esposos no amantes”.
Y Andrés lo dejó en paz. Ahora se había enojado.
“Gloria, mi amor, espera el hotel” dijo Julián.
Pero la verdad, amigo lector, Julián lo que tenía era terror de Andrés.
Lo desconcertaba la mirada de él: era igual a la de aquella noche en el hotel. ¿Cuánto duraría esta persecución del pasado?
Andrés volvió a meter la mano sobre el pantalón de Julián. Esta vez el sexo de Julián se levantó como un huracán en medio del mar. Julián sentía miedo. Sus venas estaban tan azules como la noche misma. Intento quitar la mano de Andrés, pero él empezó a masturbarlo, a besarle el falo y a rasguñarle los muslos. Y Julián tuvo que frenar en medio de la carretera. Andrés se baja su calzón negro, pequeño, apenas un pedazo de trapo de seda, que cubría su mancha rubia cubierta de finos pelos de oro y saltó sobre las piernas de Julián.
“Penétrame, Julián, penétrame” y Andrés, con frenesí tomó el sexo de Julián y desesperadamente lo introdujo en su vagina que aun no había probado un sexo de hombre desde cuando se había operado.
Y Julián volvió a pensar en la noche del hotel. Vio los muslos, los mismos que había besado aquella noche sobre sus piernas, sintió que era un prisionero de Andrés y también del pasado. Empezó a basarlo, sintiéndose caliente como aquella noche, y bajando el asiento hacia atrás, giró a Andrés y lo penetró con violencia y Andrés lanzaba gritos de lobo herido, lloraba de calentura y de placer. Estuvieron toda la noche en el auto y alcanzaron tres orgasmos.
Se durmieron en el auto.
XXXX
Sós una puta
Pasó un furgón con cuatro hombres, silenciosos. Frenaron y recularon. Dos de ellos bajaron. Andrés y Julián dormían, desnudos.
Miraron dentro del auto y lo mecieron con violencia. Andrés al despertarse y al ver a los hombres trató de cubrir su cuerpo pero no encontró sus vestidos a mano.
“Gloria” gritó uno de los hombres. Andrés, montado sobre las piernas de Julián trató de salir de aquella posición y miró al tipo que la había llamado con su nombre.
Uno de los hombres abrió la puerta y les ayudó a salir del auto. Ambos estaban desnudos en la carretera. Olían a transpiración e orgasmos. Los otros dos bajaron del auto y observan el trasero de Andrés, los senos de Andrés y las caderas de Andrés.
“Degenerados” gritó Julián. Los ayudaron a vestirse.
Andrés se queda mirando a los cuatro hombres, y luego reconoció a uno de ellos.
“Che, hijo de puta, que susto me regalas en el día de mi boda”, le dijo.
Se abrazaron. Julián quería partir inmediatamente hacia el hotel.
“Tranquilo, pibe, gloria es mi amiga”.
Julián trató de convencer a Andrés de partir inmediatamente, pero no fue posible.
“Gloria, sós una puta, una yegua” le decía el hombre.
“No ofendas mi mujer, maricón”
Entonces uno de los hombres le dio un puñetazo en el mentón y lo dejó aturdido dentro del auto.
Andrés no intervino. Los hombres eran compañeros de don Hugo.
“Gloria, amiga mía, tu madre la hemos enterrado junto a don Hugo”. le informó
“No es verdad, no es verdad” gritó Andrés y corrió como enloquecido por la carretera.
Cayó al pavimento y quedó como adormecido.
“Gloria, tu madre murió tranquila, ella deseaba venir a tu matrimonio, pero vos sabés, la emoción, ella leyó tus cartas y te había perdonado: estaba feliz que tuvieras un marido”.
“¿Me perdonó?”
“Sí”
“Vuelve a Santiago y llévale flores, su alma estará muy contenta”.
“Y a mi tío porque lo mataron?”
“Don Hugo había intentado informarte sobre la muerte de tu madre pero lo balearon cerca de la casa de tu muchacho”.
Y Andrés volvió al coche de Julián. Guío el auto hacia donde vivía su madre.
XXXXI
Los muertos no vuelven
Estacionó y dejó a Julián en el auto que seguía inconsciente.
Entró al jardín y levantó un macetero. Encontró su llave de la puerta.
La casa seguía idéntica. Todo en orden. Se sentó en la silla preferida de su madre y cerró sus ojos.
Por primera vez imaginaba el cadáver de doña María. Era domingo pero sentía como si fuera miércoles porque no ha ido a la universidad.
El domingo era sofocante. Se oye el miau de su gato, pero nada más. La casa sigue perfumada como antes. Camina hacia la habitación de su madre, huele a eucalipto, pero no se ven las ramas por ningún lado. Hay una fotografía en el velador donde él se encuentra junto a sus padres. Acaricia la foto.
Siempre creyó que los muertos no vuelven. Ahora veía que no. Veía a su madre que lavaba el piso.
Veía que cantaba.
Andrés creía que los muertos pertenecían a la tierra, como la ceniza al fuego.
Los recuerdos se interrumpieron por un gran grito que procedía de la entrada de la casa. Andrés abrió la puerta a Julián que lo buscaba vuelto loco.
Interrogó a Andrés. No tuvo respuesta. Cuando Julián se dio cuenta que en realidad gloria era Andrés, lo tomó del cuello y apretó: apretó y apretó hasta cuando su cuerpo se desvaneció, hasta que sus ojos tomaron el color de muerte.
XXXXII
La locura
Julián deja la casa. Escapó. Era un fugitivo. Lo condenarían por homicidio. Pensó de matarse, de saltar al río y perderse en sus corrientes.
Estoy en la mierda este domingo. Debe ser por mi mala suerte – se decía Julián. – Me da miedo volver a los calabozos de la CNI. Lo más agotador del mundo es tener una prisión igual a un corral de cerdos. ¿Quién me mandó a casarme, Dios mío? Es culpa de mi padre, y tiene que pagar: llorará, corromperá, es todo lo que sabe hacer; sufrirá, al igual que yo. Andrés, su vagina que no es suya: carne para los gusanos. Me impuso temblores y obligaciones con su calentura. Mi conducta es lo opuesto del amor: no comprende ni da tregua, desconoce hasta lo que es absurdo o real.
Julián conducía su auto por las calles de la ciudad, hablaba y gritaba a toda voz, como para dar al viento su intimidad: para que él lo entregara a quien se interesara en escucharlo; se mataría lo más pronto posible.
Al fin o al cabo, su cobardía era siempre la misma y no iba a tener otra ocasión para demostrarla. Y sufría por ello.
Pero, ¿a quién podía interesarle? Ni a él mismo, puesto que ya nadie lo respetaría nunca más y sería señalado por las calles, haciéndolo aparecer como traidor del general… ¿Quién iba a poder beber con el un whisky como verdaderos amigos? - Andrés, prosiguió -, era demasiado dominante. Vivía cargado de sueños y volaba por las nubes como un fetichista de la poesía. Eso de leer poesías para no apartarse de la fantasía es una gran mierda más. Es el juguete más recurrente de las mujeres. Fantasía que impide la seriedad.
Decidió entregarse a la policía. Llegó donde colombo y confesó su asesinato.
“He matado a Andrés”.
El comisario le preparó un té. Reía. Su risa era alegre, como si fuera el resultado de un gran suceso. Julián pedía la cárcel.
“No, no, hijo. Te tomas el té y te marchas de mi oficina”.
„He matado al hijo de un desaparecido“ gritó el muchacho.
Entonces comprendió que Julián enloquecía. Le ofreció otro té.
“Eres libre. Vuelve a tu casa, no conocemos ningún hijo de desaparecido”.
“Comisario… Aquel muchacho que violé, mi amigo Andrés…”
“Muchacho, tengo mucho trabajo. Tu no has matado a nadie ni violado a nadie, puedes vivir tranquilo”.
El comisario salió de la oficina.
Habló por teléfono al padre de Julián. Una hora más tarde vino a buscarlo: lo llevó en ambulancia a un sanatorio.
“He matado a Andrés, el hijo del comunista desaparecido” gritaba Julián.
La locura llega como una lluvia imprevista, como un castigo profetizado. Y con él llegó Andrés. Apareció en el sanatorio después de una semana, con paca. Nada se dijeron entre él y sus suegros.
XXXXIII
El ultimo deseo
La felicidad había sido cancelada. Pero a los diez días de la llegada de Andrés al sanatorio, su suegro lo visitó en su casa. Era lunes.
Su hijo estaba loco, había perdido la razón. Su suegro lloraba.
“Yo conocía a mi hijo” decía. Su único hijo. Sin embargo, Andrés parecía dispuesto a seguir enloqueciéndolo.
“Estoy embarazada, suegro. Espero un hijo de Julián”.
Andrés no sentía ningún dolor por Julián: en fin de cuentas por culpa suya perdió su madre, su tío y su sexo.
“Hija, hija, Julián sanará con esta noticia” dijo su suegro.
El martes almorzó con sus suegros. La paca dispuso los asientos de forma que Andrés quedara junto a su suegra, separado de unos metros de su suegro. En el almuerzo Andrés ni ella se dirigieron algunas palabras. Al tomar el café en el salón su suegro le prepuso de ocupar el puesto de Julián en su casa.
Aceptó. Primero quería dar a luz a su hijo en los Estados Unidos y luego vendría a vivir con ellos.
En la madrugada de un domingo partió hacia América. Pasó once meses en Nueva York.
Con paca, Andrés, buscó el niño que quería adoptar. Cientos de miles de dólares se quemaron en la búsqueda. Había encontrado uno en México. Dos meses tenía el adoptado. Rubio, de ojos azules y con cara de porcelana: igual a Andrés.
“Tu mujer fue a partorir en América, hijo: debes sanar para abrazar la sangre de tu sangre” le decía su madre.
Julián, con su camisa de fuerza, toda mojada por las babas que perdía de su boca, ya no respondía. Mucho electrochoque. Uno al día. Ahora, después de inyecciones y tantas pastillas, podía frecuentar la sala de la televisión. Veía una rubia y comenzaba a gritar.
No tenía remedio.
Andrés, de regreso en Santiago, ya veía sus suegros enloquecidos por la belleza de su nieto.
Lo bautizaron y, como último deseo de Julián, antes de saltar desde el techo del sanatorio, pidió que a su hijo lo llamaran Andrés.
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