YO NUNCA TENGO FRÍO.
Mamá no quiere a papá. Cuando viene mamá lo insulta. "¡Maldito infeliz!", le dice. Es su palabra favorita. Papá no hace nada. Sólo entra y sube a mi cuarto. Entonces platicamos, me pregunta cosas, me hace reír, no tarda mucho, luego se despide. Entonces viene Justo y pasa mucho tiempo con mamá. Justo no es mi hermano, aunque papa dice que sí. Papá casi no le habla.
Hoy hubo mucho ruido en casa, salían gemidos de todos lados. Luego vi a Justo salir de un cuarto y mamá de otro. Mamá le dijo algo a Justo y los dos se metieron al cuarto de mamá. Había también por ahí un señor y una señora de visita, pero siempre los hay. Siempre que papá no está. A mí me gusta la noche porque puedo subir a la azotea. Yo no tengo amigos. No me dejan. Pero puedo mirar desde arriba a los vecinos. O a sus hijos, que están más seguido. Uno, el que vive en frente, tiene mi misma edad: 15 años. Él me lo dijo un día, gritando.
Yo ya lo conocía. Se subía a una casita de cartón que tiene en su azotea y desde allí me miraba. Desde entonces me llama cada que me ve. Lo hace así: abriendo grande sus ojos, agarrándose su parte y ladeando la cabeza. Veeeeeen, parece decir: veeeeen. Pero quiere otra cosa, yo lo sé.
Su hermano menor es extraño. Sólo salta, corre, gime. No habla. Siempre está en movimiento. En la calle sus amigos no lo soportan. El otro día uno de ellos le dio un puñetazo. Y más antes otro lo correteo con una piedra. Algo ha de tener.
Hoy no están. Hoy los que pasan tienen unas caras muy feas. Parecen tristes. Llevan esas cosas que llaman chamarras. O abrigos, no sé, como si tuvieran frio. Yo nunca tengo frio. Yo ando siempre destapada. A veces hasta me encuero totalmente. Así nací.
Por eso mamá siempre habla de demonios y de unos señores grandes llamados santos. Dice que yo soy uno de ellos. De los santos. Que porque no tengo malicia cuando hago cosas. Tal vez por eso para ella yo soy “bondad”, o “ángel”: así me dice; pero en secreto, cuando nadie escucha.
Papa no, él me llama como me llamo. Pero cuando ve a mama cuchichiándome, sabe. Porque luego, a escondidas: “ ma-ma- di-ce- pu-ras- ma-ma-das”, me susurra.
“Pu-ras-ma-ma-das”. Esa es su palabra: “ma-ma-das”. Pero ni uno ni otro se hablan, sólo se gritan. Bueno, mama grita más. Ella sí se da vuelo. Aunque luego, creo, se arrepiente, porque pasa mucho tiempo frente a una cruz que tiene sobre su cama y que sabe a mí no me gusta, sobre todo porque cuando me acuesto tengo que hincarme y decirle muchas cosas tontas, obligada por ella.
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