Por: Jessica Montoya
Lola se levanta con pesadez, algo aturdida, se asombra de ver un majestuoso palacio. Blanco y dorado en cada rincón, algo así como lo soñara cuando papá le contaba historias de princesas. Camina entre pasillo y pasillo, al fondo, un pequeño de siete años. La toma de la mano y la lleva hasta una puerta. –Me llamo Tomás y aquí empieza tu camino. –No digas nada, nadie te escuchará. Lola, estupefacta, ve al niño desvanecerse como el humo de una fogata en medio del bosque. Lola da tres golpes en la puerta. Nadie responde. Gira la perilla y abre, no le gusta lo que ve. No le valió de nada cerrar la puerta con estrépito, una fuerza desconocida la había arrojado justamente al otro lado.
Tenebrosas aristas se alzan como cielos rasos de una gran ciudad, y un camino de fuego se abre a su paso. Llantos y lamentos se escuchan cada vez más a medida que avanza por un sendero húmedo. Gira a la derecha y choca súbitamente con un joven de aspecto desaliñado. –Seré tu guía aquí, Ovidio es mi nombre. Sin decir nada, Lola lo sigue en silencio, como si confiara –Te mostraré cual es el propósito de este viaje. Entran a un pasillo angosto, los llantos ya no se escuchan, al detenerse, se ve reflejada en las paredes como por espejos que reproducen fugaces momentos en los que había sido realmente mala, robándole el novio a las amigas, seduciendo a hombres enamorados, incitando a otras mujeres al ardor, complaciéndose con su poder de seducción. –Es un caleidoscopio ¿y se parece a ti, no? Susurró Ovidio. -¿No tienes remordimiento? Lola esboza una sonrisa y sin decir nada toma esta vez de la mano a Ovidio que sorprendido se deja llevar hasta un jardín –ahora pareces ser tú mi guía, ¿Quieres que me asombre? Lola le dice que se calle poniendo su dedo índice en los labios de Ovidio. Sobre un árbol pendía un cartel, Lola como si ya supiese para donde iba todo, ahora parece ser la dueña del juego. Llevándolo de la mano, Lola transforma su gesto en provocadoras caricias. Lola señala hacia el cartel -¡lee!, Le dice en un último alarde de coquetería:
“Que a tu sumo saber y a mi loco amor, solo lo aventaje la eternidad. Al entrar aquí, pierde toda esperanza”
Lola dio el último cabezazo, de sus manos blancas se deslizaba un grueso volumen de La Divina Comedia de Dante, abre los ojos un instante y con una voz sorda exclama: ¡Mierda, mañana es el examen de literatura!
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