La puerta minúscula abrió y pasé. El espacio reducido con música de los setentas y ambiente impregnado de tabaco. Di con ella. Platicaba con sus compañeras; al verme, sonrío y me hizo una seña. Joven, pequeña con una camisera de seda transparente que no ocultaba sus pechos circulares, simétricos y levantados. Era india, color canela, con ojos vivos, cejas alargadas, boca carnosa y sensual. Abajo sólo traía sus bragas oscuras, resaltando sus nalgas firmes.
Me besó en la mejilla. Nos sentamos, me invitó de su refresco y apretó mi mano. Estas mujeres que ves, que son toda sonrisa, no son de confiar, harían cualquier cosa por dinero. Nunca te enamores de ninguna de ellas, ni de mí. Termina tus estudios, verás que vendrán las palomitas hacia ti. Nunca una de éstas. Las conozco por dentro y por fuera.
Yo había encontrado el sitio por pura casualidad. Vivía en una pocilga de dos por dos, escasamente cabía la cama, un buró, un foco que me permitía leer y hacer tareas. Gustaba estudiar por la noche ya que disminuía el bullicio de los carros, el griterío de los chamacos en las calles. A las dos o tres de la mañana, sentía asfixia y salía a vagar por las calles; fue así como encontré la casa de citas. Sólo pedía una cerveza, no me alcanzaba para más. Por mi juventud, las pupilas me tomaron confianza, después, parte de sus bromas; se pegaban a mi pubis y con movimientos sensuales hacían que me erectara. Disfrutaba de las guasas. Poco a poco vieron que podía ser útil; estudiaba medicina, más de alguna preguntaba y entre plática les decía qué comprar. Por suerte se curaban, empezaron a tomarme aprecio. Susana, la más guapa de todas, se encabronaba que me hicieran bromas subidas de tono. Cierta vez me vio tan inquieto que me dijo en secreto.
– ¿Qué tiempo tienes que no estás con una mujer?
–Algo, dije.
Había un pasillo lateral que daba a unos pequeños cuartos.
–Sígueme, dijo, y fui tras ella.
–No tengo dinero, le dije nervioso.
–No importa, me simpatizas.
Media hora después salía sonriendo.
- Mañana te espero en la iglesia de nuestra señora de las mercedes, como a las doce, te invitaré a comer a mi casa y te presento a mis padres. Le dirás que eres médico y que trabajamos en el mismo sanatorio.
No la reconocía. Vestía con una falda oscura, que le llegaba hasta el tobillo, una blusa de algodón de manga larga bordada con grecas de diferentes colores y un rebozo gris que le tapaba la cabeza y envolvía su cuello. Aquella larga cabellera que bajaba por sus hombros hasta llegar a la mitad de su espalda y lucía en la casa de citas, se ocultaba. Fue difícil reconocerla; de hecho, fue ella quien me dijo.
- Aquí estoy.
Tomamos el autobús y no podía entender la transformación. No era ella, ella era otra indígena de las tantas que por la merced van y vienen o que con su canasta venden fruta en el mercado. La mujer que me quitaba el aliento y me daba consejos por las noches, era otra mujer.
- La casa estaba en obra negra. Dijo sonriéndome.
La he construido con esfuerzo, tesón; la empecé hace dos años y al menos ya está el cascaron y sirve para que mis padres no pasen frío.
Todo resultó tal cual, sus padres se quedaron con la idea de que su hija trabajaba por las noches en un sanatorio, que yo era el médico de guardia y habíamos hecho una buena amistad.
-Es una hija muy buena.
Me dijo la madre, ya para despedirme.
-¡Cuídemela! Pues es lo único que tengo.
Días después fui al “Bull” y encontré la puerta cerrada y sellada con papeles pegados que decían: Clausurado.
Era india. Muñequita de barro. Arde en mi memoria. |