Aquella hoja en blanco me miraba con cierto aire insolente, como desafiándome a hacer con ella una escabechina, que es propiamente lo que hacen literatos de mi estilo. No obstante, con las tecnologías a nuestro alcance, en la actualidad no es menester deforestar bosques para hacer pinitos literarios y ya no se corre el riesgo de que valga menos el contenido que el continente. Se había acabado merced al silicio, con la premura por la obra de arte. Ahora mismo se había generalizado y universalizado la categoría de literato a todo bicho viviente. Nos miraba con insolencia la pantalla de microchip como retándonos a una peripecia estúpidamente literaria.
Habiéndose creado el concepto de literatura para uso interno, en cierto sentido se había superado el psicoanálisis. Ya no era menester sentarse pacienzudamente con pluma y tinta ni tumbarse en un diván. Bastaba por los tiempos que narro, en encender el aparato y ponerse a teclear insensateces, cosas con sentido o sin ninguna significación y otras con mayor capacidad descriptiva.
Aquella sala gélida invitaba a todo menos al pensamiento abstracto. El termómetro marcaba diecinueve con tres grados, pero la sensación térmica era inferior y eso que dentro no soplaba céfiro alguno. Uno respiraba a través del tejido de una chaqueta a la que le había vuelto el cuello y de la que salía un vaho que empañaba la gafa. No habrían venido mal unos guantes de lana desprovistos de la funda de los dedos. Unas manoplas hubieran sido improductivas por monodáctiles.
Le resultaba a uno difícil imaginar cómo se podían poner a escribir los esquimales. Por ello no había, quizá, literatura "inuit". Posiblemente las historias que narraran aquellos hombres al hipnótico brillo de la llama, discurrían como el teatro, que sólo se puede presenciar in situ. O se estaba dentro del iglú o se perdía uno la función, pues no se podía esperar a que sacaran aquella historia luego en video. Sin embargo, para aquellos seres, el estar en la habitación en que uno andaba, olvidando y recordando, hubiera sido para desproveerse de la vestimenta y gran motivo de júbilo. Todo es relativo. Por eso uno podía curtirse con tales inclemencias antes que retirarse a la molicie de aposentos más caldeados.
En cierto sentido, uno, hacia literatura de diecinueve grados de temperatura y de cero grados de alcohol. En el buen tiempo ascendía a veinticinco de temperatura, manteniéndose los niveles analcohólicos. Configurándose por tanto como una literatura seca de contenido y forma, sin siquiera cortina de humo ni restos de teína.
Fuera podían estar zurriendo zambombas que dentro no se movía un ápice aquel afán creativo de al menos ensartar palabras una detrás de otra con cierta pretensión de congruencia, con cierta pretensión de originalidad. |