El viejo
El viejo tenía magia en todo lo que hacía.
Poderes, eso era, eran poderes que lograban colocarme dentro de un mundo irreal y creerlo.
Hoy, al regresar a la casa y a tantos años de aquellos días, no puedo evitar sonreír al recordarlo.
Íbamos a pescar a la playa de Estrada en Mar del Plata, era su preferida y yo lo seguía, era el gran pescador.
Él método de pesca, consistía en unas lombrices que él criaba y que alimentaba con un alimento especial que al entrar en el agua atraían a los peces. Eso me decía y mis diez años lo creían. Verdad o mentira, siempre regresábamos con el balde repleto de peces y bajo la mirada envidiosa de los demás pescadores que quedaban en el espigón bañando mojarritas.
¿Y el sombrero de paja?
Cómo olvidarlo. Me juraba que su sombrero lo hacía volar.
—Con mi sombrero mágico, me elevo sobre las olas —me dijo una mañana, muy serio— puedo arrojar el anzuelo bien lejos sin mojarme las zapatillas.
Y yo le creía, como no iba a creerle si era mi abuelo.
Y ahora todos esos recuerdos volvían mirando las paredes descascaradas de la casa. La van a tirar abajo. Ni mi madre, ni mi tío se habían puesto de acuerdo y decidieron vender. Junté libros, embalé herramientas, ropa y zapatos.
En una caja encontré el sombrero de paja y no pude evitar emocionarme. Me calzaba justo. Salí al parque y cerca del limonero, encontré el cajón criadero de lombrices. Allí estaban. ¿Serían las mágicas? Había una sola forma de saberlo, preparé una de sus cañas de pescar y con las lombrices y el sombrero volador me fui a la playa.
No tuve suerte. Después de varias horas, ni pejerrey ni corvina, la magia había desaparecido con el abuelo, la magia era él.
Junté todo mi equipo y me quedé en la playa mirando el horizonte que parecía desmayarse en un cielo rosa y gris. Era hermoso. Atardecía y el mar estaba creciendo.
Tal vez parezca una locura, pero la presencia del abuelo caminaba a mi lado, hasta escuché su tosecita, esa que me avisaba que se estaba riendo de mí.
Una ola llegó a mis pies. Intenté saltar para no mojarme y quedé en el aire, me elevé y permanecí así, con el viento golpeando mi cara, la espuma se agitaba se desarmaba en pequeñas formas que rodaban sobre la arena, y yo caminaba sobre ella sin tocarla. Me quedé sin respiración, mi pecho repiqueteaba enloquecido, unas ganas de reír y llorar me trajeron a la realidad, y caí de golpe sobre la playa. El cielo había cambiado de color y el horizonte era una línea recta entre el azul del océano y el mar.
Con las piernas temblando subí la escalera.
No busqué explicación a lo sucedido. O mi imaginación me ganó la partida o mi querido abuelo, seguía burlándose de mí.
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