Mamá.
Mamá Silvia barre la calle. No le gusta por la caca de los perros pero tiene que hacerlo y lo hace. Ayer vino Justo. Estuvo un ratote tocando la puerta. Espero casi media hora y como nadie habría, saltó la verja. Ya sabe él, hace eso siempre cuando no le abren.
“Hola”, dijo, al verme.
Yo estaba desnuda acostada boca abajo en la recamara de mamá, acababa de masturbarme y lo que menos quería era platicar. “Hola”, le dije, por tanto, malhumorada. Empezó entonces: “Cuquita, Cuquita, piloncillo mio, mira que linda, qué fina, qué preciosa estás…”. Había una hormiga sobre la pared, me acuerdo, estaba medio atontada, caminaba de aquí para allá persiguiendo no sé qué cosa. “Qué rica, qué encanto, te amo, Cuquita, te amo, amor, amor”, la hormiguita trastabillaba, parecía caer y entonces sentí sus manos. Tomábame de mis nalgas y las abría. “¡Maldito infeliz!”, dije, pero se apachurro contra a mí y ya nada hice. La hormiguita cayó y yo me relajé a fuerzas, concentrándome en los pataleos de la hormiga y no sé qué del mundo. Justo gime, farfulla y resopla. Es flaco y feo. Difícilmente puede gustarme alguien como él. Menos corresponderle. “Mamacita. Mamacita chula”, le oigo decir siempre. Luego, cuando va a terminar: “te cojo, te cojo…”. Era tierno al principio, sobre todo cuando teníamos tiempo. “Panochita. Perrita. Culito mío”, son sus últimas palabras. Después nada. A eso vino. Nunca cambia el infeliz. Chupa mi boca y mete uno de sus dedos en mi vagina. “Adiós, perrita”, dice y se va.
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