En mi barrio a los nombres propios se los precede por artículos, la gente se saluda por la calle pegando un grito de vereda a vereda y si con eso no basta se agitan los brazos hasta el cansancio.
Los chicos van en bicicleta a todas partes y el asfalto se viste de juegos hasta la hora de la cena.
La plaza es el alma de mi barrio. Carga consigo la diversión de sus caritas sucias, los llantos hamacados, las risas subi-baja, dolores en columpios, complicaciones en caminos de neumáticos... y la esperanza está en medio de todo disfrazada de árbol, bajo sus pies duerme la realidad borracha de los desauciados.
Y en aquel centro esperanzado mil rayuelas se trazan efímeras sobre el cemento, piedritas como pulgas buscan aquel cielo terrenal y el camino se desdibuja en las pisadas del equívoco. La testaruda fortuna impulsa la redundancia y así una y otra vez, mil rayuelas viven y reviven en los derredores de las esperanzas.
Y en mi barrio el cielo se ve más estrellado que de costumbre, basta salir al patio para ver cientos de estrellas. Por la calle caminan los poetas con los ojos clavados en el firmamento, inspirados en esa rara química que se genera siempre entre la cosmocidad y los poetas.
En la avenida un grupo de hippies desgasta el cesped con sus rutinarias rondas de mates y sustancias.
Y así, las tantas historias de este barrio que es tan mío como digno de aquel que es capaz de cerrar los ojos en una tarde de tormenta, de entregar su rostro a la brisa, entonar su canto a los astros y volar los mil cielos sin salir de la tierra.