Aquella mañana de martes la gente inició sus actividades de forma cotidiana y habitual, con el apresuramiento del día a día, tratando de llegar a tiempo a sus centros de trabajo. Se veían obreros aún soñolientos en el transporte público, madres preocupadas por dejar a tiempo a sus hijos en el colegio, con un andar indiferente estudiantes de preparatoria se dirigían a su escuela, lo mismo hacían alumnos de licenciatura. El comercio se desenvolvía de forma normal con gran efervescencia y agitación en los diversos establecimientos. El intransigente agente de tránsito lidiando con los intrépidos automovilistas. Ya para las 10 de la mañana ligeramente cesó la actividad en la calle, la burocracia establecida en los edificios públicos atendía de forma usual al público en general.
De pronto a las 13 horas con 14 minutos de la tarde, la tierra se estremeció, los cables de energía que colgaban de poste a poste se movían de forma inusual, los edificios se movían de un lado a otro, empezaron a caer cristales de las edificaciones, los peatones que transitaba por las banquetas, invadieron los carriles de automovilistas, los autos detenían su andar, se escuchó la voz femenina y temblorosa “está temblando”. No daban crédito de lo que estaba sucediendo. Quien iba a imaginar que precisamente en el aniversario del devastador terremoto de 1985 ocurrido en la Ciudad de México, volvería a temblar.
Minutos más tarde las primeras noticias: se habían colapsado edificios en diversas partes de la ciudad: en el centro histórico, en la colonia Roma, en la Zona Rosa, en la delegación Tlalpan (se había derrumbado el colegio Rebsamen), lo mismo que en el norte de la ciudad en la colonia Lindavista, eran los primeros reportes. Fueron el preámbulo de otros más que le siguieron en distintas partes de la ciudad y del país. En Oaxaca este mismo temblor dejó tras de sí el pánico, temor y miedo.
Calles, parques y glorietas se convirtieron en escenarios de ayuda y compañerismo. A unas cuadras de las ruinas, cientos de mujeres, hombres, jóvenes y niños formaban cadenas humanas por las que transitan víveres como latas, café, botellas de agua, la ayuda empezó a llegar de todos lados.
Un señor de Senegal que tiene 10 años radicando en la capital decía: “lo que le toca a México me toca”, decía con un gesto de orgullo en la cara. Otro testimonio conmovedor fue el de una señora angustiada, con el rostro sangrando le había caído una pesada viga: “No es posible que esto nos pase, ¡que hemos hecho por Dios, para merecer esto!
“Es la experiencia más aterradora de mi vida” decía una asustado griego que había salido corriendo con su hija en brazos, otros Jóvenes universitarios se organizaron y ofrecían ayuda sicológica para quien lo necesitara.
Es cierto, México vivió aquel 19 de septiembre un escenario de tristeza, llanto, mareo e histeria; pero no colapsó el espíritu tenaz, férreo y solidario que lo caracteriza en situaciones como esta.
(A las personas que perdieron la vida en tan lamentable suceso).
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