En la obra “Una humilde propuesta”, Jonathan Swift atacaba las políticas reformistas de la época, planteando, de forma irónica, como solución al problema del hambre, que los pobres se comiesen a sus propios hijos. Mi humilde propuesta sobre la situación catalana, por el contrario, no es nada irónica y trata de evitar que los españoles y los catalanes nos devoremos unos a otros. Creo que, a estas alturas del conflicto, lo mejor sería realzar un referéndum pactado. El principal problema que plantea un referéndum de independencia consiste en que muchos de los catalanes que no aceptan que Cataluña sea un sujeto político con capacidad de constituirse en Estado tampoco aceptarán que su voto pueda influir en modo alguno (aunque sea negativamente) para que vea la luz dicho Estado. La línea que separa el derecho a la independencia y el derecho a la autodeterminación (o a decidir, como eufemísticamente se llama) es muy fina, si es que existe. Estos ciudadanos no se sentirán concernidos, y nunca irán a votar. Una posible forma de tenerlos en cuenta sería considerar las abstenciones como votos negativos. En este sentido, una solución de consenso, que podría contentar a unos y otros, a independentistas y al Estado Español (sin terminar de satisfacer por completo a ninguno de ellos), sería que la cota del 50% necesaria para la independencia se estableciera sobre el censo electoral, en lugar de sobre el número de votantes. Esto endurecería notablemente los requisitos para la independencia (por ejemplo, si la participación fuera del 80%, los votos afirmativos necesarios ascenderían al 62,5%), pero podría ser una forma de conciliar dos posturas aparentemente irreconciliables.