Solo quería ver la lluvia cayendo sobre la ciudad. Esa ciudad que le inspiraba cierta universalidad, ciudad extendida entre montañas milenarias, ciudad arquetipo de poesía.
A esa hora, las cuatro de la tarde, las calles estaban brillando de agua. Los transeúntes eran el movimiento. En una calle angosta del centro, las vidas de los habitantes estaban cursando el tiempo y el espacio materializados en concretas formas.
Entre estas conexiones eléctricas caminaba lentamente, buscaba un lugar donde tomar un café y quizá fumar un cigarrillo. En su pensamiento se mezclaban las imágenes del instante, de la gente, de los autos, de las edificaciones, de la lluvia, con los paisajes de las periferias urbanas; a la conclusión a la que llegaba es que estaba respirando en un pequeño rincón del mundo.
Cuando ha entrado al café, el aroma lo ha trasportado a la parte existencial del pensamiento. Recorriendo con la mirada el interior del establecimiento, ha escogido una mesa cerca de la ventana. Al tomar asiento, su mirada se ha encontrado, al otro lado del cristal, con la calle, con la lluvia, con el movimiento de la vida, el color plomo húmedo pintándolo todo. Al regresar la mirada, hasta la mujer que le preguntaba que quería tomar, le ha pegado en el rostro el color amortiguado del lugar, en el que unas lámparas que proyectaba una luz amarilla encerrada, daban una sensación de abrigo.
Un café, nada más era necesario para completar el momento de lluvia, en el que la luz natural parecía negarse a dar paso a la noche; fue un momento en el que pareció que el tiempo se detuvo.
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