Era alemán.
Se rumoreaba que provenía de una familia rica y que por eso socializaba más con las familias encopetadas del pueblo.
Aunque alejado de la juventud, conducía a velocidad temeraria una camioneta verde milico, con la confianza que le daba su creencia en el alma inmortal. Además, estaba al tanto -vía confesionario- de los cientos de rosarios protectores que las damas beatas rezaban por él y por sus vivos ojos azules.
Tenía por costumbre hacer dos misas los domingos; una para los adultos y otra para los niños. La primera, de cánticos enclenques y ofrendas escuálidas, le producía mal humor y acidez estomacal. La segunda, por el contrario, le parecía vital, desafiante, un pequeño mar de almas vírgenes prestas para el catecismo.
Dada la candidez y la edad de la audiencia, adecuaba las prédicas a diálogos de preguntas y respuestas con notable habilidad didáctica, las volvía divertidas, comprensibles, incentivando la curiosidad y el aprendizaje.
Sin embargo más allá de sus ambiciones pedagógicas, era inflexible si se trataba del momento de la conversión del pan en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre.
Y así era como al percibir el más mínimo murmullo, risilla o movimiento enfurecía de súbito, enrojecía, se arremangaba como un pulpo la sotana para buscar el manojo de llaves que guardaba en el bolsillo y lo lanzaba por los aires directamente al insurrecto chiquillo hablador.
Tal era su puntería de arcángel justiciero que nunca falló en dar en el “blanco”, quien humillado y adolorido, debía llevarle el proyectil de vuelta hasta el altar.
Después del incidente, Hans recobraba la compostura y seguía la ceremonia, como si nada, e invitaba a los feligreses a darse la paz…
Con el tiempo, los niños de la Iglesia del cura Hans olvidaron las enseñanzas del evangelio, pero nunca lo olvidaron a él, con sus misas divertidas, su camioneta verde desbocada y sus particulares toques de brutalidad.
|