Un día sentado en los jardines de un hospital psiquiátrico vino a mí una hermosa paciente que por ese entonces impresionaba a todo el personal por sus sugestivas y bien torneadas formas, aparte de su buen talante y afable voz. Vino y se recostó a mi lado, apoyando un codo en el pasto y mirando con gran embeleso el que a decir de muchos era el frío y desangelado gesto de mi rostro. Entonces sin mediar palabra dijo:
--¡Eres hermosísimo!
Yo, que llevaba algún tiempo rumiando banalidades, quedé gratamente sorprendido. Ella suspiró y sin quitar el dedo del renglón empezó a enumerar una larga lista de adjetivos que no hacían otra cosa que exhibir el impacto que en ese momento le causaba mi “arrobadora” presencia masculina. Siguiéndole la corriente le dije entonces:
--¿Soy bello, "N"?
--¡Bellísimo! –dijo ella, y al decirlo estiró el brazo, un brazo largo, fino, como el de un maniquí, con una mano exangüe y delicada saliendo primorosa de una manga ancha, de bata de hospital; entonces, con el dorso de sus dedos y una ternura difícil de describir, acarició suavemente una de mis mejillas; después, sonriente, mostrando un brillo intenso en los ojos, volvió a suspirar, giró el rostro, y, apuntando en curva con el índice a todos los pacientes (hombres y mujeres que en ese momento deambulaban por el jardín) dijo: “Todos son bellísimos”.
Y “bellísimos”, en ese instante, por alguna suerte de reajuste mental, penetró en mí como una saeta, iluminándome y permitiéndome ver aquello que no miramos pero siempre y sustancialmente impregna nuestro entorno, y por un momento, por uno, que supuse una eternidad, tuve la grata sensación de tener todo claro en esta vida, como si de sólo decirlo se tratara, inclusive parecía haber resuelto el enigma sagrado del ser en este mundo. Y esta nueva percepción, que llamaré sublime, ha estado presente desde entonces en cada una de las actividades que realizo.
Lo sorprendente, sin embargo, sucedió al otro día, cuando tuve a "N" sentada enfrente y me dijo:
--Ayer te toqué.
“Te toqué”, pensé varias semanas e incluso años el sentido de esa expresión.
Pues era cierto. De algún modo había visto a través de mí y entre el revoltijo de cosas mal puestas y poco trabajadas, había tocado y hecho vibrar esa parte a la que nunca había puesto atención, y menos valoraba. Con sensibilidad y ternura, en su oscuro estado de indefensión, la loca, la esquizofrénica, la hermosa enajenada oportunamente me había hecho descubrir lo que difícilmente la razón puede: el ser, en su más pura esencia, y lo hermoso de sus manifestaciones, instante tras instante, o lo que es lo mismo y en el fondo significa, plenamente, estar vivo.
|