Ella estaba recostada en la cama de su cuarto, mordisqueando el lápiz y montada la pierna izquierda sobre la derecha. Hojeaba su diario personal; no se atrevía a escribir. “Debes relatar todo lo que pase”, recordó las palabras de su mamá.
— ¡Anotar lo que pasó! —
Dalia podría esconderlo, pero su mamá revisa todo y si leyese, ¡la que se le armaría! Se puede anotar las cosas de la escuela, la conversación con su amiga María, pero nada más. ¿Cómo explicar lo que pasó hace seis meses? Todavía tiene presente aquella sensación que le produjo angustia y placer. Había intentado decírselo a su amiga, pero no lo hizo, ¿qué tal si ella después contaba y se hacía chisme? Era mejor callar.
Esa tarde, soñolienta, metió entre sus piernas una de las almohadas. En la mañana se había sentido inquieta y agitada y en la ensoñación, se veía bailando, rodeada de chicos que aplaudían. De pronto percibió un estremecimiento en todo el cuerpo que la despertó: la piel se erizó, los pómulos se tornaron calientes y un cosquilleo iba y venía de su bajo abdomen hasta su pubis. Estaba asustada, sorprendida. Por instinto oprimió su abdomen bajo, sentía como si le hubiese bajado la regla, pero no tenía sangre. Después un desguanzo y volvió a dormirse. Se dijo: ¿Puedo anotar eso?
Hace meses tuvo un novio, pero le desagradó la manera de ser tan formal y cortés. Rompió sin darle mayores explicaciones. Después conoció a Rolando, moreno, sonriente que la miraba insinuante mientras tocaba las tumbas. Al final del concierto, una amiga los presentó. El chico era abierto, expresivo, alegre. Antes de que terminase el mes, se hicieron novios. Fue quien le dio el primer beso y la hizo sentir mujer: su piel se erizaba cuando él la recorría con la pulpa de sus dedos. Ahora pasado el tiempo, comprende que pudo haber llegado a más si el chico hubiese sido sensible y paciente.
Miró el diario y movió la cabeza. Guardó entonces el lápiz en el cajoncito del buró.
Aquel día, cuando caminaba hacia su casa, vio a un “joven viejo” que emparejaba la marcha de su carro con la de ella. Intentó ignorarlo, pero ante su insistencia titubeó… ¿Qué hacer? Se puso nerviosa. Más tarde comprendió que él solo buscaba una dirección, se acercó a explicarle. Mientras indicaba, él sacó de la cajuela una paleta de chocolate y se la ofreció. En un principio declinó, pero al ver el brazo del hombre extendido y el gesto de su cara que parecía suplicarle, aceptó. Cuando él retiró su mano percibió su caricia, pero no dijo nada y se alejó con prisa. Al dar la media vuelta, escuchó su voz preguntándole ¿y mañana, caminarás por aquí a estas horas? Ella sin responder, sonrió.
Al día siguiente recordó el incidente y salió una hora antes; probablemente, no lo encontraría. El día parecía otoñal: lluvia, viento y un sol tibio. De pronto, retumbó un “hola” que la sacó de su ensimismamiento. Volvió la cara.
¡Era él! Retribuyó el saludo, pero siguió caminando nerviosa.
–– ¡Espera! Ayer no pude llegar a la dirección.
— ¿Por qué?
—Es que no entendí bien. Me distraje viéndote. Así que perdona, ¿me podrías decir por dónde es? o ¿podrías llevarme?
Ella se asustó. Recordó la sentencia de su padre de no hablar con extraños. Al mismo tiempo que fuera amable con los que visitaban la ciudad.
—No tengas miedo. Sólo vengo a visitar a una niña que se encuentra muy enferma. Mi madre me pidió verla. Ayer ya no pude, por más que intenté, así que tú eres mi ángel de la guarda, sé buena y llévame.
Aceptó. Llevaría al extraño, pues sabía de cabo a rabo los pormenores de la colonia. Él la condujo al carro, le dio la dirección y mientras ella leía, él sacó de su cajuela otra paleta de chocolate y al momento que se la daba, de nuevo sintió el contacto de su piel.
—Eres una niña bonita, ¿tienes muchos amigos?
—Tengo amigas— dijo ella —mamá me ha dicho que no es hora de tener amigos, pues sólo tengo trece años.
— ¡Trece años! ¡Es increíble! Parece que tuvieses más. Estoy claro que sin uniforme escolar, vestida de mezclilla, podrías ir al cine a una función de mayores, y el guardia jamás sabría que tienes trece años.
Ella sonrió ya que si algo le agradaba era haberse quitado la cara niña. Su desarrollo fue de repente y asombroso.
De reojo veía la cara de él que no ocultaba su sorpresa por ella. Era un hombre sin belleza, pero varonil. Tendría más de veinticinco años. Destacaba su color moreno, sin tener rasgos negroides; y la red de vellos lacios que caían como ramas oscuras de sus brazos, lo hacían diferente.
—Parece que esa es la casa.
Estacionó el vehículo, y ella intentó salir del auto, pero él la detuvo.
—Nada, nada de irse, sólo preguntaré, no tardo.
Cuando regresó, le dijo con tristeza.
—Parece que la niña fue llevada a otra ciudad a recibir tratamiento intenso. A ver mi nena directora de vialidad, dígame dónde puedo ofrecerle un helado rico con chocolate.
Ella no dijo nada o pretendió no escucharlo.
— ¿De dónde es usted?
—Soy de muy lejos. Tu ciudad es bella; bella como tú.
Ella sonrió y le dijo.
—Déjeme en esa esquina. Mi mamá debe estar preocupada.
— ¿Allí vives?
—No. Pero déjeme aquí, así me evito preguntas ociosas de mis vecinos o lo peor, de mi mamá.
Estaba a punto de salir. Él volvió a preguntar.
— ¿A qué horas nos vamos a tomar ese helado?
—Mañana saldré muy temprano…
Se retiró dejándolo con la palabra en la boca. La vio alejarse con prisa.
Aquella mañana se vistió con una falda escolar que le quedaba rabona. Se despidió de sus padres. Pensó en el desconocido. No la encontraría. En realidad, no iba a la escuela. Tenía en mente visitar a una amiga de la infancia que no era bien vista por su mamá. Deseaba darle a la compañera una sorpresa. El automóvil se aparcó cerca de ella. No lo esperaba. Sentía un estremecimiento por su cuerpo. Él abrió la puerta y la invitó a subirse. Ella dudó, pero se dio valor. Al sentarse, la falda subió hasta el muslo; como pudo, ocultó su piel blanca. Percibía un hueco en el estómago. No se sentía mal, pero durante el recorrido, bajo el influjo de una plática espontánea, se tranquilizó.
— ¿Sabes que el sol de las mañanas descubre paisajes en el mar? ¿Te gustaría ir a verlos?
Sin esperar respuesta, enfiló el carro hacia la playa.
— Allá te invitaré un helado y podré desafiarte a unas carreras. Se nota que haces ejercicio.
Ella sonrió, no se equivocaba. La rutina del ejercicio le habían torneado los muslos.
— ¿Te gustaría coger conchas y estrellitas de mar? Si es así, caminemos. Como el día apenas abre, el sol no quemará.
Cada vez más se sentía el aroma salobre.
— Soy de una parte lejana, cerca de una pradera donde la tierra es roja y cuando cae el sol, pareciera que el cielo y la tierra han librado una pelea. Vivo solo entre los refugios de aquel terreno y a veces juego a las escondidas con las aves que pueblan los acantilados. He decidido seguirlas y conocer más de la naturaleza, me dedico a interpretar el diario de las aves.
Ella le contó de sus padres, sus amigas y, tímidamente, le refirió que ya había tenido novio, pero que le daba miedo.
— ¿Miedo a qué?
—Miedo, sólo miedo.
Él entendió que el miedo se refería a ser vista por sus padres, a ser excitada o miedo tal vez de sí… de su naturaleza.
—El mar es imponente. Quizá tú no lo percibas porque realmente te has criado entre sus aguas, o sea, eres una linda sirenita. Miro el cielo y veo las gigantescas montañas y me asombro, pero ver el mar me hace sentir breve, enano del alma. Aquí entre esta vastedad encuentras que no tienes tamaño. Dios o la naturaleza se expresan en todo momento: en el vuelo de las gaviotas, en el suave rumor, en la corona blanca de la ola o en las redes de colores que brincan cuando el sol sale. No he venido en la noche, tal vez lo haga antes de irme, pero me agradaría sentir los rayos de la luna mientras las olas me llenan de humedad, de sal y de caricias. ¡Hagamos unas carreras!
— ¡Sale! —dijo ella.
Pusieron una meta y empezaron a correr. Él dejó que iniciara y pudo reconocer el cuerpo de una mujer sensual. El cabello largo, la espalda fuerte y la cintura que se movía a la par de las caderas y ese salto nervioso de sus glúteos. Poco antes de llegar, él la alcanzó, pero trastabilló y en la caída ambos quedaron muy cerca.
— ¿Te hiciste daño?
Mientras tocaba su cuerpo para indagar si no se había hecho daño, terminó su mano en medio de su pecho.
— ¿Te hiciste daño?
Ella estaba bien. Había intuido que algo pasaría; le agradó que fuese de esa manera. Lo que no sabía era que la piel de la mano despertaría los botones de su piel. Brotaban entrelazadas las sensaciones de algo que no podía definir cuando la mano palpó su cuerpo. “El te hiciste daño” caía en su oído como una preocupación sincera que repetía su mente.
Ella también tuvo en movimiento sus manos y encontró en sus hombros la dureza de un hombre acostumbrado al ejercicio. Pensó que él se desapartaría, pero volvió a sentir su mano sobre el cuello, lóbulos, en la mejilla, su voz suave. Al voltear, se encontró cerca de la boca de él, percibió su aliento, levantó su mentón, lo que él aprovechó para rozarle los labios. Su cuello fue una breve calle que su boca recorrió por ambos sentidos. El algo se puso en marcha, se agitaba y crecía. Como un alud cubrió la piel. La boca fue invadida con un beso tierno que fue dilatando la carne rosada de sus labios. Llegó un asomo de claridad y trató de levantarse.
—No te asustes, nada haremos si no deseas.
Acostados en la playa, él comprendió que podrían verlos, la ayudó a levantarse y fueron a comprar helados.
Dentro del carro miraron hacia el horizonte donde apreciaron el tránsito de barcos pescadores. Ella se calmó; y entre los sabores del helado y la plática amena de él, sintió que aquel desconocido ya no era tal, sino lo percibió como un amigo de muchos años.
— Recárgate en mi hombro y veamos la belleza de la naturaleza.
La abrazaba; poco después, la mano de él hurgaba por su talle y ella se dejaba hacer, a veces la tomaba de la mejilla y le decía lo hermosa que era y daba un beso suave.
Ella le puso una mano sobre la pierna y cuando iba a retirarla, él la sujetó y le dijo.
— Es linda tu caricia.
Al tiempo acercaba su boca, y ella deseó el beso; un beso de un adulto que disfrutó. Tenía en la boca el sabor de la fresa, la humedad, la fiebre y después fuego. Ella correspondió.
La mano seducía el cuello mientras la besaba. La blusa se abrió y la mano acarició el hombro. Ella se dijo: “Si llega a más, me desaparto”. No llegó. Sintió la boca de él caer del cuello hacia el inicio de sus pechos y una erección de dolor y placer asaltó sus pezones. No le desató el sostén; el pecho decidió salirse y dejarse. Ahora la boca mordisqueaba con sus labios el pezón. Como recuerdos pasaban las veces que ella se sintió mamá y daba de amamantar a sus muñecos. ¡Ahora lo hacía real!
El asiento corrió hacia atrás, dejando espacio. La voluntad de zafarse era cada vez menor y por un momento se olvidó de tal cosa. Ella seguía. Su humedad había crecido y un orgasmo espontáneo repercutió en su vientre como una pelota de caucho que rebota sin orden ni tiempo.
Ella misma aflojó el sostén y sus pechos fueron pista de milimétricas sensaciones en donde su frutilla era succionada por una boca febril. La mano del desconocido tocaba su vientre, la falda rodó hacia la cintura y la piel de luna quedó al descubierto. En su pubis tamborileaba el placer. La mano frotaba, frotaba despacio, hacía círculos o iba de arriba abajo. Ella deseó sentir mejor, así que, en una breve insinuación de él, levantó las caderas para que le quitase las bragas. Se quedó, como algunas veces había estado en la soledad de su cama, con las piernas semi abiertas y bañada en efervescencias.
Ella apretaba con su mano la circunferencia de un falo. Lo había visto en los libros, pero jamás como ahora. Duro, enardecido, con una humedad que caía de su cabeza. Tiempo después escribiría: “Era un ser vivo. Parecía un gigante con un sólo ojo y me dio temor”. Escuché su voz que me decía: “Es tuyo”. Suavemente tomó mi cabeza y me acercó hacia él: “Bésalo” —me dijo. Cerré los ojos, abrí mis labios y ya no me detuve. Él se dobló. Lo puso en su mejilla. Ella percibía una bola de fuego. Cerró los ojos, lo metió dentro de su boca. Nunca imaginó que el líquido que emanaba de él, la excitaría sobremanera.
En el mismo diario escribiría “…era un olor fresco, se sentía húmedo y febril, un sabor marino. Recuerdo que después lo hice como si fuese una infanta. Me desaparté y busqué la boca de él y le dije al oído: “Llévame a casa o a otro lado”.
Tuvo un arrebato más. Ella montó sobre él. Le vino el recuerdo de niña cuando una tarde en la penumbra, vio a su madre cabalgando y acariciando la cabeza de su padre. Fue un movimiento de rayo que la acercó más a la intimidad ya que el falo de él quedó aprisionado entre sus piernas y en movimientos rítmicos frotaba sus labios. Con la mirada le pidió que pusiera en marcha el carro. Se volvió a sentar a su lado y con una de sus manos apretaba y desapretaba la circunferencia del pene que seguía fuera de su recinto.
Hojas más adelante de un diario que haría 15 años, después de aquélla mañana, se lee lo siguiente: “…Las mujeres tenemos un exquisito olfato. Es bueno y malo. Pues si el aroma es agradable, entonces vives en una delicia; si por el contrario es nauseabundo, estás en un infierno. Previo a la pérdida de mi virginidad, encontré claro que el aroma del desconocido inundaba de placer todas mis vísceras. Mi mano era la receptora de sus emanaciones y mientras él manejaba buscando un motel, yo me inclinaba en el asiento, recargada en su hombro y apresando con mi mano izquierda la circunferencia del glande. El aroma era brutal y no pude contenerme, bajé a su entre pierna y lamí como una perrita hace con la leche que se riega en el suelo. Han pasado muchos años y nadie me ha excitado tanto…”
La ventana del motel tenía vista al mar. La habitación amplia, sobria, limpia, olorosa a jabón; y al fondo, una pileta interior y una maceta con hojas del color de la sandía. Frente a la cama, un gran closet con puertas que servían de marco a enormes espejos. Ella bajó su falda y esperó.
La besó rozándole los labios, la frente, mejillas, orejas y cuello. Al mismo tiempo le ofrecía palabras suaves, las manos de él iban de arriba abajo tomando la vereda de los hombros o bajando por la ruta del abdomen, caderas. Hubo un momento que se detuvo y le dijo al oído:
— ¿Es tu primera vez?
Dijo que sí con los ojos, él alisó su cabello.
— ¿Quieres sentir hasta el final, o me detengo?
—Ella tomó la palabra de algún lugar: un baño o una plática indecente que escuchó de los chicos, pero esta vez cobró un significado, abrazó una realidad y una vivencia que la recordaría por siempre. Lo besó en la boca.
—No te detengas y cógeme —le dijo.
Nunca se atrevió a describir paso por paso lo que siguió. Un día, reflexionando de cuáles horas de su vida habían sido más bellas, llegó a la conclusión que eran esas. Deseando recrear aquellos espacios, tomó la libreta a sus sesenta años y escribió: “Sería una simpleza describir las formas como me abordó el desconocido; nada de mi piel quedó íntegra, pues el placer es un remolino que anestesia la realidad; sólo se mira a sí mismo. Vuelvo a reírme: de niña no tomas la pastilla porque te da miedo atragantarte. Da vergüenza que te miren desnuda, los sabores aceitosos y marinos te causan repugnancia. Ese día introduje en mi garganta miles de cápsulas o pastillas sin que arqueara. Me mostré desnuda, fue enorme placer que él me viese y tocase cada una de mis partes. Acepté ser horadada y el dolor inicial se volcó en placer indefinible. Cuando tuve en mis carrillos el sabor de él, oliendo a mar, lo degusté intensamente. En unas horas abandoné a la niña y me convertí en mujer. Esas son las mejores horas que la vida me ha dado. Afuera el mar, besaba mi cuello y abarcaba con sus manos mis senos; y al besarlo le dijo: “Gracias por hacerme mujer.”
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