“La Felicidad” era el nombre del sucucho donde los hombres del puerto se juntaban en las tardes después del trabajo, o después de nada.
Llegaban cansados, pasados a cuerpo, insatisfechos. Se sentaban en las mesas cojas con manteles de hule floreado. Algunos de cuello y corbata, otros con botas de goma y gorro jockey. Distintos oficios, mismas frustraciones.
- Tráiganos unas pituquitas (*), tía Chayo, por favor- era el pedido clásico, prioritario e inalterable. Después vendrían los sanguches de carne mechada o los completos, según la cercanía de las fechas de pago. Cumbia de fondo, o futbol en la TV, para estimular de conversación.
Y los vasos de tinto llegaban sin mucho tiempo de espera, acompañados de la sonrisa amable de la tía Chayo, dueña del local y madre putativa de todos los parroquianos habituales.
Tía Chayo era un increíble híbrido de valquiria nórdica y Virgen de la Piedad que sin instrucción formal pero con doctorado en psicología de la vida sabía perfectamente en qué circunstancias debía acoger, abrazar, mechonear, consolar, cachetear, aconsejar o mandar a mierda a un cliente.
Servía los vasos con gracia y satisfacción, segura de que el propósito de la bebida no era apagar la sed , ni bajar el calor del verano ni el frío del invierno. Claro que no.
Había un prodigio singular en el cotidiano acto de “ahogar la penas” en alcohol, porque era asombroso cómo ese vino sin categoría –brebaje sobrenatural- vaso tras vaso iba transmutando a machos recios y hoscos en niñitos hambrientos de apapaches, a maridos brutos en torpes y tiernos compañeros, a responsables y austeros padres de familia en mecenas de artistas callejeros, a jóvenes tímidos en cantantes bilingües o a caballeros recatados en sátiros lujuriosos…
Cada día, en su bar hediondo y afable, la tía Chayo disfrutaba de ver como las almas de los hombres se asomaban al mundo por un momento, liberados de etiquetas, develando su fragilidad, su genialidad o su vileza.
Las tardes-noche en “La Felicidad” del puerto eran una magnífica danza de autenticidad y catarsis, que le hacían justicia a la elección de su nombre.
(*) vaso de vino
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