Una bicicleta negra, de esas que usaban las bodegas para que sus ayudantes repartan la mercadería a las tiendas de los barrios, era en una de esas bicicletas en las que se movilizaba el hombre flaco, pómulos salidos, cráneo alargado; llevaba sobre su cabeza un gorro de esos de los primeros aviadores, además de unas gafas de las mismas.
Bajaba por la calle empedrada con el viento pegando en su rostro, el viento levantaba las orejeras del gorro de aviador, en la expresión de su cara sobresalía su prominente quijada llena de una barba descuidada.
Cuando asomaba por la esquina y se lanzaba calle abajo, los niños de barrio le tiraban piedras y le gritaban “la bestia”, entonces él, en acción casi de malabarista, se bajaba de su bicicleta “al vuelo” y arremetía contra los muchachos que en precipitada carrera huían entre la adrenalina y las risas.
Mientras esto, la tarde transcurría entre los colores de agosto.