Santiago Justo Cordial, un anciano de ochenta años, le quedaba poco tiempo de vida. Una buena parte de su fortuna la repartió entre familiares y amigos. Con lo poco que reservó publicó el siguiente aviso:
«Dios, en mis últimos días de vida desearía me visitaras para recibir de tu propia mano la gracia divina.»
Durante varios días fueron muchas personas que en su nombre se le acercaron para cumplir con sus deseos. No faltaron aquellos de largos cabellos, de pronunciada barba, vestidos con túnicas blancas, los cuales juraban por todos los cielos ser el mismo Dios encarnado. Santiago Justo Cordial, siempre con buenos modales y de noble hablar, les dio las gracias por sus buenas intenciones.
—Aguardaré la presencia de Dios hasta donde me sea posible —terminaba diciendo con una venia sutil.
Y así pasó un largo mes sin que el divino se presentara atendiendo los deseos de Santiago Justo Cordial.
La noche del último día de ese último mes, Santiago Justo Cordial escribió sobre una hoja de papel algo que publicó en el periódico en la mañana.
«Lucifer, me contaron hace tiempo que sueles canjear almas por tus favores. Hay algo que quiero pedirte, por favor ven a mi casa con tu contrato.»
La respuesta no se hizo esperar, séquitos de oriente, poniente, sur y norte tocaron la puerta de Santiago Justo Cordial que, en nombre de Lucifer, venían con sendos contratos con el propósito de que en el canje no exista la menor duda ni ambigüedad. Santiago Justo Cordial, con la paciencia de un monje leyó cada contrato, alabó la rigurosidad legal de tales instrumentos y con amabilidad agradeció sus encomiables diligencias, pero hubo que rechazarlas.
—Un contrato de esta índole sólo puede entrar en vigor si ambas partes están presentes al momento de firmarlo. Díganle a su merced que ansioso estoy de recibirlo en mi recinto —terminaba diciendo con una venia sutil.
Al cabo de un mes, ni una sola vez Lucifer se hizo presente. El deseo del cambio de su alma por un pedido no pudo concretarse para Santiago Justo Cordial.
En la mañana siguiente de ese último mes, Santiago Justo Cordial, publicó el siguiente aviso:
«El final de mi vida se acerca, antes de ello sólo pido un abrazo afectuoso.»
Un gran gentío tocó su puerta, pero al ver al anciano con su traje sucio y arrugado, con ese fuerte olor a viejo, se tapaban la nariz y desistían de sus deseos. Sólo unos cuantos, cuyas almas caritativas sobrepasaban las reacciones de rechazo, le dieron aquel abrazo afectuoso tan genuinamente humano. Para Santiago Justo Cordial, cada abrazo lo sentía como el primero. Un llanto apagado acompañaba esa dulce sensación de sentirse aceptado, querido; ese increíble sentimiento de ser acogido por su propia especie. Las lágrimas que brotaban de los ojos de Santiago Justo Cordial, no eran de tristeza porque se acercaba el momento de su partida, ésas eran las lágrimas de un anciano que se sentía amado.
Para Santiago Justo Cordial la espera de la muerte le era un suplicio. No pudo dormir durante la noche, la sola idea de agonizar con sufrimiento le causaba angustia.
Sin embargo, era incapaz de acabar su penosa existencia por el mismo y una vez más publicó un aviso.
«Me llamo Santiago Justo Cordial. Poseo un anillo de oro, recuerdo de un matrimonio feliz, una cadena también de oro, el regalo de mi madre y, también poseo, algo de dinero. Todo ello ofrezco a aquel que ponga fin al sufrimiento de mi enfermedad terminal.»
Esa mañana nadie acudió a tan extraño aviso. Y la tarde pasó tan silenciosa y desolada como aquella mañana.
Unos toquidos irrumpieron la noche. Caminó con andar pausado y abrió ligeramente la puerta. Unas fuertes manos la empujaron de golpe del otro lado. Tres jóvenes invadieron la casa y sin mediar palabra alguna le arrancaron el aro de matrimonio y la cadena de oro oculta dentro de su camisa.
—¡El dinero, viejo, el dinero! —le ordenó un enfurecido joven, al parecer el líder del grupo.
—Encima de la mesa —contestó Santiago.
Uno de los secuaces tomó el dinero en tanto los otros le emprendieron a golpes al anciano dejándolo al borde del desmayo. Luego iniciaron la huida, menos el líder de la pandilla que se detuvo.
—¿Querías morir, viejo? —preguntó con una pícara sonrisa. Encendió un trapo a medio meter en una botella con gasolina y la tiró con fuerza en la sala.
Se montaron en un auto y se fueron a toda velocidad. Aullaban y gritaban como alguna vez lo hicieran sus antepasados prehistóricos.
Retorcido y quemado, así murió Santiago Justo Cordial a manos de su propia especie.
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